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ÍNDICE
0. INTRODUCCIÓN DE MANUEL JIMÉNEZ REDONDO.
1. JOSEPH RATZINGER: LA CRISIS DEL DERECHO (1999).
2. JÜRGEN HABERMAS. FE Y SABER (2001).
3. JÜRGEN HABERMAS: POSICIONAMIENTO EN LA DISCUSIÓN SOBRE LAS
BASES MORALES DEL ESTADO LIBERAL (Enero 2004).
4. JOSEPH RATZINGER: POSICIONAMIENTO EN LA DISCUSIÓN SOBRE LAS
BASES MORALES DEL ESTADO LIBERAL (Enero 2004).
5. POSTDATA DE MANUEL JIMÉNEZ REDONDO.
0. INTRODUCCIÓN
DE MANUEL JIMÉNEZ REDONDO
El presente
dossier contiene dos
textos de Habermas y dos textos de
Joseph Ratzinger.
Ratzinger es un cardenal de la Iglesia Católica que es
prefecto de la "Congregación para la doctrina de la Fe", que antes
se llamaba "Santo Oficio", es decir, la Inquisición romana. Pero
eso de "inquisición" también me sonaba a mí en relación con
Habermas. El último libro que yo
traduje de Habermas fue "Facticidad
y Validez". Habermas sometió la
introducción que yo escribí al libro a un minucioso proceso de
censura ideológica, una vez que yo hube entregado todo el trabajo
de traducción, no antes. Habermasianamente
hablando, no era yo tan hereje después de todo, pues en definitiva
sólo desaparecieron unas treinta líneas de vagas referencias
críticas en las casi cincuenta páginas que tenía mi introducción.
E incluso cinco de esas treinta líneas eran palabras literales del
propio Habermas, que yo no
entrecomillé, expresando dudas sobre su propio procedimiento
argumentativo. También hube de borrarlas. A mí aquello me
soliviantó; quizá porque el secretismo del proceso y algunos de
los ingredientes de él hubiera hecho enrojecer incluso a algún
gobernador civil franquista. Apenas unos meses después, también
después de entregar yo el trabajo de traducción, volvió a
plantearse la misma situación en relación con el libro
"Aclaraciones a la ética del discurso". El asunto ya no me cogió
desprevenido. Censura, no. Como Habermas
insistió en que "censura, sí", apelé a una cláusula del contrato
que se refería a desacuerdos sobre correcciones, devolví el dinero
que había recibido por mi trabajo y simplemente retiré la
traducción. Tan triste final tuvieron mis largas relaciones (casi
tres decenios) con la obra de Habermas.
Un colega alemán me ha enviado las
dos ponencias de una "tarde de discusión" entre
Habermas y
Ratzinger, organizada por la Academia Católica de Baviera,
que tuvo lugar el pasado mes de Enero. Me las envía con el gesto
de sorna de que "ahí tienes a los dos censores juntos". Por lo que
he visto, los textos son libremente accesibles en Internet, se
pueden obtener al menos en cuatro sitios distintos. El traerlos
hoy aquí no vulnera, pues, según me parece, los derechos de nadie.
Al contrario. Como dijo Habermas al
conseguir (no precisamente porque se hubiera hecho pública en
cuatro sitios de Internet) la grabación en video de una
conferencia de P. Sloterdijk, sólo se
trata por nuestra parte de ejercer "nuestro derecho fundamental a
la contemporaneidad". Mi colega me envía las dos ponencias junto
con un comentario publicado en la prensa que lleva por título "Habermas
en la cueva de los leones". Puede que algún malicioso piense: "¿Habermas
en la cueva de los leones? No sabe bien el cardenal dónde se ha
metido". Pero no se trata de expresar resentimiento por
experiencias personales decepcionantes.
Ambas ponencias son muy buenas, y en
todo caso vienen como anillo al dedo al tema que nos está ocupando
en este curso. Y aparte de eso nos pueden ayudar en términos muy
intuitivos a poner en relación con nuestro propio contexto
cultural corriente y con nuestro medio cultural corriente todo
aquello de lo que hemos venido hablando. Si alguien hojea lo que
había sido la introducción que yo había escrito a "Aclaraciones a
la ética del discurso", que después amplié y publiqué como un
librito con el título de "El pensamiento ético de
Jürgen Habermas"
(Episteme, Valencia 2000) verá que ya
dije bastante de esto. La "música" religiosa empezaba a ocupar un
importante papel en la obra de Habermas,
por más que Habermas pudiera seguirse
ateniendo a su principio de "ateísmo metodológico". Este principio
significa que su pensamiento no sólo no contiene la afirmación de
ningún contenido religioso, sino tampoco de ningún contenido de
"teología natural". Es un pensamiento que sistemáticamente se
priva o abstrae de premisas que pudieran permitir introducir
consecuentemente algunos de esos elementos. Pero el
Habermas al que a mediados de los
ochenta yo había oído calificarse medio en broma medio en serio
como un "ateo empedernido" se había vuelto en los años 90 del
siglo pasado "religiosamente musical". O quizá la "música"
religiosa, procedente de la Cábala judía, que en la obra de
Habermas, sobre todo del
Habermas inicial, había resonado
siempre insistentemente, se convertía ahora en "música" que, aun
sin desdecirse ni mucho menos de sus resonancias judías, se volvía
netamente cristiana, es decir, se hacía netamente eco de otra veta
(la más importante) de la concreta dialéctica de razón y fe, que
había caracterizado a la cultura occidental. "Amusical
en asuntos de religión" es una expresión con la que el gran
sociólogo de la religión Max
Weber se calificaba a sí mismo. W.
Schluchter la puso en circulación en
sus exposiciones de la obra de Weber
allá por lo años 70 y 80 del siglo pasado. Y
Habermas la hizo suya desde entonces.
Decía que ambas ponencias son muy
buenas. Ratzinger es evidentemente una
cabeza que hila fino, y por cierto lo hace a la altura de los
varios frentes de discusión de la filosofía centroeuropea de los
últimos treinta años; en ese contexto tiene muy claro qué es lo
que quiere decir, y no sólo sabe decirlo con una notable
transparencia y claridad, y con no poca contundencia, sino que
sabe también decirlo con una admirable sencillez. Este teólogo es
un profesor centroeuropeo moderno, que domina muy bien el contexto
de discusión de su medio, que sabe muy bien qué piensa, y que sabe
decirlo con una sencillez y claridad envidiables. La ponencia de
Habermas, en cambio, es densa y
oscura. Pero no porque Habermas no
tenga claro lo que quiere decir, sino porque casi cada frase es un
resumen de capítulos enteros de "La lógica de las ciencias
sociales", de "Teoría de la acción comunicativa" (cuya traducción
me hizo especialmente sudar), de "El discurso filosófico de la
modernidad", etc. Explicar qué es lo que quiere decir
Habermas con cada término en esta
ponencia sería ponerse a explicar casi toda su obra. Esta ponencia
no está propiamente escrita en alemán estándar, sino en una
extraña lengua cuyo diccionario es todo lo que
Habermas ha venido diciendo por lo
menos desde mediados de los años 70 del siglo pasado. Por eso, es
decir, para facilitar la comprensión del texto de
Habermas, me ha parecido oportuno
añadir dos textos más, aunque no sólo por eso. Me explico. El
primer texto sí tiene esa función. El discurso de agradecimiento
por la concesión del "premio de la paz" de los libreros alemanes,
que pronunció Habermas en la
Paulskirche de Francfort el 14 de
Octubre de 2001, es un texto transparente que puede ayudarnos a
entender mucho mejor la ponencia de Habermas
de Enero de 2004. Es la razón por la que incluyo ese texto en el
presente dossier. Y si de la ponencia de
Habermas de Enero de 2004 dije que se trataba de un texto
accesible en varios sitios de Internet y que ponerlo en castellano
en nuestro curso no era sino el ejercicio de nuestro derecho
fundamental a una contemporaneidad, que, por lo demás, es ya
enteramente pública, del texto de Octubre de 2001 debe decirse lo
mismo pero multiplicado. En octubre y noviembre de 2001, en todos
los medios culturales alemanes con sitio Internet, no se habló de
otra cosa. Por aquellas fechas "me bajé" no menos de ochos
ediciones distintas del texto íntegro, pues no me aclaraba acerca
de si eran fragmentarias o no, pues el texto de
Habermas, como se puede ver, concluye
un tanto abruptamente. Aparte de eso en Internet son accesibles ya
las traducciones inglesa y francesa de ese texto. Un sentido
distinto es el que tiene la inclusión en el presente dossier de
otro artículo de Ratzinger, titulado
"La crisis del derecho". Mi traducción de la última frase de ese
texto es sólo conjetural, pues creo que en el texto falta algo (no
se haga, pues, mucho caso a esa frase, que creo que no añade nada
al sentido global de texto). Me "he bajado" este texto estos
últimos días, cuando estaba dando vueltas a la preparación de este
sesión. (Este Ratzinger es un cardenal
muy internáutico. Por cierto, tiene un
texto sobre la belleza de la "pinta" que ofrece el Mesías que
aparece y sobre lo espantoso de la figura del Mesías doliente, una
maravilla, que me hace sospechar que este cardenal no necesita que
se le den muchas clases ni sobre "Sobre la gracia y la dignidad"
ni sobre otros escritos de Schiller.
