|
Volver a Atrio
Comentario
HOMILIA DEL
CARDENAL RATZINGER EN LA MISA POR LA ELECCIÓN DEL PAPA
18-04-2005
ZENIT,
18-04-2005
CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 18 abril 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció este lunes el cardenal Joseph Ratzinger,
decano del Colegio cardenalicio, en la misa que concelebró junto al resto de
los cardenales electores «por la elección del romano pontífice» en la Basílica
de San Pedro del Vaticano en la mañana de este lunes.
Isaías 61, 1 - 3a. 6a. 8b - 9
Efesios 4, 11 - 16
Juan 15, 9 - 17
En esta hora de gran responsabilidad, escuchemos con particular atención lo
que nos dice el Señor con sus mismas palabras. De las tres lecturas, quisiera
escoger sólo algún pasaje que nos afecta directamente en un momento como éste.
La primera lectura ofrece un retrato profético de la figura del Mesías, un
retrato que alcanza todo su significado en el momento en el que Jesús lee este
texto en la sinagoga de Nazaret, cuando dice: «Esta Escritura, que acabáis de
oír, se ha cumplido hoy» (Lucas 4, 21). En el centro de este texto profético,
encontramos una frase que, al menos a primera vista, parece contradictoria. Al
hablar de sí mismo, el Mesías dice que ha sido enviado «a pregonar el año de
gracia del Señor, el día de venganza de nuestro Dios» (Isaías 61, 2).
Escuchamos, con alegría, el anuncio del año de la misericordia: la
misericordia divina pone un límite al mal, nos ha dicho el Santo Padre.
Jesucristo es la misericordia divina en persona: encontrar a Cristo significa
encontrar la misericordia de Dios. El mandato de Cristo se ha convertido en
nuestro mandato a través de la unción sacerdotal; estamos llamados a promulgar
no sólo con las palabras sino también con la vida y con los signos eficaces de
los sacramentos «el año de la misericordia del Señor». Pero, ¿qué quiere decir
Isaías cuando anuncia el «día de venganza de nuestro Dios»? Jesús, en Nazaret,
al leer el texto profético, no pronunció estas palabras, concluyó anunciando
el año de la misericordia. ¿Fue éste quizá el motivo del escándalo que tuvo
lugar tras su predicación? No lo sabemos. De todos modos, el Señor ofreció su
comentario auténtico a estas palabras con su muerte en la cruz. «Él mismo
sobre el madero llevó nuestros pecados…», dice san Pedro (1 Pedro 2, 24). Y
san Pablo escribe a los Gálatas: «Cristo nos rescató de la maldición de la
ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura:
maldito todo el que está colgado de un madero, a fin de que llegara a los
gentiles, en Cristo Jesús, la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos
el Espíritu de la Promesa» (Gálatas 3, 13s).
La misericordia de Cristo no es una gracia barata, no supone la banalización
del mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su
fuerza destructora. El día de la venganza y el año de la misericordia
coinciden en el misterio pascual, en Cristo, muerto y resucitado. Esta es la
venganza de Dios: él mismo, en la persona del Hijo, sufre por nosotros. Cuanto
más quedamos tocados por la misericordia del Señor, más solidarios somos con
su sufrimiento, más disponibles estamos para completar en nuestra carne «lo
que falta a las tribulaciones de Cristo» (Colosenses 1, 24).
Pasemos a la segunda lectura, la carta a los Efesios. Afronta esencialmente
tres argumentos: en primer lugar, los ministerios y los carismas en la
Iglesia, como dones del Señor resucitado y elevado al cielo; a continuación,
la maduración en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, como condición y
contenido de la unidad en el cuerpo de Cristo; y, por último, la participación
común en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, es decir, la transformación del
mundo en la comunión con el Señor.
Detengámonos en dos puntos. El primero, es el camino hacia la «madurez de
Cristo», como dice, simplificando, el texto en italiano. Más en concreto
tendríamos que hablar, según el texto griego, de la «medida de la plenitud de
Cristo», a la que estamos llamados a llegar para ser realmente adultos en la
fe. No deberíamos quedarnos como niños en la fe, en estado de minoría de edad.
Y, ¿qué significa ser niños en la fe? Responde san Pablo: significa ser
«llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina» (Efesios
4, 14). ¡Una descripción muy actual!
Cuántos vientos de doctrina hemos
conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuantas
modas del pensamiento… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos
con frecuencia ha quedado agitada por las olas, zarandeada de un extremo al
otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinismo; del colectivismo al
individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del
agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo
que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende
a inducir en el error (Cf. Efesios 4, 14). Tener una fe clara, según el Credo
de la Iglesia, es etiquetado con frecuencia como fundamentalismo. Mientras que
el relativismo, es decir, el dejarse llevar «zarandear por cualquier viento de
doctrina», parece ser la única actitud que está de moda. Se va constituyendo
una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y
que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas.
