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Texto enviado desde México para su publicación

El caso Marcial Maciel y la búsqueda de la transparencia. Entrevista con Alberto Athié

 Javier Sicilia

Non avete paura...!

Juan Pablo II

La denuncia que hace poco realizó el padre Alberto Athié en los medios de comunicación sobre los supuestos abusos sexuales por parte del padre Marcial Maciel ha sido mal interpretado por algunos sectores de la Iglesia católica, al grado de que lo han acusado de mentiroso y resentido. Con el objeto de restablecer el diálogo y comprender los motivos eclesiales que llevaron a Alberto Athié a salir en los medios de comunicación, Javier Sicilia le hizo la siguiente entrevista. Las reflexiones que el padre Athié hace en esta entrevista son muy importantes para situar la problemática por la que atraviesa la Iglesia católica de cara a la posmodernidad y a la sucesión papal y para generar un diálogo que haga eco de las palabras con las que Juan Pablo II dio inicio a su pontificado: “¡No tengan miedo de la libertad de los hijos de Dios!”.

La denuncia que hiciste del caso Maciel, una denuncia que ha estado latente desde hace varios años, ha polarizado las cosas dentro de la Iglesia mexicana, al grado que te han acusado no sólo de resentimiento, sino de que mientes. Esta actitud no está ayudando mucho al diálogo de lo que debe ser la Iglesia frente al mundo. ¿Cómo restablecer ese diálogo? ¿Cómo hacerle entender a ciertos sectores de la Iglesia que tu posición, y la de muchos católicos frente a este asunto, no es un ataque a la Iglesia, sino una búsqueda de purificarla a la luz de la verdad evangélica?

Para poder responder esta pregunta y lo que ella implica se necesita comprender la historia de este asunto, pues pareciera que, o esta noticia es totalmente extemporánea y saltó de repente sin ningún antecedente o que es un invento, nacido del odio o del resentimiento para dañar al `padre Maciel y a la Iglesia.

En lo que a mi se refiere, porque el caso es muy complejo y extenso en términos de años, esta historia tiene hasta el momento dos fases. La primera que va de 1994 al 2001 y que consistió en escuchar la experiencia del padre Fernández Amenábar y buscar la manera de que se me escuchara en la comunidad eclesial; la segunda (finales del 2001 al presente) que consiste en abrir a la opinión pública el tema, dentro y fuera de la Iglesia, por considerar injusta y antievangélica la respuesta que he obtenido al interior de la comunidad eclesial.

Ante todo, quiero decir que mi intención con este asunto no es ni atacar a la Iglesia ni tampoco purificarla. Lo único que estoy buscando es que en la comunidad que Jesús fundó para servir a la dignidad evangélica de toda persona humana se busque la verdad y la justicia y no se haga, por ningún motivo, acepción de personas.

Antes de escuchar lo que me dijo el padre Fernández Amenábar respecto del padre. Maciel en 1994, yo no sabía absolutamente nada del asunto ni conocía a ninguno de los implicados en él. Incluso yo fui el primer desconcertado al escucharlo y hasta pensé que estaba enfermo psicológicamente y estaba proyectando una problemática personal en su fundador-superior. Pero, como he dicho, mi papel como asistente espiritual no es verificar si lo que se me dice es verdad o no, sino ayudar espiritualmente al encuentro con Cristo, a la conversión, al perdón a la reconciliación y a la retribución del daño, que fue lo que sucedió. El padre Fernández perdonó, pero también me dijo: “pido también justicia”.

Fue hasta la celebración de la misa de cuerpo presente del padre Fernández en Gayosso de Sullivan que conocí a otros exlegionarios y cuando terminé la misa me dijeron que querían hablarme. José Barba se reunió conmigo para hablarme de todo lo que había sucedido y que pensaban salir a los medios para denunciar públicamente porque no eran escuchados en la Iglesia.

Yo mismo le pedí que no sacaran al público esos datos hasta no agotar todas las instancias internas porque haría mucho daño; le pedí también que me diera los testimonios escritos, y les dije que yo se los haría llegar al Papa a través de un obispo amigo (Monseñor Carlos Talavera). En una ocasión hablé también sobre este asunto con un sacerdote encargado de las causas de canonización y me dijo que dejara una constancia de mi testimonio en el archivo reservado de la Curia de mi diócesis y que hablara con mi obispo al respecto. Esa idea se quedó en mi mente y estaba esperando la ocasión para hacerlo.

