Atenas y Roma, ¿otra vez?

NORMAN BIRNBAUM
 


Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown. Su libro After progress: american social reform and european socialism será editado por la editorial Tusquets (Barcelona).


El País, Viernes, 21 de septiembre de 2001

Cuando la CNN preguntó a la viuda de una de las víctimas de la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York acerca de las represalias, ella se hizo eco de las voces de las iglesias estadounidenses: era una idea desdichada. El entrevistador quedó visiblemente impactado, y la conversación se suprimió en las repeticiones del programa. La CNN estaba claramente cumpliendo con su deber patriótico: nuestros medios de comunicación de masas se han erigido en Ministerio de Propaganda y manipulan la rabia, la ansiedad, la credulidad, la ignorancia y la autocompasión de la opinión pública para fabricar un consenso nacional de extraordinaria crudeza, y enormes contradicciones. Fuimos atacados por ser tan buenos y generosos, además de tan ricos y poderosos. Nuestro orgullo nacional se mantiene firme. Sin embargo, el ataque no puede quedar sin respuesta, o parecerá que somos débiles. Dado que estamos en guerra, las contramedidas más devastadoras no sólo son legítimas, sino que son un imperativo moral. Manifestar dudas acerca de la competencia y buen juicio de nuestros líderes es una actividad subversiva: la unidad nacional en el respaldo al presidente es la orden del día.

Son varias las preguntas inquietantes que no se hacen. ¿Por qué fallaron tan lamentablemente los organismos de seguridad? ¿Son las pruebas contra Bin Laden convincentes o meramente prácticas? (ha sustituido al ayatolá Jomeini, a Gaddafi y a Sadam Husein en la demonología nacional). ¿Hay conexiones desconcertantes entre los perpetradores y Gobiernos ostensiblemente amistosos como el de Arabia Saudí? ¿Qué explicación hay de la presencia de un oficial israelí en uno de los aviones condenados? Como en tantos desastres nacionales estadounidenses (los asesinatos de Kennedy y King, el vuelo del avión coreano por el espacio aéreo soviético, la bomba de la ciudad de Oklahoma), el asunto puede tener dimensiones sin explicar. Por encima de todo, casi nadie ha pedido a la opinión pública que reflexione acerca de por qué la política estadounidense ha engendrado odio en otras partes del mundo. El grupo de presión israelí, que no suele destacarse por su discreción, ha mantenido silencio, excepto para recordar de vez en cuando que Israel no está sorprendido. Además, ninguna figura pública ha tenido el valor de señalar que la campaña de Israel contra los árabes ha intensificado las amenazas para sus ciudadanos. En cuanto a lo que Bush propone exactamente que se haga, la idea en sí de un debate parece un acto impío en una nación que se ve a sí misma como una iglesia.

Aquel predecesor histórico de Estados Unidos, Roma, fue también un imperio multicultural. Su dependencia espiritual de Atenas desapareció cuando los atenienses se resignaron a la insignificancia. ¿Están renunciando los atenienses contemporáneos, los europeos occidentales, a su propia cultura política? ¿De qué otra forma se puede explicar el cheque en blanco que la OTAN le entregó inicialmente al Gobierno de Bush, a pesar de la oposición expresa de los belgas y los holandeses, las dudas del canciller alemán y su ministro de Exteriores, y las declaraciones de Jospin de que Francia, desde luego, no estaba en guerra (lo que en la lógica francesa tendría que haber generado un veto a la decisión de la OTAN). Desde entonces, y para asegurarse, los europeos e incluso los británicos han hecho saber que esperan que se les consulte. Lo que no han dicho es qué alternativas políticas proponen en lugar de la costumbre estadounidense de inventarse enemigos y luego destruirlos. Un régimen tan débil como el del general que ejerce lo que en Pakistán pasa por gobierno ha insinuado que la ONU se involucre. La idea es vaga, casi hueca, pero las cancillerías de Berlín, Londres y París parecen incapaces hasta de ese gesto tan retórico. Mientras tanto, el premio a la mejor (o peor) síntesis de imbecilidad y cinismo seguro que recae en el ministro del Interior italiano, que vio en los ataques a Estados Unidos una continuación de las protestas de Génova. ¿Debe rebajarse tan drásticamente el nivel intelectual de la alianza occidental hasta estar a tono con el del Gobierno de Berlusconi?