Pero también me "he bajado" otro texto suyo "contra el baile en la
liturgia", que me parece que queda muy lejos del espíritu de aquel
David que bailaba, cantaba y tocaba el arpa ante el arca, y que
fascinaba a Ortega Gasset. En un
despacho de por aquí hay colgado un grabado que representa una
liturgia de los
shakers, por
supuesto bailando, que impresiona mucho, y que es bien revelador
de la relación de la "música moderna" americana con el
"protestantismo ascético", es decir, de la conexión del jazz y el
rock con "el espíritu de la liturgia", que es el título del libro
de Ratzinger de donde parece que está
tomado ese texto). Digo que añado otro texto de
Ratzinger, titulado "La crisis del
derecho". Se trata de unas palabras pronunciadas por el cardenal
en 1999 con motivo de la concesión del doctorado
honoris
causa por una
universidad italiana muy ligada a los medios institucionales
eclesiásticos. En ese discurso, Ratzinger
no habla tanto en su papel de profesor de teología habituado al
contexto de discusión filosófica centroeuropeo, cuanto en su papel
de autoridad doctrinal eclesiástica, y, por cierto, de una
autoridad doctrinal eclesiástica que no parece estar muy de
acuerdo con la "teoría del consenso" atribuible a
Habermas. Pues bien, el que para el
cardenal ambos papeles evidentemente no sean ni mucho menos
incompatibles, sino que ni siquiera haya solución de continuidad
entre ambos, si es que simplemente no se trata del mismo papel,
hace más llamativa la casi completa coincidencia que en la
discusión se produjo entre Habermas y
Ratzinger.
Pero, ¿acaso es tan llamativa esa
coincidencia, o esa casi coincidencia? Yo creo que no, si se tiene
en cuanta que el esquema conceptual más de fondo subyacente a
ambas posiciones es el mismo. Habermas,
que en su adolescencia perteneció a las "juventudes
hitlerianas", se hizo de izquierdas
siguiendo en la radio los "juicios de
Nuremberg", se hizo de izquierdas. Pero se hace de
izquierdas a condición de que esa izquierda nada tuviese que ver
con ninguna clase de totalitarismo. En lo político se trata de una
izquierda que Habermas quiere
anarquizante, radical-demócrata y en el peor de los casos
social-demócrata. En un artículo sobre "la soberanía popular como
procedimiento" (1988) recogido en el apéndice de "Facticidad
y validez", Habermas expone muy bien
su posición política. En lo intelectual hacerse de izquierdas
significó adscribirse a las tradiciones alemanas de izquierda, tal
como las representaban los intelectuales emigrados que retornan a
Alemania después de la guerra (Horkheimer,
Adorno, etc). Eran los representantes
de una razón moderna que tiene que tratar de seguirlo siendo (que
se es ella misma para sí misma un destino), pese a la sinrazón que
lleva dentro o a la sinrazón que ella misma puede generar. Se
trata de una razón que pese a sí misma y contra sí misma, tiene
que hacerse valer en su aspiración de razón completa, pero
echándose para atrás ante todo sueño o delirio de plasmarse
políticamente como razón total. Es ilustración que sin renunciar a
ser ilustración completa en la pelea contra el oscurantismo, busca
ante todo ilustrarse acerca de sí misma, pues a lo último que
quiere sucumbir es a una especie de oscurantismo de sí misma; se
trata, pues, de un difícil equilibrio entre el cientificismo y el
oscurantismo, entre el utopismo totalitario y la resignada
aceptación de lo que hay. Se trata de una izquierda a la que lo
que sobre todo le repugna es cómo los totalitarismos de izquierdas
y de derechas "electrizan" la trama comunicativa de la existencia
humana, haciéndola imposible o dejándola en definitiva sin
sustancia. Estos "hegelianos de izquierda", y sobre todos sus
discípulos, entre los que figura Habermas,
han aprendido mucho de "La esencia del cristianismo" de L.
Feuerbach. El concepto que reflexiona
sobre sí mismo en ese su carácter de concepto, se descubre
proviniendo de representaciones míticas, y querría darse alcance
pleno a sí mismo en pelea con esas representaciones. Pero al
final, por más que ese final no llegue nunca, acaba haciendo la
experiencia de que las representaciones míticas se guardan en
definitiva el secreto acerca de dónde estaría el carácter pleno
que la ilustración busca para sí misma. En nuestros medios
hispanos abundan los "hegelianos de izquierda" que aún tienen
pendiente la primera visita a las fuentes intelectuales del
hegelianismo de izquierdas. Pero si se tiene en cuenta que el
concepto de "razón comunicativa" de Habermas
lo bosqueja Feuerbach en "Sobre la
esencia del cristianismo" tratando de buscar el concepto enterrado
bajo la representación de una "comunidad de espíritu" reunida en
torno al centro que es el "Cristo resucitado", nada tiene de
extraña la posición de Habermas en las
ponencias incluida en este dossier. La ilustración paga su
irrenunciable superioridad sobre el mito, la paga, digo, con una
profunda asimetría. Sabiendo que proviene del mito y no pudiendo
dejarse encandilar por el mito, la Ilustración sabe que no puede
serlo sin escuchar a un mito y verse venir de un mito que dice
saber cosas que la Ilustración no puede alcanzar. Es como si "La
religión dentro de los límites de la mera razón" de
Kant fuese una obra sin acabar. La
razón, precisamente ateniéndose estrictamente a sí misma,
ateniéndose a sí misma sin ninguna clase de concesiones, se
reconoce a sí misma en las principales representaciones
cristianas. Lo cual le hace sospechar que quizá olvide o no llegue
a alcanzar muchas cosas que le pertenecen si sistemáticamente
renuncia a "recordarse" a sí mima desde aquellas representaciones.
Si "La religión dentro de los limites de la pura razón" de
Kant suena más bien a una obra de
circunstancia, Habermas la convierte
en parte sistemática de la tarea de la "dialéctica de la
ilustración", e incluso la convierte en tarea del espacio público
democrático de una sociedad "possecular",
es decir, de una conciencia ilustrada que sabe que tiene que vivir
en dicha asimetría respecto de la religión. Ésta es más o menos la
posición de Habermas. Y quizá convenga
añadir que esta adscripción de Habermas
al hegelianismo de izquierdas se produce durante su época de
estudiante universitario. A Habermas
le "repatea" aquel pacto de silencio, con el que se protegen
corporativamente unos a otros, profesores universitarios que
ciertamente no quedaban libres de la sospecha de haber sido
cómplices intelectuales de la catástrofe, o por lo menos , de
haber sido silenciosos y obedientes testigos de ella. Para
Habermas, que empezó sus estudios
sumiéndose en "Ser y tiempo", esta situación va asociada con la
escuela de Heidegger y sobre todo con
la actitud de Heidegger después de la
Guerra. Nada tiene, pues, de extraño que
Heidegger y Carl
Schmitt, que son los autores que junto
con Adorno y Habermas nos están
ocupando en el presente curso, aparezcan en la ponencia de
Habermas como "los malos".
Y, ¿qué tiene que ver todo esto con
la postura de un cardenal católico, prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, antes "Santo Oficio" (si no es que por
casualidad y accidente ambos quizá comparten una cierta afición a
practicar censura)? Si me atengo a lo que el cardenal escribe en
esta ponencia (pues no conozco más de él, aparte de las dos o tres
mencionadas cosas que me "he bajado" de Internet) la razón de la
coincidencia salta a la vista. Y esa razón convierte en ejemplar
una concordia, que evidentemente en este caso es una concordia
querida, y que, en cuanto posible, no debería menospreciarse en
nuestros medios, aun manteniendo todo lo viva que se quiera la
discordia; pues también la discordia puede ser muy sana en este
asunto. Me explico. También el cardenal, que es algo mayor que
Habermas, perteneció a las "juventudes
hitlerianas". Si
Habermas se escapa al final de "la mili",
Ratzinger deserta muy jovencito de
aquel ejército del que, por ejemplo, K. O.
Apel era teniente. Con todas las diferencias que se
quieran, se trata de nombres que en su juventud "mamaron" todos
aquel dramático y compulsivo esfuerzo de la intelectualidad
alemana de posguerra o de cierta intelectualidad alemana de
posguerra o de buena parte de la intelectualidad alemana de
posguerra por recuperar como actitud intelectual básica, como
espacio mental básico, como constitución mental básica el
contenido de "¿Qué es Ilustración?" de
Kant .
