EL PAÍS, Domingo, 30 de septiembre de 2001 |
MANUEL VICENT
Rostros
He
conocido a algunos asesinos antes de que cometieran el crimen. Ninguno
tenía el rostro apropiado. Uno de ellos solía tomar un inocente granizado
todos las mañanas en la mesa de al lado, en una terraza del puerto bajo
los plátanos y realmente era un tipo muy simpático que después de
saludarme con un buenos días nos dé Dios siempre me hablaba de cosas
agradables: de la forma de preparar el pulpo a la brasa, de lo superdotada
que era su nieta con el ordenador, de los tomates nuevos que acababan de
llegar al mercado. También me notificaba cada día el estado de la mar y lo
describía como si se tratara del carácter voluble de una mujer. Hoy la mar
se ha levantado suave. Esta tarde puede que se ponga brava. Por la noche
se volverá a tender. Este asesino tenía un rostro ancho y pacífico como de
profesor jubilado de lenguas muertas, con la calva peinada. Aquella
mañana, después de tomarse el granizado con toda naturalidad, se citó con
un viejo conocido en su huerto de limoneros donde había escondido
previamente el arma y mientras el otro ponderaba el esplendor de la fruta
acariciándola con ambas manos le pegó dos escopetazos en la cervical.
Enterró a la víctima al pie de un frutal y luego pidió rescate a la
familia. Cuando la policía se lleva a un criminal que ha cometido un
delito de sangre, por muy horrible que sea, el portero, los vecinos de
escalera y los tenderos del barrio suelen comentar que el individuo
parecía muy buena persona, que era cariñoso con los niños, que no hacía
ruido en la casa. Nadie tenía motivos de queja. A mí me pasó igual.
También yo tuve que confirmar que el asesino del limonar era un hombre
encantador e incluso muy generoso conmigo, puesto que varias veces le
había dicho al camarero, oiga, a este señor no le cobre. Después de la
hecatombe del 11 de Septiembre este grado de confianza en los rostros ha
terminado. Ahora todo el mundo tiene cara de sospechoso y será el miedo de
los demás el que decida si eres o no culpable en un juicio sumarísimo que
se celebrará a cualquier hora del día y de la noche en todos los
controles. Ante la ola de terror químico que se avecina, todos tenemos el
rostro apropiado de fumigador satánico o de hombre del maletín atómico, si
bien llevará desventaja quien posea rasgos de árabe iluminado o exhiba en
la foto del carné cristiano las cejas demasiado juntas. En adelante estará
absolutamente prohibido llevarse sorpresas de lo que pase.
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