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El País1 de junio de 2002

Por encima de las leyes

Gregorio Peces-Barba Martínez. Rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

La vieja tradición, tan antigua como el poder, de su origen divino y la construcción inicial por Bodino del concepto de soberanía como poder supremo y absoluto por encima de las leyes, fue superada en la modernidad desde la revolución liberal, que impuso la idea del Estado de derecho. Ya no era el rey quien hacía la ley, sino la ley quien hacía al rey. Hoy, incluso, la normofilia, el amor a las leyes, que desencadenó esa idea de su supremacía desde la Ilustración, se matiza y se profundiza, y más que de Estado de derecho se habla de Estado constitucional, donde el papel supremo lo desempeña la Constitución, norma de normas y que no reconoce superior. En las sociedades democráticas estas doctrinas inspiran un ordenamiento jurídico, y toda la cultura política y jurídica, sea cual sea su orientación ideológica, parte de esas premisas. La comunidad internacional, en Naciones Unidas o en los demás organismos de ámbito mundial o regional, asumen esas mismas ideas que hoy podemos considerar una opinión común. Origen democrático del poder, basado en el consentimiento y sometimiento al derecho, identifican hoy la legitimidad de ese poder y la justicia de ese derecho.

Sólo una discrepancia radical con este consenso aparece en el panorama teórico, desde los fundamentalismos religiosos, desde concepciones del bien comprehensivas y excluyentes que se consideran legitimadas para construir los grandes rasgos de la ética pública desde su verdad. La versión más extrema se presenta en el islamismo radical, que inspira modelos políticos como los de Irán, o de otras monarquías árabes como Arabia Saudita, y también ayudan a sostener a dictaduras más clásicas, como la de Irak. Quizás el modelo más ajustado a esta mentalidad de hegemonía eclesiástica sea Irán, donde existen elecciones democráticas, pero donde el poder resultante está sometido al control de los jefes religiosos, que son quienes deciden en última instancia.

Es un argumento generalizado explicar esas situaciones por razones históricas, ya que en esas culturas no han existido ni el Renacimiento ni la Ilustración. Así, no se han producido ni el proceso de liberación ideológica, que condujo a la secularización de las sociedades, ni el de liberación política, que desembocó en la democracia y en el Estado de derecho.

Sin matizar más este esquema, que supone explicar las razones de las diferencias que acabamos de señalar y que el concepto clave para los contenidos de la ética pública de la modernidad, los derechos humanos, tengan un origen europeo y atlántico, parece útil comprobar la situación de las iglesias cristianas en este problema.

Las grandes iglesias protestantes se han adaptado en la práctica, aunque la Iglesia de Inglaterra siga manteniendo en la teoría que la cabeza de la misma es la reina. La Iglesia católica mantuvo el rechazo de la modernidad hasta finales del siglo XIX, y no se reconcilió definitivamente con el liberalismo hasta la encíclica Pacem in Terris y el Concilio Vaticano II, con el tan querido Juan XXIII y el gran Papa que fue Pablo VI. Una corriente de autores, como Jacques Maritain, entre otros, ayudaron mucho con sus reflexiones a esa reconciliación. La vuelta con Juan Pablo II a la aplicación del principio 'la verdad nos hará libres', a la ética pública y la confirmación del tomismo como filosofía perenne, han supuesto una rectificación que no es ajena a alguno de los problemas que persisten. La diferente dignidad de creyentes y no creyentes que se desprende del agustinismo político, tan arraigado aún en la cultura de la Iglesia, o la desigualdad entre hombres y mujeres y entre jerarquía y fieles, son elementos decisivos en la persistencia del modelo premoderno. Desde febrero de 2001 rige una nueva Constitución en el Estado de la Ciudad del Vaticano que sigue sosteniendo, en su artículo 1º, que el Sumo Pontífice es el soberano y que ostenta la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Desde ese punto de vista interno se comprende que sea difícil defender todo lo contrario para el punto de vista externo, para la sociedad civil.

La peculiar situación de la vinculación de la unidad política, en el siglo XV en España, con la unidad de la fe y con la persecución de los heterodoxos, que se prolonga hasta bien entrado el siglo XIX y renace después de la victoria del levantamiento militar, en julio de 1936, agudiza el problema y aleja a la Iglesia católica española de otras como la francesa o la alemana.

En nuestro país existen muchos signos y muchos gestos de que algunos de los comportamientos fundamentalistas, como la creencia en el valor eminente e insustituible de sus verdades, la diferencia entre justos y pecadores, su superioridad frente a otras culturas, la desigualdad en el tratamiento de las personas -hombres y mujeres o jerarquía y fieles-, alimentan muchas reflexiones ex cátedra de la Iglesia, y también esa mentalidad de estar por encima de las leyes.