Este escrito por lo demás, como es de sobra sabido, no
necesariamente y ni siquiera fácilmente se deja interpretar en
términos "progres". Pero ese fue el
espacio que la intelectualidad centroeuropea, "progre" y "no
progre", logró recuperar y en el que ejemplarmente, pese a todas
las tensiones, ha sabido moverse. Esta intelectualidad no podía
permitirse el lujo de jugar a tirar por la borda ese espacio, como
quizá podía hacerlo la intelectualidad francesa (mucha
intelectualidad hispana sí se ha apuntado sin más a ello como si
la mentalidad ilustrada nos fuese tan consustancial, que
pudiésemos jugar a desprendernos de ella). Pues bien, como
subrayan tanto Habermas como
Ratzinger, al pensamiento católico
(frente al protestante) le fue consustancial la afirmación de un
"orden de la razón" contradistinto del
orden de la fe. Y si esa autonomía se toma en serio, como parece
hacerlo Ratzinger, y además ese
autónomo "orden de la razón" se interpreta (también en serio) en
el sentido de la razón ilustrada moderna tal como viene
representada por un Kant (y no es mala
representación), no se ve por qué no tendría que haber
coincidencia, sobre todo cuando esa coincidencia expresamente se
busca, como fue el caso en esta discusión. El que sin los
constantes desafíos de la Reforma y de la Ilustración, y sin el
desafío de la catástrofe moral de los años 30 el catolicismo
centroeuropeo no hubiera dado quizá esos pasos, eso es otro
asunto, pero que en nada perturba a dicha coincidencia, pues el
caso es que los dio.
El cardenal puede permitirse frente
a Habermas un cierto lujo, que a
Habermas se ve que le cuesta
permitírselo a sí mismo. Esto sucedía ya en "Teoría de la Acción
Comunicativa". El cardenal puede mostrarse plenamente del lado de
aquella posición de Max
Weber, que en "Teoría de la acción
comunicativa" Habermas no lograba
digerir, conforme a la que el universalismo del racionalismo
occidental no aparece sino como una peculiar forma de
particularismo. Mirándola desde "el cielo de la verdad católica",
al cardenal no le preocupa esa apariencia. El punto de vista
ilustrado, decía Weber, "es nuestro
particular punto de vista. Pero ese punto de vista es tal, que
cualquier hombre, si quiere vivir despierto, habrá de tomar
posición frente al racionalismo occidental, y para ello tendrá que
recurrir a los medios que pone en sus manos el racionalismo
occidental, con lo cual la defensa de cualquier forma de ver las
cosas que no sea la del racionalismo occidental no podrá consistir
sino en una heterodoxia del racionalismo occidental". Sí, el punto
de vista ilustrado es eso, dice el cardenal, pero es "nuestro
peculiar punto de vista". Y si Occidente tuviera que hacer valer
el carácter universalista de elementos básicos de "nuestro punto
de vista" que le son irrenunciables, como son los "derechos
fundamentales", tendría que convencer de ello a los otros
haciéndose ver él como proviniendo de representaciones religiosas
(de convicciones culturales básicas) que no podrían ya ser sólo
las occidentales. Ese punto de vista tendría que encajar también
"modularmente" en las representaciones religiosas y culturales de
ellos. Sorprendentemente es el cardenal el que de forma más
sistemática convierte la relación entre ilustración y religión en
una relación entre ilustración y religiones. El cardenal barre
para casa, pero no toscamente, sino hilando fino, como más arriba
he dicho.
Un asistente comentaba con sorpresa
el curso de esa "tarde de discusión": "En vista de que los
intervinientes en la discusión se lo
concedían casi todo, uno se preguntaba de qué pensaban discutir
entonces. Habermas considera la
religión desde la perspectiva de una libertad que sabe que ha
cometido muchos errores; mientras que
Ratzinger, desde el cielo de la verdad católica, miraba con
escepticismo los afanes de la razón secular, es decir, los afanes
de esa libertad. Y ambos apelaban a un "doble proceso de
aprendizaje" en que razón y religión se ilustren la una a la otra.
Y en cuanto a creencias: razón - decía
Habermas- es el logos del
lenguaje, por eso a mí me sería más fácil creer en el Espíritu
Santo".
"Hay razones - seguía el periodista-
por las que un teólogo católico se pone hoy a discutir con un
filósofo liberal. En todo caso, esa discusión se produce en una
fase en que la Iglesia católica experimenta un visible cambio. El
Vaticano confiesa por primera vez su propia historia de deudas y
culpas; y también la permanente crítica del Papa al capitalismo
global y su No a la guerra de Irak son una indicación de que el
Vaticano no sólo busca que se le perdonen las culpas, sino que
busca derecho y justicia, es decir, busca convertirse, por así
decir, en una autoridad mundial mediática efectiva".
Esto por parte del Vaticano. Y en lo
que se refiere al filósofo: "También la filosofía liberal ha
cambiado. Su suposición de que la religión desaparecía en el
remolino de la modernidad secularizada, era falsa. La verdad es
que siempre fue idea de Habermas
salvar contenidos religiosos en el propio discurso cotidiano, pero
Habermas parece abrigar cada vez más
dudas acerca de si "las energías de sentido" de una sociedad
mediática pueden de hecho renovarse sólo mediante sí mismas.
Parece que las ciencias biológicas han sido parte en la conmoción
que se diría ha experimentado la "ética del discurso", conmoción
que ha llevado a Habermas a apelar con
toda precaución metodológica a la premisa metafísica referente a
que "el hombre es imagen de Dios"" (Th.
Asshauer,
Die
Zeit
de 22 de Enero de 2004).
Ahora bien, nuestro curso ha versado
precisamente sobre Carl
Schmitt,
Heidegger y Habermas. Y a los
tres le tres les hemos oído hablar de religión, razón y política.
Y hemos apelado en algún momento a la procedencia católica de
Carl Schmitt,
para entender algún paso importante en su obra. El material de
este dossier que hoy entrego para las próximas sesiones, nos va a
dar, pues, mucho que discutir, sin duda.
Aparte de la presente introducción,
el dossier incluye los siguientes textos:
1. Un texto de J.
Ratzinger de 1999 titulado "La crisis
del derecho".
2. Un texto de J. Habermas de Octubre
de 2001 sobre "Fe y saber".
3. La ponencia de Habermas en la
discusión Habermas-Ratzinger
sobre "los fundamentos morales del Estado liberal" (Enero 2004).
4. La ponencia de Ratzinger en la
discusión Habermas-Ratzinger
sobre "los fundamentos morales del Estado liberal" (Enero 2004).
5. Postdata de Manuel Jiménez Redondo.
Manuel Jiménez Redondo
Universidad de Valencia,
Marzo 2004
1. JOSEPH
RATZINGER: LA CRISIS DEL DERECHO (1999)
[Cardenal Joseph
Ratzinger
Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe.
LA CRISIS DEL DERECHO
Los dos riesgos actuales del
derecho. El fin de la metafísica y la disolución del derecho por
presión de la utopía.
Palabras de agradecimiento
pronunciadas por el Cardenal Ratzinger
el 10 de Noviembre de 1999 con ocasión de serle conferido el grado
de doctor
honoris
causa en derecho por
la Facultad de Derecho de la universidad italiana LUMSA].
Quiero expresar mi profundo y
sentido agradecimiento a la Facultad de Derecho de la LUMSA por el
gran honor que me hace al concederme el grado de doctor
honoris
causa en derecho.
Iglesia y derecho, fe y derecho, están unidos por un lazo profundo
y articulado de distintos modos. Baste recordar que la parte
fundamental del canon veterotestamentario
está recopilada bajo el título de "Torah"
(ley). La liberación de Israel no se acababa con el éxodo, sino
que el éxodo era sólo su inicio. Esa liberación sólo se convierte
en realidad plena cuando Israel recibe de Dios un ordenamiento
jurídico que regulaba la relación con Dios, relación de los
particulares con la comunidad del pueblo, y la relación de los
particulares entre sí, así como la relación con los extraños; un
derecho común es una condición de la libertad humana. En
consecuencia, el ideal veterotestamentario
de la persona pía era el
zaddik, el
justo, el hombre que vive rectamente y que actúa rectamente
conforme al orden del derecho dado por Dios. En el Nuevo
Testamento la denominación de
zaddik queda de
hecho sustituida por el término "pistos"
(hombre de fe): la actitud esencial del cristiano es la fe, la fe
que lo convierte en "justo". Pero, ¿ha disminuido con ello la
importancia del derecho? ¿Ha quedado quizá con ello expulsado el
ordenamiento jurídico del ámbito de lo sacro y se ha convertido
simplemente en profano? Éste es un problema que sobre todo desde
la Reforma del siglo XVI en adelante se ha discutido con pasión. Y
ha venido agudizado por el hecho de que el concepto de ley (torah)
aparece en los escritos paulinos con acentos problemáticos y
después en Lutero se consideró
directamente y sin rodeos como lo contrapuesto al Evangelio. El
desarrollo del derecho en la época moderna ha estado profundamente
marcado por estas contraposiciones.