La ocasión se presentó cuando el tema salió en los medios. Fui entonces a ver al Cardenal Rivera para ayudarle a tener una información más completa, pues el propio Cardenal había dicho ante los medios que todo era un complot y que incluso le habían pagado al reportero de La Jornada para que sacara la noticia en México. Como yo tenía un testimonio de alguien que había afirmado que el padre Maciel había abusado de él, me interesaba que el Cardenal lo supiera para que estuviera informado, pero no quiso escucharme.

Que la reunión con el cardenal Rivera se dio en ese momento tengo un testigo indirecto, el Dr. Rodrigo Guerra, a quien se le puede preguntar, a quien, además, el Cardenal conoce. Él sabe muy bien que el Dr. Guerra no inventaría algo así. Me reuní con él antes, para preparar la reunión y, después, para comentarla. Le dije, entonces, que el Cardenal no quiso escucharme, que yo tenía una cuestión de conciencia y que tenía que buscar la forma de que la comunidad conociera lo que se me había dicho.

Que el Cardenal no tiene registrado nada en la Curia, por supuesto, si ni siquiera me dejó terminar: “No entendiste que todo es un complot, no hay nada más de qué hablar”, me dijo y se levantó de su asiento.

Los sacerdotes sabemos muy bien que nuestra primera instancia en todos los asuntos es nuestro obispo y por eso acudí a él, pero no me quiso escuchar.

Buscando la posibilidad de dialogar y ver la manera de afrontar este asunto dentro de la comunidad, también fui a ver al representante de los Padres Legionarios en México, pero me dijo que ellos no tenían dudas al respecto y que no aceptaban lo que había dicho el padre Fernández Amenábar.

No fue sino hasta 1998 o 99 que -al escuchar al Nuncio Apostólico, Justo Mullor, quejarse de que los exlegionarios habían publicado una carta abierta al Papa en una revista y le pedían una cita- le comenté lo que me había pasado y que quería dejar una constancia por escrito. Entonces me sugirió que escribiera a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de esos casos; me sugirió, además, que le entregara personalmente la carta al cardenal Ratzinger contándole exclusivamente lo que me había pasado sin añadir juicios de valor al respecto. Hice lo que me indicó, pero no pude entregar la carta personalmente, sino a través de monseñor Talavera, quien me dijo que mi carta no tendría seguimiento, pues el cardenal Ratzinger le había respondido que no era prudente abrir el caso porque el padre Maciel era una persona muy querida del Papa y había ayudado mucho a la Iglesia.

Me quedé muy impactado con la respuesta del cardenal Ratzinger y no estuve de acuerdo en que el asunto terminara de esa manera. En toda esta fase, que duró de 1995 a 1999, nunca estuve de acuerdo en que se sacara al público el asunto hasta no agotar todas las instancias internas. Así me mantuve hasta el final con la intención de encontrar un espacio dentro de la comunidad para que nos escucháramos y buscáramos el perdón y la justicia.

Quiero, sin embargo, dejar claro que a lo largo de ese tiempo empecé poco a poco a experimentar en forma creciente el rechazo de mi obispo. Yo lo adjudico al conocimiento que tengo de este asunto y a algunos de los servicios que presté a la Conferencia del Episcopado, en particular a mis trabajos en las Comisiones de Pastoral Social y para la Paz y la Reconciliación en Chiapas, y a mi coordinación en la elaboración del material del documento Del encuentro con Jesucristo a la Solidaridad con Todos. En la Secretaría de la Conferencia existen documentos que se hicieron circular en mi contra, incluso en las Asambleas Episcopales, durante el proceso de elaboración de dicho documento.

Hasta aquí la primera fase. La segunda fase comienza cuando, después de que al retirárseme intempestivamente de todos mis servicios al Episcopado y de que se me condicionó de manera indebida a recibir un cargo –por lo que tuve que consultar a varios obispos y al Nuncio Mullor para ver qué hacía al respecto- rechacé dicho cargo y sostuve mi petición de pedir un tiempo sabático. Se me otorgó y después de participar en dos mesas de transición del gobierno electo de Vicente Fox, me vine a Chicago en donde actualmente me encuentro.