Sin embargo, no hace falta la perspicacia de un De Tocqueville para ver que nuestro presidente es débil, que su Gobierno y su escasa mayoría están formados por intereses ideológicos y materiales encontrados, y por clanes políticos, y que la oposición misma está dividida y sin un programa claro, sobre todo en política exterior. El senador Joseph Biden, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, se comportó hasta la catástrofe como un crítico experimentado y racional de las necedades de Bush, el sabotaje al tratado de Kyoto, la destrucción del control de armamentos, los nuevos proyectos de misiles balísticos. El día después apareció en televisión realizando el trabajo del presidente y haciéndose eco de sus amenazas al estilo del Rey Lear: 'He de hacer tales cosas..., / las que serán aún no lo sé'.

Es cierto que los ataques a Nueva York y Washington han alterado el clima político. El presidente luchaba por ejercer autoridad, la economía era problemática, la oposición empezaba a reagruparse con algunas perspectivas de éxito para afrontar las elecciones al Congreso de 2002. Como en las elecciones de 2000, la política exterior seguía siendo competencia de los que estaban profesionalmente interesados en ella, y de los grupos de presión étnicos e ideológicos cuya influencia es todavía mayor debido a que la opinión pública se desentiende del mundo que está más allá de nuestras fronteras. Bush y su Gobierno aspiraban a institucionalizar un planteamiento unilateral ya formulado por la derecha estadounidense. Lo que se lo impedía no era exactamente la desorganizada oposición de los afroamericanos, las iglesias, los grupos ecologistas, los defensores de los derechos humanos, los sindicatos y demás adversarios de la globalización capitalista, ni el movimiento de las mujeres. Algunos demócratas del Congreso apoyaban el mantenimiento de los tratados de control de armamento y la cooperación internacional en general. La indiferencia pública también limitaba el entusiasmo por la versión de Bush de la hegemonía estadounidense a grupos específicos de las finanzas y la industria norteamericanas, a las iglesias protestantes fundamentalistas, y a un segmento de la opinión que conseguía la hazaña de fusionar la xenofobia con la convicción de que gran parte del resto de un mundo hundido busca desesperadamente imitar a Estados Unidos. Por el momento, estos conflictos morales y económicos han sido olvidados. Los acontecimientos del 11 de septiembre están siendo utilizados por Bush para borrar la política en la conciencia de una nación ya despolitizada. Por supuesto, a largo plazo, no puede tener éxito: pero, a corto plazo, puede muy bien neutralizar política interna económica y social, y adueñarse del debate sobre política exterior.

Esa política está ahora en manos de burócratas e ideólogos, que ven en la crisis actual una oportunidad para incrementar tanto sus presupuestos como sus poderes, y para dar legitimidad a proyectos que de otra forma podrían suscitar un debate. Las horribles imágenes de aviones secuestrados con pasajeros estrellándose contra edificios podría convencer a las mentes corrientes de que el escudo contra misiles balísticos es una fantasía irrelevante. Eso no ha empañado el entusiasmo de los defensores del escudo antimisiles. El subsecretario de Defensa ha hablado de 'acabar' con los Estados hostiles, y Libia, Siria, Irán e Irak se mencionan dentro y fuera del Gobierno como cuentas pendientes que deben saldarse ahora... Con un cinismo tan monstruoso que nos recuerda a Kissinger, las ofertas rusas de colaboración (claramente limitada) a cambio de la aceptación estadounidense de su guerra en Chechenia, y el respaldo chino a cambio del silencio con respecto a la opresión de sus musulmanes, han sido bien acogidas. A esto se le llama 'construir una coalición'. Y, naturalmente, la posibilidad de una guerra contra el mundo musulmán difícilmente podría desagradar al grupo de presión israelí, que ahora tiene que hacer frente al súbito, aunque sin duda temporal, cese de la guerra contra los palestinos por parte de Sharon debido, seguramente, a un ultimátum de Estados Unidos. El grupo de presión israelí no hace la política de los Gobiernos republicanos, y ni siquiera le pone límite. En vez de eso, procura sacar partido a la situación. El objetivo primordial del Gobierno es la restauración de los sueños estadounidenses de omnipotencia, de los que despertó la nación el 11 de septiembre para ver a sus élites impotentes. La correcta analogía histórica no es Pearl Harbour, 1941, sino la ofensiva del Tet en 1968.