Pero no es éste el lugar para
desarrollar con más detalle este problema. Pese a eso, quiero
referirme brevemente a dos riesgos actuales del derecho, que
tienen ambos también una componente teológica y conciernen, por
tanto, no sólo a los juristas sino también a los teólogos. El
"final de la metafísica" que en amplios sectores de la filosofía
moderna se viene dando como un hecho irreversible, ha conducido al
positivismo jurídico que hoy ha cobrado sobre todo la forma de
teoría del consenso: como fuente del derecho, si la razón no está
ya en situación de encontrar el camino a la metafísica, sólo
quedan para el Estado las convicciones comunes de los ciudadanos,
concernientes a valores, la cuales convicciones se reflejan en el
consenso democrático. No es la verdad la que crea el consenso,
sino que es el consenso el que crea no tanto la verdad cuanto los
ordenamientos comunes. La mayoría determina qué es lo que debe
valer (estar vigente) como verdadero y como justo. Y eso significa
que el derecho queda expuesto al juego de las mayorías y depende
de la conciencia de los poderes de la sociedad del momento, la
cual conciencia viene determinada a su vez por múltiples factores.
Y en concreto, esto se manifiesta en una progresiva desaparición
de los fundamentos del derecho inspirados en la tradición
cristiana. Matrimonio y familia son cada vez menos las formas
sustentadoras de la comunidad estatal, y quedan sustituidas por
múltiples formas de convivencia, a menudo
lábiles y problemáticas. El orden cristiano del tiempo se
disuelve; el domingo desaparece y cada vez queda más sustituido
por formas móviles del tiempo libre. El sentido de lo sacro casi
ya no tiene significado alguno para el derecho. El respeto por
Dios o por aquello que para otros es sagrado difícilmente tiene ya
valor jurídico alguno; sobre ello prevalece el valor de una
libertad sin límites en lo tocante a hablar y a hacer juicios,
dándose por supuesto que ese valor es mucho más importante.
También la vida humana es algo de lo que se puede disponer: el
aborto y la eutanasia no están excluidos en los ordenamientos
jurídicos. En el ámbito de los experimentos con embriones y de la
medicina de los trasplantes asoman en el horizonte formas de
manipulación de la vida humana en las que el hombre se arroga no
solamente el derecho de poder disponer de la vida y de la muerte,
sino también el poder de disponer de su devenir y de su ser. Y
así, recientemente, se ha llegado a reclamar la selección y
educación programadas para un continuo desarrollo del género
humano, y ha quedado puesta en cuestión la esencial diversidad del
hombre respecto a los animales. Así pues, como en los Estados
modernos la metafísica y con ella el derecho natural parecen
carecer definitivamente de importancia, está en curso una
transformación del derecho, cuyos pasos ulteriores no son todavía
previsibles; el concepto mismo de derecho pierde sus contornos
precisos.
Pero hay aún una segunda amenaza del
derecho que parece menos actual de lo que era hace unos diez años,
pero que en todo momento puede volver a emerger, encontrando
conexión con la teoría del consenso. Me refiero a la disolución
del derecho a causa del empuje de la utopía, tal como ello había
tomado forma sistemática y práctica en el pensamiento marxista. El
punto de partida era aquí la convicción de que como el mundo
presente es un mundo malo, un mundo malvado, un mundo de opresión
y de falta de libertad, ese mundo tenía que ser sustituido por un
mundo mejor que, por tanto, había que planificar y realizar. En
verdadera fuente del derecho, y en definitiva en fuente única del
derecho, se convierte ahora la imagen de la nueva sociedad; moral
y con importancia jurídica es aquello que sirve al advenimiento
del mundo futuro. Y con base en este criterio se ha venido
elaborando el terrorismo, que se consideraba plenamente como un
proyecto moral; el homicidio y la violencia aparecían como
acciones morales porque estaban al servicio de la gran revolución,
al servicio de la destrucción del mundo malo y servían al gran
ideal de la nueva sociedad. También aquí se ha dado por descontado
el "fin de la metafísica", y lo que quedaba en lugar de ella era
en este caso no el consenso de los contemporáneos, sino el modelo
ideal que representaba el mundo futuro.
Hay también un origen
criptoteológico de esta negación del
derecho. A partir de ese origen se entiende por qué vastas
corrientes de la teología (incluyendo las diversas formas de
teología de la liberación) estaban tan expuestas a esta tentación.
Pero tampoco me es posible presentar aquí estas conexiones con
suficiente detalle. Me habré de contentar con indicar el hecho de
que un paulinismo malentendido ha dado
apresuradamente ocasión para interpretaciones del cristianismo
radicales e incluso anárquicas. Por no hablar ya de los
movimientos gnósticos, en los cuales inicialmente se desarrollaron
estas tendencias, que junto con el No al Dios creador, incluían un
No a la metafísica, y al derecho natural y al derecho divino. No
voy a entrar aquí en las inquietudes y agitaciones sociales del
siglo XVI, en el contexto de las cuales las corrientes radicales
de la Reforma dieron vida a movimientos revolucionarios o
utópicos. Me voy a detener más bien en un fenómeno aparentemente
mucho más inocuo, en una forma de interpretación del cristianismo
que desde el punto de vista científico aparece como totalmente
respetable y que el gran jurista evangélico
Rudolph Sohm desarrolló el
siglo pasado. Esa forma de interpretación propone la tesis de que
el cristianismo como Evangelio, como ruptura de la ley, no habría
podido ni querido incluir originalmente derecho alguno, sino que
la Iglesia habría nacido inicialmente como "anarquía espiritual",
que después, ciertamente, partiendo de las necesidades externas de
la existencia eclesial, ya hacia fines del siglo primero, habría
sido sustituida por un derecho sacramental. El puesto de este
derecho que, por así decir, estaba fundado sobre la carne de
Cristo, sobre el cuerpo de Cristo, y era de naturaleza
sacramental, habría sido ocupado después en el la Edad Media por
un derecho, que ya no era derecho del cuerpo de Cristo, sino de la
corporación de los cristianos, precisamente por el derecho
eclesial que es el que ahora conocemos. El verdadero modelo era
para Sohm la anarquía espiritual: en
realidad en la condición ideal de la Iglesia no habría de ser
menester derecho alguno. En nuestro siglo, a partir de estas
posiciones, se convierte en moda la contraposición entre Iglesia
del derecho e Iglesia del amor: el derecho es presentado como lo
contrapuesto al amor. Y un contraste de ese tipo puede,
ciertamente, emerger en la concreta aplicación del derecho: pero
elevar tal cosa a principio, trastorna la esencia del derecho, así
como la esencial del amor. Estas concepciones, en última instancia
alejadas de la realidad, que no llegan al espíritu de la utopía,
pero que le son afines, están actualmente difundidas en nuestra
sociedad. El hecho de que en los años cincuenta la expresión "Law
and Order"
(ley y orden) llegara a convertirse en una especie de insulto u
ofensa, o que la idea de "ley y orden" incluso se la hiciera pasar
por algo casi fascistoide, depende de
esas concepciones. Por lo demás, la
ironización y difamación del derecho fue ingrediente típico
del Nacionalsocialismo alemán (no conozco suficientemente la
situación en lo referente al fascismo italiano). En los llamados
"años de lucha" el derecho fue concienzudamente difamado y
contrapuesto a lo que se consideraba el sano sentimiento popular.
Posteriormente, al llegar al poder, el "Führer"
fue declarado única fuente del derecho, y con ello la
arbitrariedad vino a ocupar el puesto del derecho. La denigración
del derecho no está nunca ni de ningún modo al servicio de la
libertad, sino que siempre es un instrumento de la dictadura. La
eliminación del derecho significa el desprecio del hombre; y donde
no hay derecho no hay libertad.
Y en este punto, a la verdadera
pregunta de fondo a la que me estoy dirigiendo con estas
reflexiones, sólo puedo darle una respuesta (a mi pesar) que habrá
de ser demasiado sintética, pues a la cuestión a la que me estoy
dirigiendo es a la de qué pueden hacer la fe y la teología en esta
situación por la defensa del derecho. De modo muy sumario y,
ciertamente, insuficiente, trataré de bosquejar una respuesta
proponiendo las dos tesis siguientes:
1.- La elaboración y la
estructuración del derecho no es inmediatamente un problema
teológico, sino un problema de la "recta ratio", de la recta
razón. Esta recta razón debe tratar de discernir (más allá de las
opiniones de moda y de las corrientes de pensamiento de moda) qué
es lo justo, el derecho en sí mismo, lo que es conforme a la
exigencia interna del ser humano de todos los lugares, y que lo
distingue de aquello que es destructivo para el hombre. Tarea de
la Iglesia y de la fe es contribuir a la sanidad de la "ratio" y
por medio de una justa educación del hombre conservar a esa razón
del hombre la capacidad de ver y de percibir. Si a ese derecho en
sí se lo quiere llamar derecho natural, o de cualquier otra
manera, eso es un problema secundario. Pero allí donde esta
exigencia interior del ser humano, el cual está orientado como tal
al derecho, allí donde esta instancia que va más allá de las
corrientes mudables, no puede ser ya percibida, y, por tanto, el
"fin de la metafísica" es total, el ser humano se ve amenazado en
su dignidad y en su esencia.
