HANS KÜNG HABLA SOBRE RATZINGER Y EL FUTURO

Últimas 9 páginas del libro LIBERTAD CONQUISTADA. MEMORIAS. Trotta, Madrid, 2003.

(Reproducción realizada para ATRIO contando con la benevolencia de la editorial y contando con que servirá para la difusión del prsente y sucesivo volumen de las Memorias de Küng).

 

¿Desfile por las instituciones?

Una breve carta dirigida personalmente al papa Pablo VI hubiera bastado para acabar con la acción del «Santo Oficio». Pero, naturalmente, en una carta así –siguiendo el sentido de los deseos papales expresados en la audiencia privada y en la carta de Pascua– habría tenido que dar «un signo» de girarme hacia la línea romana. «Deve dar un segno», «debe dar un signo», anotará más tarde el papa en mi acta ínquisitorial. Pero añadiendo algo que su sucesor polaco no respetará: «Ma procedere con caritá», «pero procédase con caridad». Lo que significa para el «Santo Oficio»: no con medidas disciplinarías.

Porque, en aquel 1967‑1968 ¿qué tenía yo que haber prometido? Signos de sometimiento, y adaptarme, corregirme, retractarme... Si no una capitulación total, sí, por lo menos, mantener obedientemente la boca cerrada («silentium obsequiosum») en los temas discutidos o tabúes. Como puede constatarse una y otra vez, penosamente, en los candidatos a obispo y en los obispos que se mudan de profesores o pastores católicos progresistas a dignatarios romanos conservadores y hasta reaccionarios. En otras palabras: ésa tendría que ser la manera de «ponerme al servicio de la Iglesia» (ya que no libremente, ahora por la presión de Roma). Como de forma bienpensante, pero con la estrecha visión romana, esperaba de mí este papa: no «sólo» al servicio de la Iglesia de Jesucristo, en el que estoy ya y que precisamente describo en mi libro de forma completa y detallada; sino al servicio de la Iglesia romana o, más exactamente, al servicio del sistema romano que la Curia domina y dirige desde el siglo XI. Entonces no sólo dejaría de tener dificultades con el «Santo Oficio», sino que podría como «romano» disponer de un camino, por lo menos tan rápido como otros, para cualquier puesto eclesiástico importante, privilegiado, en el norte o en Roma, tal vez hasta en el mismo «Santo Oficio», como otro teólogo de Tubinga1, el cual, sin llegar a establecerse del todo en Tubinga, volvió a decirnos adiós, ya al finalizar el semestre de verano de 1969, para marcharse a Regensburg. ¿Por qué?

Una y otra vez es objeto de especulaciones cómo un teólogo tan dotado, amable y abierto como JOSEPH RATZINGER pudo dar ese cambio: de teólogo progresista en Tubinga a Gran Inquisidor en Roma. Ratzinger mismo ha hablado siempre del camino recto que él ha seguido a partir de Tubinga. Lo que en eso hay de verdad, habrá que analizarlo con más detalle en algún momento más adelante. Ciertamente, aun con toda su amabilidad, este colega siempre algo distante y de fondo frío, ya en Tubinga tenía reservado para sí en su corazón bávaro algo así como un «pequeño altar doméstico» preilustrado, y se mostraba demasiado impregnado de la visión pesimista del mundo de Agustín y del descuido platonizante de Buenaventura hacia las cosas visibles y empíricas (al contrario que Tomás de Aquino).