Fue aquí, en Chicago, donde recibí un correo electrónico de reporteros del National Catholic Reporter diciéndome que tenían toda la información al respecto y que me quedaban dos opciones: o aceptar una entrevista y dar mi opinión o no darla, lo que redundaría en que ellos tendrían que corregir su publicación a través de cartas a la Editorial. Después de la respuesta del cardenal Ratzinger a monseñor Talavera, de enterarme que no se me iba a llamar para dar mi testimonio y que, además, la petición de abrir un proceso canónico por parte de los exlegionarios se congelaba en la misma instancia, sin que esa instancia diera ninguna respuesta, acepté dar la entrevista que salió publicada en diciembre del 2001. Lo hice con el fin de que la opinión pública se enterara de todo lo que había pasado al respecto en lo que a mí correspondía. Mi decisión de agotar todas las instancias correspondientes para que se abriera el caso había llegado a su término.

Pero cuando me enteré de lo que había sucedido en Estados Unidos por encubrir a sacerdotes que habían abusado de niños en los últimos 25 años; cuando me enteré que para salvar la imagen de la Institución y el prestigio de sus ministros los obispos y cardenales responsables habían encubierto esos delitos; cuando supe que ese ocultamiento había costado que más de 3,000 sufrieran abusos sexuales y que un solo sacerdote abusara de más de 130 niño durante el tiempo en que lo estuvieron cambiando de parroquias, consideré esta situación intolerable y antievangélica.

Para concluir, podría decir que por mi parte y por parte de los exlegionarios que afirman haber sufrido abusos del padre Maciel, la disposición y la búsqueda de diálogo ha existido durante años y existe todavía. Todo esto con la única intención de que, primero, se aclare la verdad; segundo, que la autoridad emita un juicio conforme a derecho; tercero, que se busque aplicar la justicia correspondiente y, por último, que reconstruyamos la comunión a través del perdón y la reconciliación.

Se trata de poner en práctica dentro de la Iglesia lo que nos ha dicho el Papa en sus mensajes sobre la Paz. En ellos afirma que no hay paz sin justicia, justicia sin verdad, sin memoria histórica y sin perdón. Pero como en todo diálogo, tiene que haber espacios e instancias para ello. Eso es lo que falta hoy en la Santa Sede con respecto al caso del padre Maciel. Nosotros no estamos difamando a nadie, a tal grado no difamamos que propongo que el padre Maciel -que afirma no temer nada, incluso delante de Dios, porque es inocente- pida que se abra el proceso para que se aclare la verdad En el supuesto de que yo haya sido manipulado por el padre Fernández Amenábar y se descubra la mentira en la que supuestamente me envolvió, pediré perdón públicamente al padre Maciel y a toda la comunidad del grave error que cometí y pediré que se me aplique la sanción correspondiente. Diálogo es la búsqueda incondicional de la verdad, es también la decisión de que se aplique la justicia necesaria a quien sea y la disponibilidad total al reencuentro, al perdón y a la reconciliación. No hay nada que temer.

Lo que no podemos admitir bajo ninguna circunstancia es que prevalezca la imagen de la Institución o el prestigio de sus ministros por encima de la dignidad de las personas, de sus derechos fundamentales y de la justicia que les corresponde. No podemos admitir como cristianos que, por no provocar escándalos, terminemos en una injusticia todavía más grande como la que sucedió en los Estados Unidos. Esta horrible injusticia se descubrió, lamentablemente, no porque la Iglesia de los Estados Unidos lo haya querido, sino porque ahí existen medios de presión y sistemas de administración de justicia más eficaces que en nuestro país.

La deteriorada salud del Papa Juan Pablo II hace pensar en la inminencia de la sucesión papal. ¿En qué sentido el silenciamiento del caso Maciel en el Vaticano buscan influir en este proceso?

Yo admiro muchos aspectos de la enseñanza y del testimonio del Papa Juan Pablo II. Pero me preocupa un aspecto que ha venido enfatizándose durante su papado, en particular en este largo período final. Me refiero al papel que juega la autoridad de este Papa y nuestra relación hacia él como miembros de la Iglesia católica. Todo pareciera que el único criterio de verdad y de fidelidad a Cristo y a su Iglesia se redujera a la fidelidad al Papa Juan Pablo II y a su enseñanza. En lo personal percibo que esta excesiva concentración en la figura de Juan Pablo II ha sido contraproducente y ha llevado a varias consecuencias en la vida eclesial; incluso ha dado origen a toda una eclesiología que habría que analizar con detenimiento en algún momento.

Diría que desde hace ya varios años la última y definitiva palabra se hace o se dice en nombre del Papa Juan Pablo II. La fidelidad pública a él es el criterio de autenticidad, doctrinal y pastoral, de los miembros de la Iglesia. Bajo ese criterio se podría decir que cualquiera que cuestione o critique algún aspecto de esa autoridad está casi fuera de la comunión eclesial, incluso es visto como sospechoso: “¿Estás o no estás incondicionalmente con el Papa?” La pregunta de fondo es entonces: ¿En qué consiste la pertenencia a la Iglesia?

