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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI DURANTE LA
VISITA AL PRESIDENTE DE ITALIA, CARLO AZEGLIO CIAMPI, EN EL
PALACIO DEL QUIRINAL
Viernes 24 de junio
de 2005
Señor presidente:
Tengo la alegría de devolverle,
hoy, la visita cordialísima que usted, en su calidad de jefe del Estado
italiano, quiso hacerme el pasado día 3 de mayo con ocasión del nuevo
servicio pastoral al que el Señor me ha llamado. Por eso, deseo ante todo
darle las gracias y, a través de usted, agradecer al pueblo italiano la
cordial acogida que me ha reservado desde el primer día de mi servicio
pastoral como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Por mi
parte, aseguro ante todo a los ciudadanos romanos, y también a toda la
nación italiana, mi compromiso de trabajar con todas mis fuerzas por el
bien religioso y civil de los que el Señor ha encomendado a mi solicitud
pastoral.
El anuncio del Evangelio, que en comunión con los
obispos italianos estoy llamado a realizar en Roma y en Italia, no sólo
está al servicio del crecimiento del pueblo italiano en la fe y en la vida
cristiana, sino también de su progreso por los caminos de la concordia y
la paz. Cristo es el Salvador de todo el hombre, de su espíritu y de su
cuerpo, de su destino espiritual y eterno, y de su vida temporal y
terrena. Así, cuando su mensaje es acogido, la comunidad civil se hace
también más responsable, más atenta a las exigencias del bien común y más
solidaria con las personas pobres, abandonadas y marginadas.
Recorriendo la historia italiana, impresionan las innumerables
obras de caridad que la Iglesia, con grandes sacrificios, ha puesto en
marcha para aliviar todo tipo de sufrimientos. Por esta misma senda la
Iglesia quiere proseguir hoy su camino, sin buscar el poder y sin pedir
privilegios o posiciones de ventaja social o económica. El ejemplo de
Jesucristo, que "pasó haciendo el bien y curando a todos" (Hch 10,
38), es para ella la norma suprema de conducta en medio de los pueblos.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado italiano se fundan en
el principio enunciado por el concilio Vaticano II, según el cual "la
comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en
su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están
al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres" (Gaudium
et spes, 76). Este principio ya estaba presente en los Pactos
Lateraneses, y después fue confirmado en los Acuerdos de modificación del
Concordato.
Así pues, es legítima una sana laicidad del Estado, en
virtud de la cual las realidades temporales se rigen según sus normas
propias, pero sin excluir las referencias éticas que tienen su fundamento
último en la religión. La autonomía de la esfera temporal no excluye una
íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que derivan de
una visión integral del hombre y de su destino eterno.
Me complace
asegurarle a usted, señor presidente, y a todo el pueblo italiano, que la
Iglesia desea mantener y promover un espíritu cordial de colaboración y
entendimiento al servicio del crecimiento espiritual y moral del país, al
que está unida por vínculos particularísimos, que sería gravemente dañoso,
no sólo para ella sino también para Italia, intentar debilitar y romper.
La cultura italiana está íntimamente impregnada de valores
cristianos, como se aprecia en las espléndidas obras maestras que la
nación ha producido en todos los campos del pensamiento y del arte. Mi
deseo es que el pueblo italiano, no sólo no reniegue de la herencia
cristiana que forma parte de su historia, sino que la conserve celosamente
y haga que continúe produciendo frutos dignos de su pasado. Confío en que
Italia, bajo la guía sabia y ejemplar de quienes están llamados a
gobernarla, siga cumpliendo en el mundo la misión civilizadora por la que
tanto se ha distinguido a lo largo de los siglos. En virtud de su historia
y de su cultura, Italia puede dar una contribución valiosísima
especialmente a Europa, ayudándole a redescubrir las raíces cristianas que
le han permitido ser grande en el pasado y que aún hoy pueden favorecer la
unidad profunda del continente.
Como usted, señor presidente,
puede comprender bien, no pocas preocupaciones acompañan este inicio de mi
servicio pastoral en la cátedra de Pedro. Entre ellas quisiera señalar
algunas que, por su carácter universalmente humano, no pueden dejar de
interesar también a quien tiene la responsabilidad de los asuntos
públicos. Aludo al problema de la protección de la familia fundada en el
matrimonio, tal como la reconoce también la Constitución italiana (art.
29), al problema de la defensa de la vida humana desde su concepción hasta
su fin natural y, por último, al problema de la educación y
consiguientemente de la escuela, lugar indispensable para la formación de
las nuevas generaciones.
La Iglesia, acostumbrada a escrutar la
voluntad de Dios inscrita en la naturaleza misma de la criatura humana, ve
en la familia un valor importantísimo que es preciso defender contra
cualquier ataque encaminado a minar su solidez y a poner en tela de juicio
su misma existencia.
Por otra parte, en la vida humana la Iglesia
reconoce un bien primario, presupuesto de todos los demás bienes, y por
eso pide que se respete tanto en su inicio como en su fin, aun destacando
el deber de prestar adecuados cuidados paliativos que hagan que la muerte
sea más humana.
Por lo que respecta a la escuela, su función se
relaciona con la familia como expansión natural de la tarea formativa de
esta. A este propósito, respetando la competencia del Estado para
promulgar las normas generales sobre la instrucción, no puedo por menos de
expresar el deseo de que se respete concretamente el derecho de los padres
a una libre elección educativa, sin tener que soportar por eso el peso
adicional de ulteriores gravámenes. Confío en que los legisladores
italianos, con sabiduría, den a los problemas que acabo de
recordar soluciones "humanas", es decir, respetuosas de los valores
inviolables que entrañan.
Por último, expresando el deseo de un
progreso continuo de la nación por el camino del bienestar espiritual y
material, me uno a usted, señor presidente, al exhortar a todos los
ciudadanos y a todos los componentes de la sociedad a vivir y trabajar
siempre con espíritu de auténtica concordia, en un marco de diálogo
abierto y de confianza mutua, en el empeño de servir y promover el bien
común y la dignidad de todas las personas.
Señor presidente, deseo
concluir recordando la estima y el afecto que el pueblo italiano siente
por su persona, así como la plena confianza que tiene en el cumplimiento
de los deberes que su altísimo cargo le impone. Tengo la alegría de unirme
a esta estima afectuosa y a esta confianza, a la vez que lo encomiendo a
usted y a su esposa, la señora Franca, así como a los responsables de la
vida de la nación y a todo el pueblo italiano, a la protección de la
Virgen María, tan intensamente venerada en los innumerables santuarios
dedicados a ella. Con estos sentimientos, invoco sobre todos la bendición
de Dios, portadora de todo bien deseado.
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