El profesor HERMANN HÄRING, entonces asistente mío en Tubinga, en un agudo análisis de más de 200 páginas, señala cómo desde el principio han estado entremezcladas «Teología e ideología en Joseph Ratzinger» (2002). Ciertas cuestiones sencillamente no se las planteaba, frente a la exégesis moderna siempre era escéptico y a los argumentos históricos sólo atendía dentro de unos límites. En su «Introducción al cristianismo» (1967), de Tubinga, se conformó con una caricatura de los estudios contemporáneos sobre Jesús y mostró ya, a modo de indicios, las falsas interpretaciones, los subentendidos, las distorsiones y los enjuiciamientos de que era capaz, y que yo personalmente tendría ocasión de sufrir en mis propias carnes, con dolor, siete años más tarde con ocasión de su infame artículo sobre mi libro «Ser cristiano». Puede que Hermann Häring tenga razón cuando dice que yo sobrevaloré la disposición de cooperación de Ratzinger, al que en el fondo le gustaba mantenerse tapado y eludir el enfrentamiento directo. Menos en las ocasiones en que era inevitable, como en aquella reunión de facultad de 1968 en que, como decano, se enfrentó totalmente solo a sus colegas de especialidad que, todos, eran partidarios de una defensa solidaria ante el obispado de Rottenburg del profesor de pedagogía de la religión HUBERTUS HALBFAS, que había sido objeto de persecución. Me dejó perplejo la atravesada técnica argumental con que el retóricamente hábil Ratzinger fue rechazando las mociones a favor de Halbfas, sin preocuparse lo más mínimo por la coherencia de sus argumentos, en parte contradictorios.

Pero no fue esta discusión, que al final se demostró inútil a la vista del casi inmediato casamiento del sacerdote Halbfas, la que tuvo la culpa de que Ratzinger se despidiera de Tubinga, sino la revolución de los estudiantes del 68. Más de una vez los dos nos vimos impedidos en nuestras clases por sentadas de gente ajena a la asignatura que protestaba a voces. Lo que para mí quedó sencillamente como una serie de enfados esporádicos, en Ratzinger supuso, a todas luces, un choque duradero. No quería seguir en Tubinga un semestre más. Sobre todo le había afectado profundamente la actuación agitadora de un grupo revolucionario dentro de la parroquia de los estudiantes católicos, que quiso, mediante un nuevo reglamento, que el párroco quedara totalmente subordinado a la asamblea parroquial (a lo que nos opusimos todos). Desde entonces y hasta el día de hoy Ratzinger le tiene espanto a todos los movimientos «de abajo», sean comunidades de estudiantes, grupos de sacerdotes, movimientos de Iglesia popular o teología de la liberación...

Tras su marcha de Tubinga al cabo de tres años de armonía entre nosotros dos y su traslado a Regensburg bajo el ala del obispo Graber, la extrema derecha de la Conferencia Episcopal, comenzó sin duda el desfile de Ratzinger por las instituciones: arzobispo de Múnich y cardenal (1977), y luego prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1981). Seguro que el poder espiritual da también mucha satisfacción mundanal. Sólo que –se lamenta hoy–por su carrera eclesiástica tuvo que renunciar a una «Oeuvre», a una obra completa teológica. «Tu l’as voulu, Georges Dandin, tu l’as voulu» («tú lo has querido, Georges Dandin, tú lo has querido»), le respondería yo con Molière. Es de esperar que, a pesar de no contar con una «Oeuvre», no caiga en el olvido tan rápidamente como, por ejemplo, el también todopoderoso cardenal Merry del Val, secretario de Estado del antimodernista papa Pío X, o incluso el cardenal Ottaviani, de cuyo nombre, a pesar de sus muchos discursos y manifestaciones, no se acuerdan hoy ni siquiera los teólogos jóvenes.

¿Podía yo haber conseguido más «desfilando por las instituciones»? Siempre que sale la conversación de mis buenas relaciones personales con Pablo VI, de la audiencia privada y el posterior intercambio epistolar, los amigos me hacen una y otra vez la misma pregunta, que seguro que le vendrá a los labios a más de un lector de estas memorias: ¿no desaprovechó usted una gran oportunidad? Por eso, lo repito por última vez: en ningún momento he discutido que yo hubiera podido hacer algo dentro del aparato eclesiástico, como han demostrado después de Ratzinger, más o menos, los teólogos y más tarde cardenales Dulles, Lehmann, Mejía, Kasper, Tucci y otros amigos de la época del concilio. Pero en mi caso fue y sigue siendo verdad que, en las circunstancias dadas, de ninguna manera hubiera podido justificar esa deriva a través de las instituciones. No tengo envidia, y soy feliz por haber seguido mi conciencia. Porque en este tiempo se ha puesto de manifiesto el precio que han «pagado» mis amigos: ¿a qué han dicho sí y amén, mejor dicho, a qué han tenido que decir sí y amén todos y cada uno de ellos?