2.- La Iglesia debe hacer un examen
de conciencia acerca de golpes destructivos que ha sufrido el
derecho, que han tenido su origen en la interpretación unilateral
de la fe de la Iglesia y han contribuido a determinar la historia
de este siglo. El mensaje de la Iglesia supera el ámbito de la
simple razón y remite a nuevas dimensiones de la libertad y de la
comunión. Pero la fe en el Creador y en su creación va
inseparablemente implícita en la fe en el redentor y en la
redención. La redención no disuelve la creación ni el orden de la
creación, sino que por el contrario nos restituye la posibilidad
de percibir la voz del Creador en su creación y, por tanto, de
comprender mejor el fundamento del derecho. Metafísica y fe,
naturaleza y gracia, ley y evangelio, no se oponen, sino que están
íntimamente ligados. El amor cristiano, tal como lo propone el
Sermón de la Montaña, nunca puede convertirse en fundamento de un
derecho estatutario, y sólo es realizable (siquiera
embrionariamente) en la fe. Pero ello no va ni contra la creación
ni contra su derecho, sino que se funda sobre ellos. Donde no hay
un derecho, incluso el amor pierde su ambiente vital. La fe
cristiana respeta la naturaleza propia del Estado, sobre todo del
Estado de una sociedad pluralista, pero siente también su propia
corresponsabilidad en lo tocante a que los fundamentos del derecho
continúen resultando visibles y a que el Estado, privado de
orientaciones, no se vea expuesto solamente al juego de corrientes
mudables. Y porque en este sentido, pese a todas las distinciones
entre fe y razón, la fe cristiana tiene derecho estatutario que
ella tiene que elaborar con ayuda de la razón y de la estructura
vital de la Iglesia, y porque, por tanto, pese a todas las
distinciones, ambos ordenamientos están en una relación recíproca
y tienen una responsabilidad el uno por el otro, este doctorado
honorífico es para mí al mismo tiempo ocasión de gratitud y
llamada para un ulterior empeño en mi trabajo.
(Traducción de Manuel Jiménez
Redondo)
2. JÜRGEN
HABERMAS: FE Y SABER (2001)
[Discurso de agradecimiento
pronunciado por Jürgen
Habermas en la
Pauslkirche
de Frankfurt el día 14 de Octubre de 2001, con motivo de la
concesión del "premio de la paz" de los libreros alemanes]
FE Y SABER
Cuando la opresiva actualidad del
día nos quita incluso de las manos el poder elegir tema, es grande
la tentación de ponernos a competir con John
Wayne entre "nosotros los intelectuales" para ver quién es
capaz de desenfundar el primero y dar el primer tiro. Hace poco
tiempo se dividían los espíritus a propósito de otro tema, a
propósito de la cuestión de si, y en qué medida, debemos
someternos a una autoinstrumentalización
científicamente servida por la tecnología genética, o incluso si
debemos perseguir el fin de una
autooptimización de la especie. Pues acerca de los primeros
pasos que empiezan a darse por esta vía se había desatado entre
los portavoces de la ciencia organizada y los portavoces de las
iglesias una verdadera lucha entre potencias intelectuales. Por
parte de la ciencia se expresaba el miedo a un renacer del
oscurantismo y a que se siguiesen cultivando sentimientos
residuales de tipo arcaico sobre la base de dar pábulo a un
escepticismo contra la ciencia, y la otra parte se revolvía contra
la fe cientificista en el progreso, contra ese crudo naturalismo
que es capaz de enterrar a toda moral. Pero el 11 de Septiembre la
tensión entre sociedad secular y religión ha vuelto a estallar de
una forma muy distinta.
Los asesinos decididos al suicidio,
que transformaron los aviones civiles en armas vivientes y las
volvieron contra las ciudadelas capitalistas de la civilización
occidental, estaban motivados por convicciones religiosas, como
hoy sabemos por el testamento de Mohamed
Atta. Para ellos los signos más
representativos de la modernidad globalizada eran una encarnación
del gran Satán. Pero también a nosotros, a los testigos
universales, a los que nos fue dado seguir por televisión ese
acontecimiento "apocalíptico", parecían imponérsenos imágenes
bíblicas. Y el lenguaje de la venganza, con el que no sólo el
Presidente americano empezó reaccionando a lo incomprensible,
cobraba tonos veterotestamentarios.
Como si el fanático atentado hubiese hecho vibrar en lo más íntimo
de la sociedad secular una cuerda religiosa, se llenaron en todas
partes las sinagogas, las iglesias y las mezquitas. Si bien la
ceremonia de tipo religioso y civil celebrada hace tres semanas en
Nueva York, pese a todas las
correspondencias de fondo, no ha conducido a ninguna actitud
simétrica de odio.
Pese a su lenguaje religioso, el
fundamentalismo es un fenómeno exclusivamente moderno. En los
terroristas islámicos llamaba enseguida la atención la
asimultaneidad entre motivos y medios.
En tal asimultaneidad entre motivos y
medios se refleja la asimultaneidad
entre cultura y sociedad en los países de origen de los autores,
la cual asimultaneidad entre cultura y
sociedad se ha producido a consecuencia de una modernización
acelerada y radicalmente desenraizadora.
Lo que bajo circunstancias más favorables ha podido ser percibido
en definitiva entre nosotros [en el curso de la civilización
occidental] como un proceso de destrucción creadora, no pone en
perspectiva en estos países compensación alguna por el dolor que
la destrucción de formas tradicionales de vida conlleva. Y ello no
sólo se refiere a la falta de perspectiva de mejora de las
condiciones materiales de vida, pues eso es sólo un punto. Sino
que lo decisivo es que a causa de sentimientos de humillación
queda manifiestamente bloqueado el cambio espiritual que había de
expresarse en la separación entre religión y Estado. También en
Europa, a la que la historia le ha concedido siglos para alcanzar
una actitud suficientemente sensible a ese "rostro de Jano" que la
modernidad ofrece [es decir, a las ambigüedades de la modernidad],
la "secularización" sigue estando cargada todavía de sentimientos
ambivalentes (como quedó claro en la disputa en torno a la
tecnología genética).
Ortodoxias endurecidas las hay tanto
en Occidente como en el Oriente próximo y en el lejano Oriente,
entre cristianos y judíos lo mismo que entre musulmanes. Quien
quiera evitar una guerra entre culturas habrá de hacer memoria de
la dialéctica del propio proceso de secularización, es decir, del
proceso occidental de secularización, una dialéctica que está
todavía lejos de concluirse. La "guerra contra el terrorismo" no
es guerra alguna, y en el terrorismo se manifiesta también el
choque fatal y mudo de mundos que han de poder desarrollar un
lenguaje común allende el mudo poder de los terroristas y los
misiles. En vistas de una globalización que se imponía a través de
mercados deslimitados, muchos de
nosotros esperábamos un retorno de lo político en una forma
distinta (no en la forma hobbesiana
original de un globalizado Estado de la seguridad, es decir, en
las dimensiones de la policía, del servicio secreto, y ahora
también de lo militar, sino en forma de un poder
configurador y
civilizatorio a nivel mundial). Por el momento parece que a
los que esperábamos eso, no nos queda más que la desvaída
esperanza de una "astucia de la razón" [de que sea la propia
"astucia de la razón" lo que lleve a la razón a imponerse], y
también [nos queda] la oportunidad de reconsiderar un poco las
cosas. Pues esa desgarradura de la falta de lenguaje se extiende
también a nuestra propia casa. A los riesgos de una secularización
que en la otra parte corre descarrilada, sólo les haremos frente
con cordura si cobramos claridad acerca de qué significa
secularización en nuestras sociedades
posseculares. Es con esta intención con la que retomo hoy
el viejo tema de "fe y saber". No deben ustedes, por tanto,
esperar de mí "una charla de domingo" que polarice, es decir, que
haga saltar a algunos de sus asientos y a otros los deje
satisfechamente sentados.
El término "secularización" tuvo
originalmente el significado jurídico de una transferencia
coercitiva de los bienes de la Iglesia al poder secular del
Estado. Y por eso, ese significado ha podido entonces transferirse
al surgimiento de la modernidad cultural y social en conjunto.