Un primer elemento que lleva a esas conclusiones es la forma de regulación de la Iglesia católica a través de un tratado internacional con un Estado soberano, al margen de lo establecido con carácter general para las demás iglesias y confesiones. Me refiero a los acuerdos sobre Asuntos Jurídicos, Asuntos Económicos, sobre Enseñanza y Asuntos Culturales y otros de 15 de diciembre de 1979. Ya aparece la Iglesia por encima de las leyes internas de España, rompiendo el principio de igualdad y sin ser mencionada siquiera en la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980. Esa forma de la relación y de la organización de la Iglesia católica española es difícilmente compatible con el principio de aconfesionalidad del artículo 16 de la Constitución, como lo es también que la enseñanza de la religión deba impartirse 'en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales'. La Iglesia ha obtenido una victoria amplia en este tema cuando la ministra Del Castillo ha accedido a que la enseñanza de la religión sea evaluable y a que tenga una alternativa de valores civiles. Es el triunfo del agustinismo político, tan presente en la cultura de la Iglesia católica, con la colaboración imprescindible del Gobierno, que acepta la división entre justos y pecadores, propia de la Ciudad de Dios, entre los niños y los jóvenes españoles, que estudiarán el camino de la santidad con el adoctrinamiento religioso o la convivencia civil para los que sólo ven el horizonte de este mundo pecador. Aquí ya los niños católicos aprenderán a estar por encima de las leyes, exentos de la miseria humana que explica la aparición de la espada que representa el derecho. Si esta rendición del Estado se consuma habremos dado en esta materia un paso atrás gigantesco.

Pero el incumplimiento y la ineficacia no alcanzan sólo al ordenamiento interno español, sino que se extienden a los propios acuerdos. La Iglesia, con la complicidad de los gobiernos democráticos españoles, entre ellos el socialista, silencia y enmascara la obligación de asignar menos dinero en los Presupuestos Generales del Estado cuando el porcentaje del rendimiento sobre renta o patrimonio que se asigne a la Iglesia pueda sustituirle. En más de veinte años, ni se ha intentado poner en marcha ni resolver la contradicción que permite a la Iglesia tener una doble vía de acceso al dinero público. La constante referencia a los acuerdos para el tema de la enseñanza es compatible con un silencio total en esta última cuestión.

Por supuesto que la Iglesia afirma el respeto a las leyes y al pluralismo político y que sin duda esa aceptación es sincera, pero se acompaña de algunas creencias muy arraigadas que desvirtúan u oscurecen ese acatamiento. Quizás una de las primeras es que la moralidad que alimenta y da vida al derecho es la de la moral cristiana y que su apartamiento '...amenaza con hacer del sistema democrático un esqueleto sin aliento moral que acabará derrumbándose por sí mismo'. Esta argumentación de Martínez Camino, secretario de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, en un artículo publicado en Abc en diciembre de 1998, se acompaña con referencias de apoyo a sus tesis del documento de los obispos españoles que titularon Moral y sociedad democrática, de febrero de 1996. Éste es un texto revelador de esos pensamientos subyacentes. Sólo citaré alguno de ellos: '...la libertad florece realmente cuando hunde sus raíces en la verdad del hombre...'; '...el núcleo de la verdad del hombre que la Iglesia anuncia es que todos estamos llamados a vivir según lo que somos: hijos de Dios y hermanos de nuestro prójimo'; '...También la libertad de Dios está arraigada en la verdad de su propio ser. Y así, a su imagen, es como llegamos nosotros a ser verdaderamente libres'. La vinculación que hace el texto con la libertad, basada en la verdad sobre el bien y el mal, deslegitima el valor del Estado democrático al afirmar que 'el que una ley haya sido establecida por mayoría o incluso por consenso no basta para legitimarla'; '...el legislador ha de atenerse al orden moral, tan inviolable como la misma dignidad humana, a la que sirven las leyes'. Es evidente que se abren brechas para estar por encima de la ley e incluso se afirma que 'una ley civil que, rebasando los límites de su competencia, contradiga la verdad del hombre, no reconociendo sus derechos fundamentales o incluso atropellándolos, carece de fuerza obligatoria y no sólo no debe ser obedecida, sino que, no teniendo propiamente el carácter de ley, crea la obligación de conciencia de resistirse a ella'. Rechazar y desobedecer se justifican en este documento por el respeto a los derechos humanos. Después de desconocerlos durante siglos y de negarlos teóricamente, en un juego de encíclicas que van desde la Mirari Vos (1832) a la Libertas (1880), ahora se trata de apropiárselos y buscar una explicación intelectual que no tiene nada que ver con su origen histórico real. Uno de los esfuerzos intelectuales más consistentes es el que ha hecho el cardenal de Madrid, monseñor Rouco Varela, en un reciente discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, donde fundamenta los derechos humanos en los derechos de Dios. Pero existe un problema serio para esos puntos de vista, y es que el análisis de la realidad histórica los desmiente absolutamente. En todo caso, de este bloque de razonamientos nace también una perspectiva doctrinal, no siempre consciente, pero muy relevante en la Iglesia, que justifica situarse al margen o por encima de las leyes. Detrás está siempre ese agustinismo político que desprecia al derecho y que considera que los justos no lo necesitan porque cumplen con creces sus mandatos. En una entrevista a san Agustín que reproduce la revista Alfa y Omega, en su número 148, de enero de 1999, escrito por Antonio Sacci, se dice, poniéndolo en boca del santo de Hipona, lo siguiente: '...Todos los reinos humanos no son otra cosa que grandes asociaciones para delinquir, una vez que han renunciado a la justicia. La verdadera justicia vive sólo en medio de aquel pueblo cuyo fundador y cabeza es Cristo'. Como se comprende, todos los católicos receptores de esta doctrina no verán, sin duda, a las leyes ni con admiración ni con respeto, sobre todo si la publica y apoya una llamada 'Fundación San Agustín', del arzobispado de Madrid, teniendo en cuenta el valor del principio de autoridad en el seno de la Iglesia.

