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Nuestras raíces cristianas

Fernando Savater

 EL PAÍS |  Opinión - 04-07-2003                                                                                   

            La polémica en torno a si debe o no mencionarse destacadamente dentro de la nueva Constitución europea el papel jugado por "las raíces cristianas" en nuestra cultura puede suscitar diversas consideraciones de índole política, histórica y hasta filosófica: sin duda, la más melancólica de todas ellas es la constatación de hasta qué punto es general la ignorancia acerca de en qué consisten tales raíces..., sobre todo entre quienes las defienden con mayor entusiasmo. Por eso, la actitud más prudente y benévola es recomendar no meterse en berenjenales, apelar a lo que nos une y no a lo que nos separa, aconsejar que no se conviertan los preámbulos de un cuerpo legal ya controvertido por otros motivos en arena de confrontación teológica y, en fin, dejarlo correr. Europa no deberá ocuparse mañana de emprender nuevas guerras de religión, sino en curarse de una vez por todas de la religión de la guerra, cosa, por cierto, bien difícil. Ahora bien, la cuestión teórica de fondo es realmente interesante y quizá no resulte improcedente, más allá de las urgencias de la coyuntura actual, dedicarle una reflexión seria. Tanto más cuanto que tiene mucho que ver con el supuesto "choque de civilizaciones" de que se nos habla y que consiste más bien en un enfrentamiento entre ideologías teocráticas opuestas en el que Europa -precisamente por sus mentadas "raíces cristianas"- debería poder hacer oír una voz distinta e iluminadora.

Si no me equivoco del todo, los partidarios de la mención explícita del cristianismo en la constitución europea lo que pretenden es reforzar el peso político de las iglesias originariamente cristianas (primordialmente la católica) en el asentamiento de nuestras instituciones y en los valores consagrados por nuestras leyes y nuestra educación. Sin duda, no faltan razones históricas para ello, pero me pregunto si tal impregnación oficialmente clerical y dogmática de los poderes públicos es la única o siquiera la más relevante consecuencia de la revolución religiosa introducida por el cristianismo, primero en nuestro continente, y luego en el mundo entero. ¿No será más bien lo contrario? ¿No es lo realmente peculiar de la raíz cristiana la denuncia antijerárquica y anticlerical de la religión establecida como culto legitimador del poder terrenal, la cual ha dado paulatinamente lugar -tras perder su prístina virulencia- a una separación entre el gobierno civil de los ciudadanos y la fe en la verdad salvadora que cada uno de ellos podía alcanzar en su conciencia? Esta disociación falta casi universalmente fuera del ámbito europeo. Yendo un poco más lejos aún: ¿no tiene propiamente una raíz cristiana la secularización e incluso la incredulidad (tan denostadas por nuestros conservadores) de la época moderna?

Los paganos persiguieron a los cristianos por motivos religiosos: les acusaban de ateísmo, ni más ni menos. Sentían irritación y desconcierto ante la secta irreverente que no se limitaba a proclamar a su Dios, sino que negaba validez a todos los demás y derribaba con impiedad los altares ajenos, que eran precisamente donde se celebraban los cultos oficiales de la ciudad. Desde luego, los cristianos no eran religiosa ni políticamente correctos: el multiculturalismo pagano les resultaba ajeno, incluso pecaminoso. Y es que los cristianos introdujeron en Europa la pasión terrible y excluyente por la verdad. Sólo la Verdad es digna de creencia, de fe: una novedad magnífica y feroz. A los paganos no se les había ocurrido "creer" en sus divinidades al modo exhaustivo luego inaugurado por los cristianos (Paul Veyne escribió un libro muy interesante al respecto, ¿Creían los griegos en sus dioses?), más bien los consideraban emanaciones venerables de los lugares y actividades en que transcurría su vida. El afán cristiano por elevar la ilusión a verdad despobló de ilusiones teológicas menos eficaces el espacio social. Gracias a Constantino y al papado, la iglesia oficial resistió y asimiló en parte el embate subversivo, pero nunca se recuperó del todo de él. La pasión desmitificadora por la verdad siguió abriéndose camino y pasó de las catedrales a las universidades y de las celdas monacales a los laboratorios. El Dios que era la Verdad acabó con el resto de los dioses y luego la verdad se volvió letalmente contra él.

El concepto de secularización sólo se entiende en el mundo cristiano como su culminación ilustrada. Como señala en Straw dogs John Gray: "El secularismo es como la castidad, una condición que se define por lo que niega". Sólo la civilización cristiana, ya previamente purgada de divinidades y cultos locales, puede secularizarse. Y concluye Gray: "La consecuencia largo tiempo aplazada de la fe cristiana fue una idolatría por la verdad que encontró su más completa expresión en el ateísmo. Si vivimos en un mundo sin dioses, es a la cristiandad a quien debemos agradecérselo". Las raíces cristianas de Europa tienen hoy su más clara expresión en la ciencia que aniquila las leyendas piadosas, en la separación tajante del poder secular (y de la moral civil) de las injerencias clericales, en la proclamación de derechos humanos a los que se niega la sanción divina (por lo que fueron en sus orígenes condenados por el papado), en la educación general obligatoria que se rehúsa a oficializar como materias científicas las creencias religiosas y rechaza que sea la autoridad de los obispos la que designe a los profesores. Como todos estos avatares resultan un poco difíciles y bastante polémicos de condensar en un prefacio legal, Giscard y compañía parecen haber actuado prudentemente al no recogerlos en la constitución europea que proponen.

Ahora me parece oír alguna voz indignada que me pregunta: "Y entonces ¿qué habría que poner, según usted, en el preámbulo de la Constitución para ilusionar trascendentalmente a los europeos que van a acogerse a ella?". Pues nada que mire hacia el pasado, sino más bien algo que apunte -aunque sea con cierta inverosimilitud- hacia el futuro que podemos compartir. Por ejemplo, lo que propone James Joyce en su Ulises por boca de uno de los protagonistas de la novela: "Nada de patriotismo de cervecería ni de impostores afectados de hidropesía. Dinero gratis, alquileres gratis, amor libre e iglesia laica libre, y Estado laico libre". Todo ello con buenas raíces cristianas, por cierto, según mi modesto criterio.

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