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ZENIT, 26 de Mayo,
2002
EMMITSBURG, Maryland, 26 mayo 2002 (ZENIT.org).-
Uno de los teólogos y moralistas más conocidos en Estados Unidos,
Germain Grisez, ha presentado una larga recomendación al Comité creado
por los obispos de Estados Unidos para tratar el tema de los abusos
sexuales por parte de sacerdotes.
A raíz de los escándalos que han implicado a sacerdotes, la
Conferencia Episcopal buscará posibles soluciones en una reunión que
tendrá lugar en Dallas (Texas) del 13 al 15 de junio.
Estas son sus propuestas.
Declaración sobre los abusos sexuales dirigida
al Comité creado por la Conferencia Episcopal de Estados Unidos
Por Germain Grisez, Ph. D., Profesor de Moral
Cristiana en el Centro Universitario y Seminario de Mount Saint Mary
Me parece que este Comité se enfrenta a un dilema: por un lado, las
expectativas de los fieles y del público, que piden que la Conferencia
Episcopal adopte un plan nacional, en la reunión de junio, sobre el abuso
sexual de sacerdotes; y por otro lado, la falta de tiempo para llevar a
cabo esta tarea con el cuidado debido. Es por eso que creo que en junio se
adoptará un plan provisional y, por lo menos durante un año, se trabajará
en una versión final. Sin embargo, sin conocer los planes del Comité,
presentaré mis análisis y sugerencias como si se tratara de la versión
final.
Los obispos harán referencia de modos diversos al abuso sexual cometido
por aquellos que no son sacerdotes diocesanos: miembros de institutos de
vida consagrada y sociedades de vida apostólica, laicos empleados por la
Iglesia o por algún organismo católico reconocido, voluntarios que
participan en las actividades católicas, fieles laicos y el público, en
general. Para simplificar, sin embargo, encuadraré en esta declaración
sólo las desviaciones sexuales de los sacerdotes diocesanos.
Todas o casi todas las desviaciones sexuales que han desembocado en la
crisis presente consisten en actos llevados a cabo por sacerdotes; actos
que violan las leyes penales y convierten en víctimas a adolescentes y
jóvenes. Además de caer en tales crímenes, los sacerdotes quedan
implicados a veces en otras clases de abusos sexuales. Algunos cometen
crímenes sexuales contra mujeres menores de edad. Algunos acosan
sexualmente a menores de edad o a adultos de ambos sexos. Ciertos delitos
sexuales de los sacerdotes tienen que ver con pornografía dura, que
contiene imágenes lascivas de personas que parecen ser menores. Algunos
sacerdotes caen en actos sexuales consentidos que, sin embargo, son
abusivos ya que el sacerdote está pervirtiendo la relación con alguien
confiado a su cuidado pastoral o que trabaja bajo su dirección pastoral.
Aunque un caso de abusos sexuales no sea un crimen, es un mal moral
objetivamente grave. Los obispos deben desarrollar y aplicar planes
apropiados a cada clase de abuso sexual. En el punto de mira del Comité
estará, sin embargo, el comportamiento sexual criminal que implica a
menores. En esta declaración, sólo tocaré ésta y formas similares de
desviaciones que involucran a adultos sin su consentimiento. Para
referirme a este tema, en lo que sigue a continuación, usaré la frase:
“abusos sexuales de sacerdotes”...
Casos en proceso
Cada obispo debe crear una oficina diocesana para recibir y considerar
cada acusación o queja sobre abusos sexuales de sacerdotes y para
emprender las acciones apropiadas. A mi juicio, debería tenerse en cuenta
a parejas casadas fervorosas, que hayan criado a sus hijos, a la hora de
proceder a la creación de esta oficina para asegurarse de que las víctimas
--las víctimas potenciales y sus familias--, reciban el debido cuidado
pastoral y todo aquello a lo que tengan derecho. Quienes formen parte de
esta oficina deben ser fácilmente accesibles, y se deberá hacer público,
de modo amplio y regular a la manera en que se puede entrar en contacto
con ellos.
El obispo deberá pedir al público en general que lleve o envíe cada queja
o información sobre abusos sexuales de sacerdotes a la oficina señalada.
El obispo pedirá a todos los sacerdotes, religiosos, y empleados de la
Iglesia que informen puntualmente a esta oficina de cualquier caso de
abuso sexual de sacerdotes del que hayan tenido conocimiento, o del que
tengan fundadas razones para pensar que ha tenido lugar, y remitan a esta
oficina cualquier queja o información relevante que llame su atención (con
el debido respeto por el secreto de confesión). El obispo también
instruirá a los sacerdotes, religiosos, y empleados de la Iglesia sobre la
grave obligación moral que tienen de cumplir este requisito, e impondrá
una justa pena a quienes no lo hagan.