Pues desde entonces se asocian con el término "secularización"
valoraciones contrapuestas según que en primer plano queden o bien
la domesticación exitosa de la autoridad eclesiástica por parte de
los poderes mundanos, o bien el acto de apropiación antijurídica
de los bienes de la Iglesia. Conforme a la primera lectura, las
formas religiosas de pensamiento y las formas religiosas de vida
quedan sustituidas por equivalentes racionales, y en todo caso por
equivalentes que resultan superiores; conforme a la otra lectura
las formas modernas de pensamiento y las formas modernas de vida
quedan desacreditadas como bienes ilegítimamente sustraídos. El
modelo de la sustitución sugiere una interpretación de la
modernidad "desencantada", que se deja guiar por el optimismo del
progreso, mientras que el modelo de la expropiación sugiere una
interpretación de una modernidad que se queda sin techo, una
interpretación, por tanto, que se deja atraer por una teoría de la
"caída". Ambas lecturas cometen el mismo error. Consideran la
secularización como una especie de "juego de suma cero" entre las
fuerzas productivas de la ciencia y la técnica, desencadenadas en
términos capitalistas, por un lado, y los poderes retardadores que
representan la religión y la Iglesia, por otro. Pero esta imagen
no se acomoda ya a una sociedad "possecular"
que no tiene más remedio que hacerse a la idea de una persistencia
indefinida de las comunidades religiosas en un entorno
persistentemente secularizador. Lo que parece quedar en segundo
plano en una imagen tan estrecha y polarizada de las cosas, es el
papel civilizador que ha venido desempeñando un
commonsense democráticamente ilustrado que en
esta algarabía de voces que rememoran el
Kulturkämpf
semeja un tercer partido que se abre su propio camino entre los
contendientes que serían la ciencia y la religión. Desde el punto
de vista del Estado liberal sólo merecen el calificativo de
"racionales" aquellas comunidades religiosas que por propia
convicción hacen renuncia a la exposición violenta de sus propias
verdades de fe. Y esa convicción se debe a una triple reflexión de
los creyentes acerca de su posición en una sociedad pluralista. La
conciencia religiosa en primer lugar tiene que elaborar
cognitivamente su encuentro con otras confesiones y con otras
religiones. En segundo lugar, tiene que acomodarse a la autoridad
de las ciencias que son las que tienen el monopolio social del
saber mundano. Y finalmente, tiene que ajustarse a las premisas de
un Estado constitucional, el cual se funda en una moral profana.
Sin este empujón en lo tocante a reflexión, los monoteísmos no
tienen más remedio que desarrollar un potencial destructivo en
sociedades modernizadas sin miramientos. La palabra "empujón
reflexivo" sugiere, sin embargo, la falsa representación de un
proceso efectuado unilateralmente y de un proceso concluso. Pero
en realidad este trabajo reflexivo encuentra una prosecución en
todo nuevo conflicto que irrumpe en todos los lugares de tránsito
de los espacios públicos democráticos.
Tan pronto como una cuestión
existencialmente relevante - piensen ustedes en la de la
tecnología genética - llega a la agenda pública, los ciudadanos,
creyentes y no creyentes, chocan entre sí con sus convicciones
impregnadas de cosmovisión, haciendo una vez más experiencia del
escandalizador hecho del pluralismo confesional y
cosmovisional. Y cuando aprenden a
arreglárselas sin violencia con este hecho, cobrando conciencia de
la propia falibilidad, se dan cuenta de qué es lo que significan
en una sociedad possecular los
principios seculares de decisión establecidos en la constitución
política. Pues en la disputa entre las pretensiones del saber y
las pretensiones de la fe, el Estado, que permanece neutral en lo
que se refiere a cosmovisión, no prejuzga en modo alguno las
decisiones políticas en favor de una de las partes. La razón
pluralizada del público de ciudadanos sólo se atiene a una
dinámica de secularización en la medida en que obliga a que el
resultado se mantenga a una igual distancia de las distintas
tradiciones y contenidos cosmovisionales.
Pero dispuesta a aprender, y sin abandonar su propia autonomía,
esa razón permanece, por así decir,
osmóticamente abierta hacia ambos lados, hacia la ciencia y
hacia la religión.
Naturalmente, el sentido común, el
commonsense, que se hace demasiadas ilusiones
sobre el mundo, tiene que dejarse ilustrar sin reservas por la
ciencia. Pero las teorías científicas que penetran en nuestro
mundo de la vida, dejan en el fondo sin tocar el
marco de lo que es
nuestro saber cotidiano. Cuando aprendemos algo nuevo sobre el
mundo, y sobre nosotros como seres en el mundo, cambia el
contenido de nuestra
propia autocomprensión.
Copérnico y Darwin revolucionaron la
imagen geocéntrica y antropocéntrica del mundo. Pero la
destrucción de la ilusión astronómica acerca del curso de los
astros dejó menos huellas en el mundo de la vida que la desilusión
biológica producida por Darwin acerca del puesto del hombre en la
historia de la naturaleza. Los conocimientos científicos parecen
perturbar e inquietar tanto más nuestra propia
autocomprensión cuanto más se nos
acercan al cuerpo. La investigación sobre el cerebro nos enseña
acerca de la fisiología de nuestra conciencia, pero ¿cambia acaso
con ello esa conciencia intuitiva de autoría y responsabilidad que
acompaña a todas nuestras acciones?
Si con Max
Weber dirigimos la mirada a los
inicios del "desencantamiento del mundo" nos damos cuenta de qué
es lo que está en juego. La naturaleza queda despersonalizada en
la medida en que se hace accesible a la observación
objetivante y a la explicación causal.
La naturaleza científicamente investigada cae fuera del sistema de
referencia social que forman las personas que mutuamente se
atribuyen intenciones y motivos. Pero, ¿qué se hace de tales
personas cuando poco a poco van quedando subsumidas bajo
descripciones suministradas por las ciencias naturales? ¿Resultará
que finalmente el
commonsense no
sólo se dejará instruir por el saber
contraintuitivo de las ciencias, sino que se verá consumido
con piel y cabellos por ese saber? El filósofo
Winfrid Sellars
respondió ya a esta cuestión en 1960 describiéndonos el escenario
imaginario de una sociedad en la que los juegos de lenguaje
pasados de moda de nuestra existencia cotidiana quedan fuera de
juego en favor de la descripción objetivante
de procesos fisiológicos de conciencia.
Sellars no hizo más que proyectar ese escenario imaginario.
El punto de fuga de tal naturalización del espíritu era una imagen
científica del hombre construida con los conceptos
extensionales de la física, de la
neurofisiología o de la teoría de la evolución, que
desocializa también nuestra propia
autocomprensión. Tal cosa sólo podría
lograrse si la intencionalidad de la conciencia humana y la
normatividad de nuestra acción pudieran agotarse sin residuo
alguno en esta clase de descripciones. Las teorías que serían
menester para ello tendrían que explicar, por ejemplo, cómo las
personas pueden seguir o vulnerar reglas, ya sean reglas
gramaticales, conceptuales o morales. Pero lo que en
Sellars era solamente un experimento
mental con clara intención aporética
[es decir, lo que en Sellars era sólo
la proyección de algo que evidentemente no podía ser, y que
Sellars trataba de mostrar que no
podía ser]] ha sido malinterpretado por los discípulos de
Sellars como un programa de
investigación, al que ellos siguen ateniéndose hasta hoy. Los
propósitos de una modernización de nuestra psicología cotidiana en
términos de ciencia natural han conducido incluso a tentativas de
una semántica que trata de explicar biológicamente los contenidos
del pensamiento. Pero incluso estos planteamientos científicamente
más avanzados fracasan en que el concepto de finalidad que no
tenemos más remedio que introducir de contrabando en el juego de
lenguaje darwinista de "mutación y
adaptación", es demasiado pobre para dar abasto a esa diferencia
entre ser y deber que estamos implícitamente suponiendo cuando
vulneramos reglas.
Cuando se describe lo que una
persona ha hecho, lo que ha querido hacer y lo que no hubiera
debido hacer, estamos describiendo a esa persona, pero,
ciertamente, no como un objeto de la ciencia natural. Pues en ese
tipo de descripción de las personas penetran tácitamente momentos
de una autocomprensión
precientífica de los sujetos capaces
de lenguaje y de acción, que somos nosotros. Cuando describimos un
determinado proceso como acción de una persona, sabemos, por
ejemplo, que estamos describiendo algo que no se explica como un
proceso natural, sino que, si es menester, precisa incluso de
justificación o de que la persona se explique. Y lo que está en el
trasfondo de ello es la imagen de las personas como seres que
pueden pedirse cuentas los unos a los otros, que se ven desde el
principio inmersos en interacciones reguladas por normas y que se
topan unos con otros en un universo de razones y argumentos que
han de poder defenderse públicamente.
Y esta perspectiva que es la que
siempre estamos suponiendo en nuestra existencia cotidiana,
explica la diferencia entre el juego de lenguaje de la
justificación y el juego de lenguaje que representa la pura
descripción científica. Y en este dualismo encuentran su límite
incluso las estrategias no reduccionistas
de explicación, pues esas estrategias, pese a no ser
reduccionistas, emprenden
descripciones desde la perspectiva del observador, a la que no se
ajusta sin coerciones y no se somete sin coerciones la perspectiva
de participante de nuestra propia conciencia cotidiana
(perspectiva de la que también se alimenta la propia práctica
argumentativa en el terreno de la investigación). En el trato
cotidiano dirigimos la mirada a destinatarios a los que
interpelamos con un "tu". Y sólo en esta actitud frente a segundas
personas entendemos el "sí" o el "no" de los otros, las tomas de
postura susceptibles de críticas, que nos debemos unos a otros y
que esperamos unos de otros.