El ataque ha resultado ser para el Gobierno una oportuna distracción de una situación económica que iba de mal en peor, y ha fortalecido su posición. Los gastos de armamento ahora pueden ser justificados como respuesta al ataque, por remota que pueda ser la relación. Un partido que siempre ha respaldado un Estado fuerte en lo que respecta a la aplicación de las leyes, ahora puede reclamar poderes extraordinarios para la policía, y para las fuerzas armadas, cosa contraria a las prácticas constitucionales estadounidenses. Un Gobierno que insistía en que los ciudadanos debían hacerse cargo de sí mismos ha demostrado de pronto su lado más compasivo: hacia sectores empresariales, como las líneas aéreas y compañías de seguros, amenazadas por las consecuencias del ataque. Una cierta cantidad de desempleo puede ser conveniente: no hay nada mejor para disciplinar a la mano de obra y los sindicatos. Un descenso del dólar no sería mal recibido por una gran parte de la industria estadounidense, después de que un dólar fuerte les permitiera invertir a bajo precio en gran parte del mundo.

La potencial fragilidad de la economía es una ventaja política estadounidense. En ausencia de algún orden internacional efectivo en lo monetario, lo regulador y las inversiones que no esté controlado por capital internacional, es muy importante para las demás naciones evitar el castigo del mercado de capital. El mercado de capital no es una institución económica aislada, es un instrumento de dominación política, principalmente de Estados Unidos. Por tanto, la estrategia del Gobierno de Bush consistirá en eliminar o neutralizar a una oposición estadounidense débil hasta el momento, fabricando hechos o difamándola como antipatriótica. La acción militar, racional o no, tendrá grandes elementos simbólicos y psicológicos que prolongarán el ambiente de asedio y tensión. La palabra 'terrorismo' se ampliará para abarcar todo tipo de movimiento y disidencia. Pronto veremos columnistas que comparen a los manifestantes contra la globalización con la yihad islámica. Los Estados árabes y musulmanes serán incorporados a la coalición antiterrorismo y se les hará incrementar su ya elevada cuota de represión (con qué consecuencias, es algo que nadie puede prever). Se intensificará la 'latinoamericanización' de los servicios de espionaje de la policía y el Ejército de los Estados árabes y musulmanes, es decir, su penetración por aquellos que están a sueldo de Estados Unidos. El problema es que las fuerzas conservadoras que se utilizan en Latinoamérica son absolutamente antimodernas en muchas partes del mundo árabe y musulmán. En lugar de ser un régimen teocrático dominado por fundamentalistas de Estados Unidos, la nación seguirá siendo un lugar de pluralismo, laicismo y otras abominaciones históricas para los conservadores islámicos. Franco, los coroneles griegos y Salazar fueron capaces de superar estas dificultades en Europa, pero sus homólogos islámicos no tienen que tratar con obispos complacientes, sino con mulás enfurecidos. Sus poblaciones, mientras tanto, están totalmente alejadas de la sociedad de consumo.