 

¿Decir sí y amén a todo?

 Ya nada más acabar el concilio me planteé la sencilla pregunta de si yo debía, podía, conformarme con todos los documentos doctrinales «emitidos» por Pablo VI con la vieja altivez absolutista romana –sin preocuparse en absoluto de la colegialidad del papa con los obispos solemnemente declarada por el concilio–, y que ahora molestan, enojan y atormentan a innumerables obispos y teólogos. ¿Debo darme por contento, como muchos de ellos, con mostrar en privado mi disconformidad y manifestarme en público de acuerdo? ¿Debo decir sí y amén (en hebreo, «así sea»), si hace falta a regañadientes y protestando y al final como un trágala?:

– ¿Sí y amén a la encíclica «Sacerdotalis coelibatus» (1967) sobre el celibato obligatorio? Ésta se empeña, de forma indignante, en utilizar las supremas verdades del evangelio para al final no poder probar lo que intentan probar: que los dirigentes de la Iglesia pueden convertir en ley obligatoria, que quita la libertad, lo que justamente según el evangelio debería ser una razonable vocación libre para el celibato.

– ¿Sí y amén al «Credo» del papa (1968)? Éste es promulgado por Pablo VI con el sello de origen típico romano, sin preguntarle a la Iglesia ni tan siquiera al episcopado, como el «credo del pueblo de Dios»; en él se olvida por completo la «jerarquía de verdades» establecida por el Vaticano II y se ponen al mismo nivel que afirmaciones centrales del mensaje bíblico problemáticas construcciones teológicas de la tradición romana.

– ¿Sí y amén a la encíclica «Humanae vitae» (1968) sobre el control de natalidad? Ésta pone de manifiesto, aun para una opinión pública mundial sorprendida, la debilidad y el retraso de la teología moral romana y lo peligroso de la ideología de la infalibilidad, y provoca dentro de la Iglesia católica una inaudita contestación, un éxodo de sus miembros y manifestaciones discrepantes de teólogos, obispos y Conferencias episcopales enteras.

– ¿Sí y amén al posterior Decreto sobre los matrimonios mixtos (1970)? Éste, tras todas sus protestas de ecumenismo, sigue delatando la actitud profundísimamente antiecuménica de la administración central romana, cuya mentalidad y estilo siguen dando pruebas una y otra vez de visión corta, testarudez y arrogancia, y a veces incluso de manías de superioridad.

¿Y así sucesivamente ... ?

Estas equivocadas decisiones posconciliares de Roma (y las correspondientes decisiones en cuanto a personal) han ocasionado infinito dolor a los creyentes católicos. Cualquiera que desempeñe tareas pastorales puede contar innumerables historias en este sentido. Ahora bien, junto con el sistema romano, el papa es también responsable personalmente de la miseria de la Iglesia que se prolonga hasta hoy: una moral sexual rigorista, el derrumbe pastoral por falta de sacerdotes, dificultades de entendimiento ecuménico y para la eucaristía en común, fracaso ante la catastrófica explosión demográfica y la epidemia de sida... ¿Decir a todo eso sí y amén? No, ¡no me es posible de acuerdo con mi mejor saber y en conciencia! Como teólogo católico no sólo no puedo identificarme con esta teología y política romanas, sino que, aun desde mi plena lealtad a la Iglesia e incluso al papa, debo oponerme a ellas. A la dictadura espiritual –de consecuencias asoladoras para un sinnúmero de gentes– hay que oponerse; al totalitarismo eclesiástico hay que contraponer la libertad de la conciencia, la libertad del cristiano.