Algunas autoridades públicas y medios de comunicación intentan proteger de
publicidad indeseada a las víctimas de abusos sexuales y a sus familias.
Los obispos deben promover tales esfuerzos razonables para proteger la
privacidad, y quienes actúen en nombre de la diócesis deberán cooperar con
ellos. Sin embargo, la Iglesia es responsable no sólo de los verdaderos
intereses de las víctimas y sus familias sino también de los intereses de
Jesús y de cada uno de los que sufran futuros abusos sexuales de
sacerdotes. Por lo tanto, las preferencias de las víctimas o sus familias
por la privacidad no pueden justificar que un obispo, u otro que actúe en
nombre de la diócesis, limite la conveniente información para salvaguardar
intereses más amplios.
Si las leyes públicas relacionadas con la información sobre crímenes
requieren acciones moralmente inaceptables --por ejemplo, que un sacerdote
viole el secreto de confesión--, una política prudente prohibirá tales
acciones. Por otro lado, una prudente forma de actuar llevará a todo aquel
que represente a una diócesis a poner a disposición de los funcionarios
públicos toda la información que necesiten, para cumplir sus
responsabilidades relacionadas con los abusos sexuales de sacerdotes. Las
diócesis deben colaborar con los fiscales para clarificar estas
necesidades; los obispos deberán ocuparse de que siempre se resuelvan
puntual y completamente los requisitos legales, y que las necesidades de
información más allá de estos requisitos sean satisfechas en la medida de
las posibilidades. Nadie que se queje a la diócesis sobre abusos sexuales
de sacerdotes será disuadido para que no lleve su queja ante las
autoridades públicas. Una vez que la diócesis ha verificado una queja, se
debe animar a la víctima, o a quien tenga la competencia de actuar en su
nombre, a que coopere con las autoridades públicas y se les dará la ayuda
razonable para hacerlo.
En el momento en que se dé una acusación contra un sacerdote, tendrá que
entrevistarse con él.. Si las acusaciones son anónimas o no están
justificadas por ninguna evidencia o información específica y son negadas
por el sacerdote acusado, no darán lugar a ninguna acción posterior. No se
suspenderá a un sacerdote que niegue una acusación que necesite
investigación hasta que se llegue a una conclusión. Sin embargo, será
supervisado de cerca y se limitará, en la medida de lo posible, su acceso
a las víctimas potenciales. Esto requerirá a menudo el cambio temporal de
su trabajo.
Puesto que algunas acusaciones serán falsas o maliciosas, una prudente
política propiciará un proceso justo que investigue las acusaciones y
juzgue su verdad. Pero tal proceso puede requerir que un sacerdote acusado
permita a investigadores privados empleados por la diócesis que supervisen
su vivienda, sus posesiones y papeles. Para obtener evidencias de las
víctimas y de otras personas, se utilizarán procedimientos que permitan
conseguir datos veraces, exactos y completos del comportamiento relevante
del sacerdote y, al mismo tiempo, que no impongan una carga evitable a las
víctimas y/o a sus familias.
Algunas veces la investigación inicial y/o el eventual proceso dejarán
claro que un sacerdote acusado es inocente, que la acusación contra él era
falsa o maliciosa. Una prudente política hará que, en tales casos, se haga
pública la justificación del sacerdote acusado. A mi juicio, prácticamente
nunca debería llegarse a acuerdos legales entre la diócesis y acusados
cuando el obispo sabe que las acusaciones son falsas o maliciosas. Pero si
una diócesis tiene que llegar a un acuerdo en casos de acusaciones de este
tipo, el obispo no deberá ahorrar esfuerzo alguno para mitigar el
inevitable daño causado a la reputación del sacerdote inocente.
A veces, a pesar de la falta de evidencias suficientes para establecer la
culpabilidad de un sacerdote que niega una acusación, habrá elementos
significativos para sospechar de que miente. No se tratará a tal sacerdote
como culpable, y se protegerá su reputación en lo posible. Pero no sería
razonable ignorar la suspicacia remanente y, por ello, se supervisará de
cerca al sacerdote y se le asignará un cargo en el que el riesgo de causar
daños sea mínimo.