La conciencia que tenemos de ser
autores, es decir, la conciencia de una autoría que, llegado el
caso, está obligada a dar explicaciones, es el núcleo de una
autocomprensión que sólo se abre a la
perspectiva del participante y no a la perspectiva del observador,
pero que escapa a toda observación científica que quiera revisar
esta visión de las cosas. La fe cientificista en una ciencia que
algún día no solamente complemente la
autocomprensión personal mediante una
autodescripción objetivante,
sino que la disuelva, no es ciencia sino mala filosofía. Incluso
cuando estamos manejando descripciones pertenecientes a la
biología molecular que nos permiten intervenir en términos de
tecnología genética, incluso en ese caso, ninguna ciencia podrá
sustraer al
commonsense,
tampoco al
commonsense
ilustrado, el tener que juzgar por ejemplo acerca de cómo hemos de
habérnoslas en estas condiciones con la vida humana
pre-personal.
El
commonsense
está, pues, entrelazado con la conciencia de personas que pueden
tomar iniciativas, cometer errores, corregir errores, etc. Y ese
commonsense afirma frente a las ciencias una
estructura de perspectivas que tiene una lógica propia y que tiene
un sentido propio. Y esta misma conciencia de autonomía, a la que
no es posible dar alcance en términos naturalistas, funda también,
por otro lado, la distancia respecto de una tradición religiosa de
cuyos contenidos normativos nos seguimos, sin embargo, nutriendo.
Con la exigencia de fundamentación
racional, la Ilustración científica parece, ciertamente, poner
todavía de su lado a un
commonsense que
ha tomado asiento en el Estado constitucional democrático,
construido en términos de derecho racional. Y aunque no cabe duda
de que también ese derecho racional igualitario tiene raíces
religiosas, la legitimación del derecho y la política en términos
de derecho natural racional moderno se alimenta desde hace mucho
tiempo de fuentes profanas. Frente a la religión, el
commonsense ilustrado democráticamente, se
atiene a razones que no solamente son aceptables para los miembros
de una comunidad de fe. Por eso el Estado liberal democrático
también despierta a su vez por el lado de los creyentes la
sospecha o suspicacia de si la secularización occidental no será
una vía de una sola dirección que acaba dejando de lado a la
religión.
Y de hecho, el reverso de la
libertad religiosa fue una pacificación del pluralismo
cosmovisional que supuso una
diferencia en las cargas de la prueba. Pues la verdad es que hasta
ahora el Estado liberal sólo a los creyentes entre sus ciudadanos
les exige que, por así decir, escindan su identidad en una parte
privada y en una parte pública. Son ellos los que tienen que
traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular antes
de que sus argumentos tengan la perspectiva de encontrar el
asentimiento de mayorías. Y así hoy, católicos y protestantes,
cuando reclaman para el óvulo fecundado fuera del seno materno el
estatus de un portador de derechos fundamentales, hacen la
tentativa (quizá algo apresurada) de traducir el carácter de
imagen de Dios que tiene la creatura
humana al lenguaje secular de la constitución política. La
búsqueda de razones que tienen por meta conseguir la aceptabilidad
general, sólo dejaría de implicar que la religión queda excluida
inequitativamente de la esfera
pública, y la sociedad secular sólo dejaría de cortar su contacto
con importantes recursos en lo tocante a creación y obtención de
sentido de la existencia, si también la parte secular conservase y
mantuviese vivo un sentimiento para la fuerza de articulación que
tienen los lenguajes religiosos. Los límites entre los argumentos
seculares y los argumentos religiosos son límites difusos. Por eso
la fijación de esos controvertidos límites debe entenderse como
una tarea cooperativa que exige de cada una de las partes ponerse
también cada una en la perspectiva de la otra.
El
commonsense
democráticamente ilustrado no es ninguna entidad singular, sino
que se refiere a la articulación mental (a la articulación
espiritual) de un espacio público de múltiples voces. Las mayorías
secularizadas no deben tratar de imponer soluciones en tales
asuntos antes de haber prestado oídos a la protesta de oponentes
que en sus convicciones religiosas se sienten vulnerados por tales
resoluciones; y debe tomarse esa objeción o protesta como una
especie de veto retardatorio o suspensivo que da a esas mayorías
ocasión de examinar si pueden aprender algo de él. Y en lo que se
refiere a la procedencia religiosa de sus fundamentos morales, el
Estado liberal tiene que contar con la posibilidad de que la
"cultura del sentido común humano" (Hegel),
a la vista de desafíos totalmente nuevos, no llegue a alcanzar el
nivel de articulación que tuvo la propia historia de su
nacimiento. El lenguaje del mercado se introduce hoy en todos los
poros, y embute a todas las relaciones interhumanas en el esquema
de la orientación de cada cual por sus propias preferencias
individuales. Pero el vínculo social, que viene trabado por las
relaciones de mutuo reconocimiento, no se agota en conceptos tales
como el de contrato, el de elección racional y el de maximización
de la utilidad.
Ésta fue la razón por la que
Kant se negó a dejar disolverse el
"imperativo categórico" en el remolino de un
autointerés ilustrado. Kant
estiró la libertad de arbitrio para complementarla con el concepto
de autonomía, dando con ello el primer gran ejemplo de una
deconstrucción ciertamente
secularizadora de verdades de la fe, pero a la vez salvadora de
verdades de la fe. En Kant la
autoridad de los mandamientos divinos encuentra en la
incondicional validez de los deberes morales racionales un eco que
es difícil dejar de oír. Con su concepto de autonomía
Kant destruyó, ciertamente, la
representación tradicional de lo que era ser hijo de Dios. Pero
Kant sale al paso de cualquier
deflacción vaciadora, efectuando una
transformación y apropiación crítica del contenido religioso.
Los lenguajes seculares cuando se
limitan a eliminar y tirar por la borda lo que se quiso decir en
los lenguajes religiosos, no hacen sino dejar tras de sí
irritaciones. Cuando el pecado
se convirtió en no más que
culpa, se perdió algo. Pues la búsqueda del perdón de
los pecados lleva asociado el deseo, bien lejos de todo
sentimentalismo, de que pudiera darse por no hecho, de que fuese
reversible, el dolor que se ha infligido al prójimo. Pues si hay
algo que no nos deja en paz es la irreversibilidad del dolor
pasado, la irreversibilidad de la injusticia sufrida por los
inocentes maltratados, humillados y asesinados, una injusticia
que, por pasada, queda más allá de las medidas de toda posible
reparación que pudiera estar en manos del hombre. La pérdida de la
esperanza en la resurrección no hace sino dejar tras de sí un
vacío bien tangible. El justificado escepticismo de
Horkheimer contra la delirante
esperanza que Benjamin ponía en la
fuerza de la restitución de la memoria humana ("aquellos a quienes
se aplastó, siguen realmente aplastados", replicaba
Horkheimer) no desmiente en modo
alguno ese impotente impulso que nos lleva, pese a todo, a
intentar cambiar algo en una injusticia que ciertamente resulta
inamovible. La correspondencia entre Benjamin
y Adorno procede de principios de 1937. Ambas cosas, la verdad de
ese impulso y también su impotencia, tuvieron su continuación
después del holocausto en el ejercicio tan necesario como
desesperado de un "enfrentamiento con el pasado y elaboración del
pasado" (Adorno). Y en el creciente lamento acerca de lo
inadecuado de ese ejercicio, ese mismo impulso no hace sino
manifestarse en forma ya distorsionada. Los hijos e hijas no
creyentes de la modernidad parecen creer en tales instantes
deberse más cosas y tener necesidad de más cosas que aquéllas que
ellos llegan a traducir de las
tradiciones religiosas, comportándose en todo caso como si los
potenciales semánticos de éstas no estuviesen agotados.
Pero precisamente esta ambivalencia
en el comportamiento respecto a esos potenciales semánticos de las
tradiciones religiosas, puede conducir a la actitud racional de
mantener distancia frente a la religión, pero sin cerrarse del
todo a su perspectiva. Y esta actitud podría reconducir al camino
correcto a esa autoilustración de una
sociedad civil que en estos asuntos pudiera verse desgarrada por
peleas ideológicas. Las sensaciones morales que hasta ahora sólo
en el lenguaje religioso han encontrado una expresión
suficientemente diferenciada, pueden encontrar resonancia general
tan pronto como se encuentra una formulación salvadora para
aquello que ya casi se había olvidado, pero que implícitamente se
estaba echando en falta. El encontrar tal formulación sucede raras
veces, pero sucede a veces. Una secularización que no destruya,
que no sea destructiva, habrá de efectuarse en el modo de la
traducción. Y esto es lo que Occidente, es decir, ese Occidente
que es hoy un poder secularizador de alcance mundial, puede
aprender de su propia historia.