Nosotros tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. Él es la
medida del verdadero humanismo. «Adulta» no es una fe que sigue las olas de la
moda y de la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada
en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos
da la medida para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y
la verdad.
Tenemos que madurar en esta fe adulta, tenemos que guiar hacia esta fe al
rebaño de Cristo. Y esta fe, sólo la fe, crea unidad y tiene lugar en la
caridad. San Pablo nos ofrece, en oposición a las continuas peripecias de
quienes son como niños zarandeados por las olas, una bella frase: hacer la
verdad en la caridad, como fórmula fundamental de la existencia cristiana. En
Cristo, coinciden verdad y caridad. En la medida en que nos acercamos a
Cristo, también en nuestra vida, verdad y caridad se funden. La caridad sin
verdad sería ciega; la verdad sin caridad, sería como «un címbalo que retiñe»
(1 Corintios 13, 1).
Pasemos ahora al Evangelio, de cuya riqueza quisiera sacar tan sólo dos
pequeñas observaciones. El Señor nos dirige estas maravillosas palabras: «No
os llamo ya siervos… a vosotros os he llamado amigos» (Juan 15, 15). Muchas
veces no sentimos simplemente siervos inútiles, y es verdad (Cf. Lucas 17,
10). Y, a pesar de ello, el Señor nos llama amigos, nos hace sus amigos, nos
da su amistad. El Señor define la amistad de dos maneras. No hay secretos
entre amigos: Cristo nos dice todo lo que escucha al Padre; nos da su plena
confianza y, con la confianza, también el conocimiento. Nos revela su rostro,
su corazón. Nos muestra su ternura por nosotros, su amor apasionado que va
hasta la locura de la cruz. Nos da su confianza, nos da el poder de hablar con
su yo: «este es mi cuerpo…», «yo te absuelvo…». Nos confía su cuerpo, la
Iglesia. Confía a nuestras débiles mentes, a nuestras débiles manos su verdad,
el misterio del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; el misterio del Dios que
«tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Juan 3, 16). Nos ha hecho
sus amigos y, nosotros, ¿cómo respondemos?
El segundo elemento con el que Jesús define la amistad es la comunión de las
voluntades. «Idem velle – idem nolle», era también para los romanos la
definición de la amistad. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os
mando» (Juan 15, 14). La amistad con Cristo coincide con lo que expresa la
tercera petición del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad así en la tierra como
en el cielo». En la hora de Getsemaní, Jesús transformó nuestra voluntad
humana rebelde en voluntad conformada y unida con la voluntad divina. Sufrió
todo el drama de nuestra autonomía y, al llevar nuestra voluntad en las manos
de Dios, nos da la verdadera libertad: «pero no sea como yo quiero, sino como
quieras tú» (Mateo 26, 39). En esta comunión de las voluntades tiene lugar
nuestra redención: ser amigos de Jesús, convertirse en amigos de Dios. Cuanto
más amamos a Jesús, más le conocemos, más crece nuestra auténtica libertad, la
alegría de ser redimidos. ¡Gracias, Jesús, por tu amistad!
El otro elemento del Evangelio que quería mencionar es el discurso de Jesús
sobre llevar fruto: «os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que
vuestro fruto permanezca» (Juan 15, 16). Aquí aparece el dinamismo de la
existencia del cristiano, del apóstol: os he destinado para que vayáis…
Tenemos que estar animados por una santa inquietud: la inquietud de llevar a
todos el don de la fe, de la amistad con Cristo. En verdad, el amor, la
amistad de Dios, nos ha sido dada para que llegue también a los demás.
Hemos recibido la fe para entregarla a los demás, somos sacerdotes para servir
a los demás. Y tenemos que llevar un fruto que permanezca. Pero, ¿qué queda?
El dinero no se queda. Los edificios tampoco se quedan, ni los libros. Después
de un cierto tiempo, más o menos largo, todo esto desaparece. Lo único que
permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la
eternidad. El fruto que queda, por tanto, es el que hemos sembrado en las
almas humanas, el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón;
la palabra que abre el alma a la alegría del Señor. Entonces, vayamos y
pidamos al Señor que nos ayude a llevar fruto, un fruto que permanezca. Sólo
así la tierra se transforma de valle de lágrimas en jardín de Dios.
Volvamos, por último, una vez más a la carta a los Efesios. La carta dice, con
las palabras del Salmo 68, que Cristo, al ascender al cielos, «subiendo al
cielo, dio dones a los hombres» (Efesios 4, 8). El vencedor distribuye dones.
Y estos dones son apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros.
Nuestro ministerio es un don de Cristo a los hombres para edificar su cuerpo,
el mundo nuevo. Vivamos nuestro ministerio de este modo, ¡como don de Cristo a
los hombres! Pero, en este momento, pidamos sobre todo con insistencia al
Señor que, después del gran don del Papa Juan Pablo II, nos dé de nuevo un
pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a
su amor, a la verdadera alegría. Amén.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
ZS05041820
Volver a Atrio
Comentario
|
|