En términos paulinos diría que se ha ido incrementando un error eclesiológico que se dio en la Iglesia de Galacia, pero con una connotación nueva. Actualmente no se trata de grupos distintos que, como en Galacia, se adhirieron a diversos líderes representativos de Cristo (yo soy de Apolo, yo de Pablo, yo de Cefas) y por ende pusieron en cuestión el significado de la comunión –lo que llevó a Pablo a mantener la trascendencia de Cristo respecto de sus apóstoles-, sino de un solo grupo que se afirma cómo el único representativo de Cefas, quien, a su vez, es el único que representa a Cristo. Este modelo opera dentro de la Iglesia en todos los niveles bajo ese criterio.

A mí, cuando trabajé para la Conferencia Episcopal, me tocó ver en varias ocasiones la manera en que personas e indicaciones que venían directamente de la Secretaría de Estado en nombre del Papa se brincaban o sustituían la autoridad de la Conferencia y su papel dentro del país, así como de la Nunciatura. En particular cabe destacar el papel que estuvo jugando Monseñor Prigione en sus diversas visitas a México para encontrarse con personajes del gobierno, sin avisar ni a la Conferencia ni a la Nunciatura. A pesar de la petición explícita de la presidencia de la Conferencia Episcopal Mexicana (CEM ) de que no viniera y, si venía, por lo menos se les avisara, la respuesta fue contundente: “Monseñor Prigione irá cuántas veces se considere necesario para los asuntos que se le encomienden sin necesidad de consultar a nadie”. Por otro lado, me tocó ver cómo, desde México, un grupo de obispos y cardenales acudía (y creo que todavía acude) directamente a la Secretaría de Estado sin consultar a la Nunciatura.

En este sentido, si vemos lo que ha sucedido en el último período del papado, la discusión se ha centrado cada vez más en, si, debido a su estado de salud, el Papa es capaz o no de gobernar a la Iglesia. Quienes tienen el sentido del papado como un ministerio al servicio de Cristo y de su Iglesia, dicen que en cuanto el Papa no pueda gobernar debe ceder su lugar al que sigue, obvio. En cambio, para quienes han visto en Juan Pablo II al prototipo de Papa por excelencia, él deberá gobernar hasta el último día en el que Cristo decida tenerlo entre nosotros, pues corresponde a Cristo esta decisión y cualquier cuestionamiento a su misión hasta el final es visto no sólo como un insulto sino como una lucha por el poder.

Detrás de esta especie de respeto a la autoridad del Papa, se ha ido consolidando y posicionando un grupo que, en nombre de la absoluta e incondicional fidelidad a Juan Pablo II, prácticamente maneja todas las decisiones de gobierno. La preocupación principal de este grupo no es quién será el sucesor de Pedro sino cómo y quién va a darle continuidad al papado de Juan Pablo II. Por ello buscan colocar y apoyar a aquellos que, según ellos, reúnen los requisitos para dicha continuidad.

Podríamos decir, entonces, que la Iglesia católica está atravesando un momento en el que debe redefinir su modo de estar en el mundo y de anunciar la Buena Nueva. Esta redefinición implica la ruptura del modelo en el que la Iglesia cristalizó en Occidente: una jerarquía fuerte, un centralismo administrativo, una relación conflictiva con el Estado con el que hacía pactos o concordatos que redundaba en privilegios.

Otra de las consecuencias eclesiológicas de esta centralización en la figura del Papa Juan Pablo II es el énfasis en la autoridad jerárquica de la Iglesia, en particular la papal y, por ende, en la primacía de la institución, de su unicidad y uniformidad, todo ello en medio del complejo fenómeno de mundialización de la humanidad -que es la acelerada interrelación de las diversidades y contrastes- pero fuertemente condicionado por un único modelo tecnoeconómico que es la globalización.

A este respecto, la pregunta es, ¿hasta dónde la Iglesia está contribuyendo a la mundialización de la humanidad -y por ende a afirmar y construir una unidad que implique y asuma la diversidad, la diversificación y la superación de los contrastes injustos como dato teológico y soteriológico- o más bien está contribuyendo a la globalización de la misma, es decir, a la uniformización y univocidad del mundo bajo una única autoridad y un solo grupo fiel y representativo de la misma en todas partes? En este contexto, en el que la Iglesia se ha identificado tanto con Occidente, la gran cuestión de fondo será siempre esta: cuando anunciamos la Buena Nueva, ¿estamos difundiendo el Evangelio o la religiosidad colonialista que emana de la cultura occidental? Hoy más que nunca esta pregunta es absolutamente necesaria.