Año 1968: es para muchos, dentro de la Iglesia, el año en que nace la «Loyal Opposition of His Holiness», la «leal oposición a Su Santidad». No para JOSEPH RATZINGER; al contrario: «Una carrera fulgurante. Y un espectacular cambio de bando –escribirá alguien con motivo de su 75 cumpleaños el año 2002–. Como teólogo y asesor de Frings perteneció a los ‘Jóvenes salvajes’ que combatieron el statu quo de la Iglesia, no ocultaban su aversión al poder absoluto del ministerio papal, defendían la libertad de la teología, se lamentaban de una excesiva piedad mariana como impedimento para la ecumene e interpretaban la tradición como una realidad que no estaba dada de una vez por todas, sino que debía verse en un contexto de desarrollo, de progreso y de conocimiento de fe... La ‘colegialidad’ se convirtió en una palabra clave de la vanguardia teológica, que concentraba sus críticas en el cardenal Alfredo Ottaviani, el estrictamente conservador jefe del Santo Oficio de entonces. Hoy Joseph Ratzinger ocupa su lugar, y se ocupa, como Ottaviani hace años, de la identidad de lo católico. En el Vaticano ¿ha traicionado el bávaro sus viejas convicciones?» (G. Facius, en «Die We1t» del 16 de abril de 2002).

Año 1968: tengo ahora 40 años y según las estadísticas he pasado ya la mitad de mi vida, o tal vez mucho más. 1968: no sólo la encíclica «Humanae vitae» y la ruptura de la confianza, que inicia una época, en el papa y en la Iglesia, sino también un corte en la historia de la humanidad en general, las revueltas de estudiantes desde California hasta Praga pasando por París y Berlín, una revolución cultural que puede sentirse también en la universidad de Tubinga. 1968: un corte que me permite interrumpir aquí mis memorias. El nuevo período que ahora comienza también en mi vida, las nuevas luchas y, finalmente, la cima dramática de mi enfrentamiento con Roma los relataré más tarde, en otro volumen. En mi lección de despedida en Tubinga, al jubilarme en 1996, diré: «No pude seguir otro camino, no sólo por la libertad, que siempre me fue querida, sino también por la verdad, que está aun por encima de mi libertad. Si lo hubiera hecho, eso pensé antes y eso pienso ahora, habría vendido mi alma por el poder en la Iglesia. Y lo que más desearía es que mi compañero de edad y camino Joseph Ratzinger, que escogió el otro camino, al mirar hacia atrás (y lo digo sin la menor sombra de ironía), aun con todo el dolor, pudiera ser tan feliz y estar tan contento corno yo».

El 16 de abril de 2002 Joseph Ratzinger celebra en el Vaticano, bajo las salvas (sólo de fogueo) de 400 soldados de montaña bávaros del Tegernsee, su 75 cumpleaños. De esta manera llega al límite para la jubilación fijado por el concilio. Pero sin preocuparse del espíritu ni de la letra de la norma conciliar, en la Curia se consideran por encima. Consiguen dispensas papales para seguir en el puesto, como si fueran insustituibles. El 19 de marzo de 2003, después de haber dejado mi cátedra a un sucesor en 1996, como es preceptivo, con 68 años, espero poder celebrar mi 75 aniversario en Tubinga. Y puedo asegurarlo ya: en mí fiesta de cumpleaños no habrá disparos; pero no faltará gente. El secretario general de la ONU Kofi Annan, con el que he colaborado últimamente en el manifiesto «Tendiendo puentes hacia el futuro» (2001), destinado a él y a la Asamblea general de Naciones Unidas (citado al comienzo de estas Memorias), ha aceptado mi invitación e intervendrá en la tercera conferencia de «Ética mundial» en la universidad de Tubinga... Todo, por supuesto, Deo bene volente (si Dios quiere).