A menudo, las personas que admiten ser culpables de un único caso de
abusos, han cometido uno o más caso similares sobre los que generalmente
no dicen nada. Si un panadero concienzudo descubriera que uno de sus
empleados ha contaminado deliberadamente un solo pan, y uno de sus
clientes enfermara gravemente, avisaría a todos sus clientes para que
fueran rápidamente al médico ante cualquier síntoma. Puesto que los abusos
sexuales son, con diferencia, más perjudiciales que una comida indigesta,
un obispo no puede hacer menos cuando quede claro que uno de sus
sacerdotes se ha visto envuelto en un delito sexual.
Por lo mismo, una prudente política hará lo posible para informar exacta y
específicamente a todos los fieles cuyas almas habían sido confiadas al
cuidado pastoral de un sacerdote culpable de abusos sexuales. Muchos
jóvenes víctimas de delitos sexuales no dicen nada a nadie hasta que se
les pregunta. Por eso, los padres u otros personas deben ayudar a
identificar cualquier víctima adicional para proporcionarle el cuidado
pastoral apropiado. La preocupación por el bien de las almas de las
posibles víctimas adicionales está por encima de cualquier otra
preocupación --por ejemplo, la preocupación sobre la mala publicidad para
la diócesis o sobre la reputación del sacerdote culpable--. El cardenal
Bernard Law, arzobispo de Boston, lamenta ahora su política anterior de
secreto y afirma que «ahora somos conscientes dentro de la Iglesia y en la
sociedad en general de que el secreto impide con frecuencia el tratamiento
y pone a otras personas a riesgo» («The Necessary Dimensions of a Sexual
Abuse Policy», en «Origins», 31:45 [25 de abril de 2002]: 744).
Es necesario poner de manifiesto que la política de hacer público al
sacerdote delincuente sexual tendrá un efecto beneficioso. Los sacerdotes
valoran el respeto y el afecto de la gente a la que sirven y han servido.
La consideración de que un delito podría ser conocido por todos y cada uno
de quienes han estado alguna vez bajo su cuidado pastoral será un poderoso
motivo para que el sacerdote tentado resista a la tentación.
El delincuente
Asimismo, la primera preocupación del obispo que tiene que tratar con un
sacerdote culpable debe ser el bien del alma del sacerdote. Como Juan
Pablo II decía a los reunidos en el palacio apostólico el 23 de abril de
2002, «no podemos olvidar el poder de la conversión cristiana, esa
decisión radical de volver del pecado a Dios, que alcanza las
profundidades del alma de una persona y puede lograr un cambio
extraordinario». Por lo tanto, el obispo debe tratar al sacerdote culpable
con misericordia pastoral y buscar suavemente su arrepentimiento y el
compromiso sincero de evitar todo pecado grave y de vivir en perfecta
abstinencia. Se debe dar toda ayuda razonable a un sacerdote delincuente
sexual, incluyendo los servicios de adecuados profesionales de la salud
mental para comenzar una vida nueva y rehabilitada como miembro
responsable de la sociedad.
Sin embargo, el respeto a Cristo y la justicia debida a las demás
personas, que pudieran sufrir nuevos abusos sexuales, limitarán la ayuda
que puede prestar un obispo por un sacerdote que ha cometido un delito. Si
antes o después queda claro que un delincuente seguirá siendo una amenaza
para la sociedad, el obispo deberá hacer todo lo razonable para mitigar
esta amenaza. Además, a mi juicio, aunque un sacerdote sólo haya cometido
un único abuso sexual, no se le deberá confiar nunca más el ministerio
--con el debido respeto de la ley canónica-- y será secularizado, si es
posible, cuanto antes.
Cuatro consideraciones sobre esta postura
Primero, el abuso sexual de menores por parte de sacerdotes es
«considerado con razón un crimen por la sociedad, y es también un pecado
espantoso a los ojos de Dios» (Juan Pablo II, 23 de abril de 2002). Cada
uno de estos actos traiciona la responsabilidad de un sacerdote que actúa
en la persona de Cristo y promueve los beneficios salvíficos de los actos
de Jesús. Como afirmaba el Dr. Berlin: «Con razón el joven, al respetar al
sacerdote y al sentir que el sacerdote no le conducirá de manera
extraviada, está en una tremenda desventaja». Una vez que un hombre se ha
aprovechado de su sacerdocio para extraviar a un joven, hay razones para
temer que lo volverá a hacer. A menos que se confine al delincuente
confirmado en un convento, una clínica de reposo, o en una prisión de
forma permanente y segura, su tarea no evitará que entre en contacto con
menores y abuse de su sacerdocio para seducirlos. La única manera de
asegurarse de que un delincuente no abuse de su sacerdocio es
secularizarlo.