Pero también diría que, en lo que se refiere a Occidente, la Iglesia católica está empezando a pagar una deuda que tenía pendiente. Si durante casi todo el siglo XX aprendió a tomar distancia de los poderes políticos y asumió la doctrina y la lucha en favor de los derechos humanos contra los estados totalitarios, hoy le toca abrirse, como todas las instituciones, al tema de los derechos humanos y ser valorada también por su respeto y promoción incondicional a dichos derechos al interior de sí misma. En otras palabras, diría que la Iglesia está llamada a superar una especie de totalitarismo e impunidad religiosa para poder abrirse a un mundo cada vez más complejo, pero también más consciente de los derechos humanos de las personas y de la diversidad de culturas y formas de organización.

Hay que reconocer que se trata de un fenómeno nuevo en la historia de la autoridad de la Iglesia: rendir cuentas ante otras autoridades que ya no son despóticas, ante la comunidad eclesial, incluyendo la laical y, sobre todo, ante la conciencia de la humanidad.

En términos teológicos, hasta ahora la autoridad de la Iglesia en el mundo sólo rendía cuentas a Dios y dentro de ella; los obispos en la actualidad sólo le rinden cuentas al Papa, quien a su vez no le rinde cuentas a nadie más que a Dios. Esta mentalidad refleja todavía un concepto de soberanía absoluta por parte de la autoridad eclesiástica y papal.

Esto, en la materia que concierne a su ministerio lo podrían aceptar quienes se adhieren a esa doctrina, pero no quienes no la comparten y, mucho menos en materia de justicia y de derechos humanos, porque eso se puede prestar a la interpretación de que la Iglesia puede hablar a todos los poderes del mundo del respeto a los derechos humanos e incluso denunciar situaciones de violación a dichos derechos y hasta buscar derrocar poderes en nombre de dichos derechos, pero a ella nadie le puede pedir cuentas en esa materia porque ella sólo le rinde cuentas a Dios. Esto no puede ser.

Los casos de violación a religiosas en África por parte de sacerdotes y el que algunas de ellas hayan sido forzadas a abortar, los de abuso y violación a niños en Estados Unidos y en Oceanía y, en todos los casos, las conductas institucionalizadas de encubrimiento por parte de las autoridades eclesiásticas para salvaguardar la imagen de la Institución, el prestigio de sus ministros y evitar el escándalo, prenden un foco rojo en el tema de los derechos humanos al interior de la Iglesia. La manera en que se ha buscado resolver internamente este asunto se traduce hoy internamente en arbitrariedad e impunidad por parte de quienes detentan la autoridad, y externamente, en encubrimiento y complicidad de delitos graves frente a las autoridades civiles.

Si algo aprendí del magisterio del Papa Juan Pablo II es que la persona humana, todas y cada una, sin excepción, su dignidad y derechos fundamentales, están por encima de todas las estructuras, incluyendo las religiosas; y que las estructuras están al servicio de las personas. Ha llegado el momento en que las autoridades de la Iglesia católica, como las de todas las religiones del mundo, tendrán que rendir cuentas ante autoridades competentes, de violaciones a derechos humanos dentro de sus estructuras. La normatividad interna de la Iglesia se tendrá que ajustar, en materia de delitos, con las leyes civiles. ¿Cómo compaginar esto con la teología del sufrimiento y de la obediencia absoluta como signos del compartir la cruz y la obediencia de Cristo? Es un tema a profundizar.

¿Cómo está viviendo toda esta realidad la Iglesia mexicana? ¿Qué cambios se necesitan? ¿Cómo repercute todo esto en el proceso democratizador que vivimos?

La Iglesia mexicana vive todo esto, en parte, como lo están viviendo todas las iglesias en el mundo y, en parte, a su modo. No se vale apelar al barato nacionalismo mexicano que afirma que lo que pasa en el mundo no pasa en México y que nosotros tenemos nuestra propia y única historia. Las realidades de abuso sexual y de encubrimiento existen, en menor grado, pero el contexto sociocultural y jurídico en materia religiosa hace mucho más complejo y difícil hablar de estos temas y, sobre todo, canalizarlos pastoral y jurídicamente para encontrarles una solución adecuada.