 

Horizonte

El 23 de marzo de 2002, víspera del domingo de Ramos, me encuentro de nuevo, después de mucho tiempo, en Roma en la azotea del piso noveno de mi viejo Colegio Germánico, invitado por el rector padre GERWIN KOMMA SJ. Motivo: mi alumno, colega y amigo el profesor KARL‑JOSEF KUSCHEL va a dirigir mañana una impresionante meditación ilustrada con imágenes sobre el tema «Ecce homo», y al día siguiente yo pronunciaré una conferencia, en una «academia del colegio», no, no sobre política eclesiástica, sino sobre «Política mundial y ética mundial. El nuevo paradigma de relaciones internacionales».

Cae ya la noche sobre la ciudad y tengo ante mí, con el intenso arrebol de la tarde romana, el espectacular panorama que me es familiar con todas sus cúpulas y palacios. Más allá, con iluminación de fiesta, como una joya, la renovada iglesia de San Pedro. Por la mañana temprano, antes de que llegue la riada de gente, un antiguo alumno del Germánico, con conocimientos de historia del arte, nos va a enseñar la rejuvenecida Capella Sixtina. Una maravilla de colores, formas, figuras, gestos. Tanto bulle en mi interior:

MIGUEL ÁNGEL, de por sí escultor, se ha revelado aquí no sólo como un genial pintor sino también como un cristiano que quiso tener presentes en primera línea no a papas sino a la historia entera de la salvación, desde el grandioso inicio de la creación del mundo y del hombre hasta el misericordioso juicio final (¡el infierno como amenaza posible, pero nadie entra en él!). Una visión universal que incluye tanto a las sibilas de los «paganos» como a los profetas de Israel.

Plasmada con extraordinaria meticulosidad por él, el amigo de la poetisa Vittoria Colonna, a la que él había dedicado sus más importantes sonetos y en cuyo círculo de Viterbo, cuando prende entonces la Reforma, quiso a la vez seguir siendo católico y tener un modo de pensar evangélico. Mi ideal.

Juntamente con numerosos humanistas, teólogos, políticos, la «tercera vía», que perdió en el siglo XVI pero que vuelve a revivir y muestra su fuerza en el Vaticano II. Mi dirección.

Hasta hoy no está decidida la batalla del siglo, iniciada con este concilio, en torno a la verdadera figura de la Iglesia católica, de la ecumene, del cristianismo en general, en un momento en que los tiempos han cambiado radicalmente. Mi sufrimiento.

Y nadie sabe si tal vez en un par de años Iglesia y mundo no habrán mejorado. Mi esperanza.

Al volver a la casa donde viví y trabajé, sufrí y luché durante siete años, ¿no siento –me pregunta Karl‑Josef Kuschel– congoja? Al contrario: con toda naturalidad, me encuentro de nuevo «en casa», y me fijo con curiosidad en todo lo que sigue igual en la casa y en los usos y en todo lo nuevo. Y disfruto sencillamente estando aquí de nuevo: distinto y sin embargo el mismo que se despidió hace casi cinco décadas. Y después de todo lo que ha sucedido en este tiempo, recibido amistosamente por una nueva generación de alumnos del Germánico que, según se advierte, comparten con entusiasmo mis grandes preocupaciones. Es una experiencia que me ha sido dado vivir una y otra vez en todas las partes del mundo: tengo asegurada mi patria espiritual en la gran comunidad de fe cristiana, piensen lo que piensen al respecto el aparato y sus administradores. Me siento tan parte de ella como, en el terreno político, de la democracia (igualmente objeto de abuso y profanación). Es la manera en que puedo –desde una solidaridad crítica– hacer mía una gran historia y, a partir de ahí, vivirla con muchos otros.