Probablemente estos escenarios intelectuales y estas creencias profundamente arraigadas en la mentalidad de muchos eclesiásticos explican comportamientos de difícil comprensión en otras mentalidades. Les confieso mi estupor cuando tuve conocimiento de la ceremonia religiosa en una iglesia de Madrid, presidida por el cardenal Rouco, rezando para que un milagro evitase el cumplimiento de una sentencia firme de un tribunal contencioso, para derribar una parte del edificio de esa iglesia, construida ilegalmente. Incumplir la ley y el derecho en ese caso era injustificable, con los grandes argumentos de la ciudad de los santos, porque éstos habían infringido una norma urbanística. Aparecían al desnudo intereses terrenales defendidos con grandes argumentos. Una vez más los principios eran corrompidos por intereses, o, si se quiere, los intereses eran presentados como principios.

También, con este acercamiento, nos explicamos cómo la Iglesia y sus obispos pueden ser tan crueles a veces, vetando a profesores de religión por razones ajenas al contrato de trabajo, pero vinculados al principio 'la verdad nos hará libres'. La falta de interés en aplicar el ordenamiento español en esos temas, de la Constitución a las leyes laborales, parte de esa mentalidad de estar en la ciudad de los justos por encima de las leyes. El Gobierno y el Ministerio de Educación son cómplices en la construcción de un monstruo jurídico: un contratado pagado por el ministerio y que es designado por la Iglesia para su nombramiento y que es cesado libremente por la Iglesia, por razones ajenas a las legalmente establecidas. Solamente creyéndose por encima de las leyes se puede defender con tranquilidad una tesis tan aberrante. Pero la profundidad de esa mentalidad está tan extendida que algunos jueces, sin ruborizarse, dan por buenos esos criterios, sin comprender su papel y, como dicen los franceses, trabajando para el rey de Prusia.

Finalmente, aunque podríamos poner otros ejemplos, uno claramente revelador de esa mentalidad de sentirse por encima del derecho aparece cuando en una reciente reunión, otra vez el cardenal de Madrid, recuerda al Rey que es Su Majestad Católica, en la tradición cristiana de la Monarquía española, y todo eso en presencia del propio monarca. Para el cardenal, ni el carácter aconfesional del Estado ni la neutralidad religiosa de quien es el órgano que representa la unidad y la permanencia del Estado, ni la propia libertad religiosa, ni el respeto a la propia conciencia del Rey, ni a los valores constitucionales, son límite digno de ser considerado. Habla como si estuviera por encima de la Constitución y como si nuestro ordenamiento no fuera digno de respeto.

Hay dos mentalidades contradictorias e incompatibles, porque si se asume la democracia liberal hay que asumir también que ninguna concepción del bien, tampoco la de la Iglesia católica, puede ser el núcleo de la ética pública y, como dice Habermas, que el derecho y el poder democráticos no pueden ser juzgados desde la dialéctica del bien y del mal. Hacer eso compatible con el agustinismo político y con la idea de que la verdad moral que la Iglesia defiende debe ser la que inspire la ética pública, por encima de las mayorías y de la soberanía popular, es un imposible. Son dos concepciones incompatibles y, así, la afirmación de su aceptación de la democracia, de sus valores, de sus principios y de los derechos humanos, será pura retórica oportunista, que no merecen tantos y tantos cristianos que luchan por la dignidad de todas las personas, y tantos y tantos intelectuales creyentes que han luchado también por la compatibilidad entre el liberalismo político y la Iglesia católica.

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