Algunos dirán: «Secularizar al delincuente por un único caso es un castigo
demasiado severo; la misericordia cristiana requiere que se le dé una
segunda oportunidad». Pero el objetivo de secularizar a los delincuentes
no es sólo el de castigarles por haber quebrantado la ley. El objetivo es
también, y ante todo, prevenir los males verdaderos y muy serios que
implican y son consecuencia de los abusos sexuales de los sacerdotes. La
severidad es necesaria para proteger y promover los verdaderos intereses
de Jesús y de la Iglesia. La así llamada misericordia hacia los
delincuentes es injusticia hacia los demás implicados. La así llamada
compasión para los delincuentes es, precisamente, crueldad para las
víctimas potenciales.
Stephen J. Rossetti, «La Iglesia Católica y el Abuso Sexual de Niños», en
la revista «America» (23 de abril de 2002), admite que alejar a los
sacerdotes que acosan de toda forma de ministerio, «es con certeza la
acción más segura para la Iglesia», pero, afirma en su contra: «Sin
embargo, ¿es la acción más segura para los niños? Cuando un sacerdote es
alejado de su ministerio, sale a la sociedad sin supervisión y quizá
incluso sin estar sometido a ningún tratamiento. Luego es libre de hacer
lo que le plazca». El razonamiento de Rossetti no es correcto. Los
sacerdotes delincuentes sexuales explotan su sacerdocio para cazar a sus
víctimas. Por otra parte, incluso si mantener a los delincuentes en el
ministerio podría reducir el riesgo de nuevos delitos --algo que no
comparto--, el acto de secularizarlos elimina ya de por sel riesgo de
muchos males espirituales que son la preocupación específica de los
obispos. Los sacerdotes que admitan o que sean encontrados culpables de
delitos sexuales no deberán ser despedidos sin tratamiento alguno; como he
dicho, se les debe ofrecer tanto el cuidado pastoral como el tratamiento
de adecuados profesionales de la salud mental. Además, como otros
ciudadanos responsables, los católicos, incluidos los obispos, pueden y
deben urgir a las autoridades públicas para que hagan más efectiva la
aplicación de la ley y la supervisión de todos los delincuentes sexuales.
En segundo lugar, la caridad también pide severidad para ayudar a
aquellos que son débiles pero que están dispuestos a resistir a la
tentación de dañar gravemente a otros y a sí mismos. La perspectiva de la
secularización motivará a algunos sacerdotes que experimentan tentaciones
a buscar ayuda, en vez de cometer cualquier delito sexual y disuadirá a
algunos de caer en la tentación. Aquellos que no busquen ayuda y no sean
disuadidos ante la perspectiva de la secularización, es muy probable que
dañen de nuevo a los jóvenes, pero «no hay lugar en el sacerdocio y en la
vida religiosa para quienes dañan a los jóvenes» (Juan Pablo II, 23 de
abril de 2002).
Tercero, al informar de los delitos sexuales de los sacerdotes a
las autoridades públicas y proporcionar información sobre sus conductas
erróneas con cualquiera que haya sido confiado a su cuidado pastoral, se
dañará su reputación y se limitará en gran manera sus posibilidades para
realizar un efectivo y completo servicio en la Iglesia. Secularizarlos y
ayudar a aquellos que están dispuestos a comenzar de nuevo puede ser mejor
para ellos que asignarlos a ministerios restringidos de modo permanente.
Cuarto, si los obispos hacen todo lo que razonablemente pueden para
prevenir los abusos sexuales de sacerdotes, incluida la rápida
secularización de los delincuentes, las víctimas y sus familias no tendrán
razón alguna para acusar a ninguna otra persona si no al propio
trasgresor. La evidente falta de complicidad del obispo diocesano y de los
demás sacerdotes tendrá dos buenos efectos. Primero, y el más importante,
las víctimas y aquellos que hayan sufrido daño moral y espiritual estarán
mucho más dispuestos a recibir un prudente y correcto cuidado pastoral, y
será más probable que se beneficien de ello y puedan ser apoyados en su
vida de fe. Segundo, las víctimas y sus familias tendrán menos motivos y
ninguna base para demandar a nadie si no es al infractor, con el buen
resultado de que los pleitos, si los hay, contra las diócesis, los obispos
y otros serán probablemente menos y se tratarán con mayor facilidad.
[Traducción del original en inglés realizada por Zenit]
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