De hecho, cuando miro hacia atrás a punto de cumplir mis setenta y cinco años de vida, ¿cómo no sentir una gratitud infinita? ¿Gratitud por haber conservado la libertad que, por felices circunstancias, digamos que me pusieron en la cuna? ¿Porque esa libertad civil se haya acrisolado como libertad de conciencia? ¿Porque se me haya permitido vivirla como libertad de cristiano? ¿Porque se haya preservado como libertad en la Iglesia y en la teología? Con toda la modestia que aprendí en mi niñez: en medio de la confusión y el extravío de los tiempos yo he podido afirmarme como un hombre, un cristiano y un teólogo libre. Libertad conquistada y al mismo tiempo regalada. Se entiende así que no pueda nunca cantar el «Alaba, alma mía, al Señor» sin emoción, sobre todo cuando se llega a las palabras «que te lleva segura en alas de águila, que te mantiene como a ti te conviene. ¿No lo comprobaste tú también?».

Sí, en contra de las apariencias yo he «comprobado» confiado siempre y en cada momento la realidad de Dios, el gran asunto de mi vida. Y, con todas mis experiencias y encuentros, mis sufrimientos y alegrías, se me ha permitido vivir hasta 1968 una vida de cuatro décadas plena, rica. Y entre luchas y conflictos, días buenos y malos, habrá todavía, en la segunda mitad de mi vida, una vida más plena, infinitamente rica.

Si entonces, en los años sesenta, me hubiera entregado al sistema romano y empleado en el servicio de una Iglesia mundial, me habría limitado al mundo de la Iglesia y no habría podido dedicarme tan intensamente a los temas de literatura mundial, religiones mundiales, paz mundial y ética mundial, como me he visto obligado a hacerlo «Dei providentia, hominum confusione», «por la providencia de Dios y la confusión de los hombres».

De todo ello se hablará en el segundo volumen, el cual, si Dios quiere, tratará de décadas en las que el acento se desplaza cada vez más de la libertad a la verdad: la verdad que, ésta es mi profunda convicción, sólo puede y debe predicarse, defenderse y vivirse en la veracidad. En los años siguientes se va a ver sometida a prueba mi veracidad, como en los anteriores mi libertad.

Con ocasión del Año Nuevo de 2002 un párroco católico suizo me escribe sobre el profeta Elías, que en el desierto desea para sí la muerte: «También para usted vale lo que le fue dicho al profeta Elías: Levántate, come y bebe; tienes todavía un largo camino por delante. Que Dios lo acompañe, le dé fuerza y lo mantenga cuando sople en su contra el duro viento de los adversarios, o hasta enemigos. ¡Destino de profeta!». ¡Ah, no! En mi caso, ¡destino de profesor!

 

NOTAS:

1. El primer encuentro intelectual entre Küng y Ratzinger se produce en 1962 cuando Ratzinger se apropia sin citarlo de una idea elaborada y publicada dos años antes por Küng: la Iglesia como concilio. A este incidente se refiere Küng en en el siguiente párrafo:

“Es (después de una buena recensión suya de mi «Justificación») un encuentro teológico algo decepcionante con Ratzinger, con el que, al comienzo del concilio, en Roma, me encuentro personalmente por primera vez en un café de la Via della Conciliazione. Se me presenta con amabilidad aunque tal vez con una postura no del todo abierta, y yo me comporto todo lo espontánea y directamente que puedo. A mí él me resulta más bien un «tímido» con cierta unción espiritual invisible; yo, a él, quizás un extrovertido de porte más mundano. Pero, en conjunto, un contemporáneo y coetáneo simpático con el que es posible hablar al mismo nivel sobre todos los temas que surgen. Para mí, ya en mi clase de presentación, hay otro aspecto del concilio que es importante: la colegialidad de toda la Iglesia, de las comunidades y también de los laicos”.

Posteriormente, en 1965, al quedar libre una plaza en Tubinga, Küng lo propone como único candidato a la junta de facultad. "A pesar de tener sólo 37 años de edad, goza de un gran prestigio como demuestra la carrera que lleva. Tiene su propia línea de investigación y a la vez está muy abierto a problemas del presente, condición para un buen trabajo en común. Al mismo tiempo durante el concilio me había parecido humano y simpático. Me parecía, pues, un combramiento ideal. (Cf Memorias, págs. 583 y ss.). VOLVER AL TEXTO