Cabe resaltar que analizando lo que ha sucedido en México sobre el tema a través de los medios, lo que más impacta y escandaliza a muchas personas que tienen capacidad de influir en la sociedad es que se hable de estos temas y que se trate de analizarlos. No les importa si son ciertos o no y, en su caso, qué se puede hacer para resolverlos. Como ya lo mencioné en otro artículo, como estas cosas no deben ser entre los sacerdotes no pueden existir en la realidad y por tanto, por principio, aquella persona que hable de esto automáticamente está difamando, es un traidor y un conspirador. De ahí que, como ya ha sucedido, de lo que se trata finalmente es de controlar los medios (por presión o por autoridad económica o moral –incluyendo la de la Secretaría de Estado-) para que no saquen noticias que pueden escandalizar al pueblo mexicano.

¿Cómo entender que personas católicas con una fuerte formación moral y movimientos laicales comprometidos intransigentemente con el derecho a la vida, sin estudiar a fondo si hubo o no violación a la ley moral y un delito contra niñas y niños, fundándose en el consecuencialismo ético (condenado por el Papa en la Veritatis Splendor) y en la a-priorística teoría de la conspiración, acusen inmediatamente de difamación y de complot a miembros de la comunidad que apelan a un proceso canónico para que la autoridad defina en términos de justicia si hubieron o no violaciones de derechos humanos a niños y si se han violado otras normas civiles y canónicas?

En este sentido, la primacía de la Institución y de sus autoridades como algo intocable es mucho más fuerte, culturalmente hablando, en el pueblo mexicano. Pero esta cultura de la primacía de la Institución y de sus autoridades como algo intocable también la tienen las autoridades civiles por razones históricas. No hay que olvidar que, en toda nuestra historia, nunca hemos podido consolidar una democracia en nuestro país. Hemos tenido procesos democratizadores y hasta transiciones democráticas (las últimas: Madero principios del siglo XX y Fox finales del mismo y principios del XXI), pero nunca hemos podido consolidar una democracia como forma normal de vida de nuestra Nación. ¿Por qué?

Porque el problema de la democracia en México es, en primer lugar, un problema cultural y tiene mucho que ver con la manera en la que como mexicanos entendemos y ejercemos la autoridad (entre caudillos y caciques en palabras Krauze).

Construir y consolidar una cultura democrática en México, como lo descubrimos en el proceso de consulta para la elaboración del documento de los obispos, implica pasar de una cultura del derecho de Estado (es decir, de la primacía de las instituciones y poderes sobre las personas a quienes se les “otorgan” garantías, cfr. Artículo 1º de la Constitución) a una cultura del Estado de derecho en el que la primacía la tienen las personas y sus derechos, y en el que las instituciones y poderes están al servicio de las personas, reconocen sus derechos como inmanentes e inalienables y garantizan el ejercicio real de esos derechos.

Por eso, como una de las conclusiones a las que llegué después de la consulta para el documento fue que la democracia en México no se daría sin la Iglesia católica, una de las instituciones más fuertes y arraigadas en la cultura de las y los mexicanos, pero que tampoco se daría con la Iglesia católica como está, pues, culturalmente hablando, fortalece todavía la idea de la primacía de la Institución y de la autoridad sobre las personas y sus derechos fundamentales. Y esta tendencia se está acentuando más y más con la visión eclesiológica que hoy se está difundiendo como la única posible.

Esto lo vivimos plásticamente durante el proceso electoral cuando supimos que grupos que se consideraban los verdaderamente representativos de la autoridad del Papa Juan Pablo, estuvieron moviéndose aquí y en Roma para dar mensajes a través de los medios y para convencer a algunas autoridades y a la sociedad que México no estaba todavía preparado para la democracia y que no había que dar ninguna señal de la posibilidad real de un cambio político. Esta fue la lectura que le dieron a Mons. Sandri, quien la buscó aplicar en su breve y efímera presencia como Nuncio Apostólico en México, negándose a recibir a Fox y recibiendo oficialmente a Labastida, lo que resultó, políticamente hablando, un verdadero fracaso. La democratización en México es mucho más compleja que procesos electorales limpios y acuerdos entre poderes y partidos.

Termino citando en mis palabras una frase de Jean Meyer en su artículo sobre el sinarquismo en México: Hay que investigar más acerca de las dimensiones políticas de la religión y de las dimensiones religiosas de la política

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