En este escenario, los europeos tienen un lugar reservado especialmente para ellos en el cielo estadounidense. Aún queda por ver si no resulta ser el infierno. Al haber proclamado inicialmente su disposición instantánea a seguir la política estadounidense, los líderes de las naciones de Europa occidental se han privado de cualquier medio para regatear con el Gobierno de Bush. El tipo de reservas que manifiestan ahora será retratado como cobardía, o algo peor. El punto de vista de que las proclamaciones abiertas de fidelidad total pueden ir unidas al uso confidencial del poder persuasivo es ilusoria (como supo De Gaulle y padeció Schmidt cuando tropezó con la crisis de los misiles). Bush padre se vio empujado a tratar con Gorbachov después de que Kohl y Thatcher redujeran públicamente su capacidad para negarse a hacerlo. Los europeos, algunos como los británicos y franceses con gran experiencia con el mundo islámico y grandes poblaciones musulmanas en su interior, pueden encontrar una forma de influir en el Gobierno estadounidense, famoso por su estrechez de miras y provincianismo. Una forma de hacerlo es prestar algo de atención a las potenciales fuentes de oposición estadounidense.

Por el momento, ésta parece muy limitada. Sólo un miembro del Congreso, Barbara Lee (que representa a la ciudad negra de Oakland y la ciudad universitaria de Berkeley), tuvo el valor para votar en contra de otorgar poderes extraordinarios al presidente. Hay más que estarían dispuestos a manifestar su oposición y sus críticas si pudieran referirse a iniciativas europeas para formar otro tipo diferente de coalición antiterrorista, una que aspirara a poner fin a los odios etnocéntricos, la pobreza desesperada y la subyugación permanente a un mercado mundial. Nadie en Washington ha sugerido que los perpetradores de los atentados se sometan a la nueva jurisprudencia internacional que se ha iniciado en La Haya, aunque la idea parezca evidente. Los europeos podrían también hacer propuestas serias para integrar una coalición antiterrorista con la labor de las Naciones Unidas.

Los aliados en potencia de los europeos se encontrarán en las iglesias. Puede que responda el segmento más moderno del judaísmo estadounidense, hasta ahora deprimido y callado ante la caída de Israel en el militarismo y el nacionalismo, pero de hecho consciente del peligro que representa Sharon para su existencia. La insistencia inequívoca de Europa en que Estados Unidos debe emplear sus abundantes medios para cambiar la política de Israel (y su Gobierno) tendría un efecto positivo. Grandes sectores del partido demócrata y algunos republicanos podrían sentirse inducidos por la claridad y firmeza europeas a recordar su propio pasado internacionalista.

Mientras tanto, en medio del estallido actual de chovinismo santurrón, es una señal esperanzadora que la reciente ocurrencia de los pastores fundamentalistas Falwell y Robertson haya provocado una amplia indignación e incluso una reprimenda presidencial, a pesar de las deudas políticas que Bush tiene contraídas con ellos. Declararon que los ataques a Nueva York y Washington eran un castigo de Dios por los pecados de Estados Unidos, que ellos veían encarnados en el pluralismo religioso, la tolerancia de la homosexualidad y el apego a las libertades civiles. Los ataques ciertamente han provocado una degradación del clima público: ha habido cientos de actos de agresión contra miembros de una comunidad de diez millones de estadounidenses que son musulmanes (aunque, dicho sea en su honor, el presidente los ha denunciado). Por encima de todo, ha sido escandaloso que el 89% de los encuestados respondiera 'sí' en una encuesta nacional a la pregunta de si se debían emprender acciones militares, aunque supusieran la muerte de miles de civiles inocentes. También en esto los europeos, con una experiencia mucho más amarga de la historia, tienen la oportunidad, y de hecho la obligación, de recordar a sus interlocutores trasatlánticos las consecuencias de una adhesión demasiado literal al mandamiento bíblico de 'ojo por ojo y diente por diente'. 'Bienaventurados los pacíficos' podría ser más adecuada y, desde un punto de vista histórico, mucho más realista.