En la controversia acerca de cómo
habérselas con los embriones humanos, hay muchas voces que siguen
apelando al libro de Moisés 1,27: Dios hizo al hombre a su imagen,
lo hizo a imagen de Dios. Que el Dios que es amor, hizo a Adán y a
Eva seres libres que se le parecen, esto no es algo que haya que
creerlo para entender qué es lo que se quiere decir con eso de que
el hombre está hecho a imagen de Dios. Amor no puede haberlo sin
reconocerse en el otro, y libertad no puede haberla sin
reconocimiento recíproco. Por eso aquello que se me presenta como
teniendo forma humana ha de ser a su vez libre, si es que ha de
estar siendo una respuesta a esa donación de Dios en la que
consiste. Pero pese a ser una imagen de Dios, a ese otro nos lo
representamos, sin embargo, a la vez, como siendo también
creatura de Dios. Y este carácter de
creatura de lo que por otra parte es
imagen de Dios, expresa una intuición que en nuestro contexto
puede decir todavía algo, incluso a aquéllos que son
amusicales para la religión. Dios sólo
puede ser un "Dios de hombres libres" mientras no eliminemos la
absoluta diferencia entre creador y creatura.
Pues sólo entonces, el que Dios dé forma al hombre deja de
significar una determinación que ataje la autodeterminación del
hombre y acabe con ella.
Este creador, por ser a la vez un
Dios creador y redentor, no necesita operar como un técnico que se
atiene a leyes de la naturaleza o como un informático que actúa
conforme a las reglas de un código o de un programa. La voz de
Dios que llama al hombre a la vida, pone de antemano al hombre en
un universo de comunicación transido de resonancias morales. Por
eso Dios puede "determinar" al hombre en términos tales que
simultáneamente lo capacita y lo obliga a la libertad. Pues bien,
no hace falta creer en premisas teológicas para entender la
consecuencia de que sería una dependencia muy distinta, una
dependencia que habría que entender en términos causales, la que
entrase en juego si desapareciese esa idea de diferencia infinita
implicada por el concepto de creación divina, y el lugar de Dios
(en lo que se refiere a creación del hombre) pasara a ocuparlo un
hombre, es decir, si un hombre pudiese intervenir conforme a sus
propias preferencias en la combinación azarosa de las dotaciones
cromosómicas materna y paterna, sin tener que suponer para ello,
por lo menos contrafácticamente, el
consentimiento de ese otro al que esa intervención afecta. Esta
lectura suscita la pregunta que me ha ocupado en otro lugar. El
primer hombre que lograse fijar conforme a sus propios gustos las
características que va a tener otro hombre, ¿no estaría
destruyendo también aquellas iguales libertades que han de regir
entre iguales para que esos iguales puedan mantener su diferencia?
(Traducción de Manuel Jiménez
Redondo)
3. JÜRGEN
HABERMAS: POSICIONAMIENTO EN LA DISCUSIÓN SOBRE LAS BASES MORALES
DEL ESTADO LIBERAL (Enero 2004)
[Ponencia leída por
Jürgen Habermas
el 19 de Enero de 2004 en la "Tarde de discusión" con
Jürgen Habermas
y Joseph Ratzinger, organizada por la
Academia Católica de Baviera en Munich. El tema de esa "Tarde de
discusión" fue "Las bases morales
prepolíticas del Estado liberal". Abrieron la discusión los
dos invitados con sendas ponencias. Primero habló
Habermas, después
Ratzinger. Lo que sigue fue la ponencia o "posicionamiento"
de Habermas. En los varios sitios de
Internet en que se puede acceder a este texto, el documento tiene
por título "PARTE I: posicionamiento del Prof.
Jürgen Habermas"]
El tema de discusión que se nos ha
propuesto, me recuerda una pregunta que, en los años sesenta,
Ernst-Wolfgang
Böckenförde redujo a la dramática
fórmula de si un Estado liberal, secularizado, no se está
nutriendo de presupuestos normativos que él mismo no puede
garantizar
(1). En ello se expresa la duda de que el Estado
constitucional democrático pueda cubrir con sus propios recursos
los fundamentos normativos en los que ese Estado se basa, así como
la sospecha de que ese Estado quizá dependa de tradiciones
cosmovisionales o religiosas
autóctonas [que no dependen de él], y en todo caso de tradiciones
éticas también autóctonas, colectivamente vinculantes. Esto,
ciertamente, pondría en aprietos a un Estado que, en vistas del
"hecho del pluralismo" (Rawls), está
obligado a mantener la neutralidad en lo que se refiere a
cosmovisiones. Claro es que tal conclusión no puede emplearse como
un contraargumento contra aquella
sospecha.
[0.- Plan de la
presente ponencia]
Lo que voy a empezar haciendo es
especificar el problema en dos aspectos. En el aspecto cognitivo
la duda se refiere a la cuestión de si, después de la completa
positivización del derecho, la
estructuración del poder político es todavía accesible a una
justificación o legitimación secular, es decir, a una
justificación o legitimación no religiosa, sino
posmetafísica [1]. Pero aun cuando se
admita tal legitimación, en el aspecto
motivacional todavía sigue en pie la duda de si una
comunidad que, en lo que se refiere a cosmovisión es pluralista,
podrá estabilizarse normativamente (es decir, más allá de un
simple
modus
vivendi) a
través de la suposición de un consenso de fondo que, en el mejor
de los casos, será un consenso formal, un consenso limitado a
procedimientos y principios [2]. Pero aun cuando pudiera
despejarse esa duda, quedaría en pie el que los ordenes liberales
dependen (en lo que respecta a dimensión normativa) de la
solidaridad de sus ciudadanos, y que esas fuentes podrían secarse
a causa de una "descarrilada" secularización de la sociedad en
conjunto. Este diagnóstico no puede rechazarse sin más, pero
tampoco puede entenderse en el sentido de que aquellos entre los
defensores de la religión, que son gente formada, es decir, que
son la clase culta, quieran obtener de ello una especie de
"plusvalía" para lo que ellos defienden [3]. En lugar de eso (es
decir, para evitar esa obtención de plusvalía) voy a proponer
entender la secularización cultural y social como un doble proceso
que obliga tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las
doctrinas religiosas a reflexionar sobre sus respectivos límites
[4]. Y en lo que respecta a las sociedades
posseculares se plantea, finalmente, la cuestión de cuáles
son las actitudes cognitivas y las expectativas normativas que un
Estado liberal puede suponer y exigir tanto a sus ciudadanos
creyentes como a sus ciudadanos no creyentes en su trato mutuo
[5].
[1.-
Justificación no religiosa, posmetafísica,
del derecho]
El liberalismo político (que yo
defiendo en la forma especial de un republicanismo kantiano
(2)) se entiende como una justificación no religiosa y
posmetafísica de los fundamentos
normativos del Estado constitucional democrático. Esta teoría se
mueve en la tradición del derecho racional, que renuncia a las
fuertes presuposiciones tanto cosmológicas como relativas a la
historia de la salvación, que caracterizaban a las doctrinas
clásicas y religiosas del derecho natural. La historia de la
teología cristiana en la Edad Media, y en especial la Escolástica
española tardía, pertenecen, naturalmente, a la genealogía de los
derechos del hombre. Pero los fundamentos legitimadores de un
poder estatal neutral en lo concerniente a cosmovisión proceden
finalmente de las fuentes profanas que representa la filosofía del
siglo XVII y del siglo XVIII. Sólo mucho más tarde fueron capaces
la teología y la Iglesia de digerir los desafíos espirituales que
representaba el Estado constitucional revolucionario. Por el lado
católico, que con la idea de "luz natural", con la idea de
lumen
naturale,
una relación mucho más distendida, nada se opone en principio a
una fundamentación autónoma de la
moral y del derecho, es decir, a una
fundamentación de la moral y del derecho, independiente de
las verdades reveladas.
La
fundamentación poskantiana de
los principios constitucionales liberales [es decir, la posición
que sostiene Habermas] ha tenido que
enfrentarse en el siglo XX, no tanto a la nostalgia de un derecho
natural objetivo (o de una "ética material de los valores"),
cuanto a formas de crítica de tipo historicista y empirista. Pues
bien, a mi juicio, son suficientes presuposiciones débiles acerca
del contenido normativo de la estructura comunicativa de las
formas de vida socioculturales, para defender contra el
contextualismo un concepto no
derrotista de razón, y contra el positivismo jurídico un concepto
no decisionista de validez jurídica.
La tarea central consiste en este sentido en explicar [primero]
por qué el proceso democrático se considera un procedimiento de
establecimiento legítimo del derecho o de creación legítima del
derecho; y la respuesta es que, en cuanto que cumple condiciones
de una formación inclusiva y discursiva de la opinión y de la
voluntad, el proceso democrático funda la sospecha de una
aceptabilidad racional de los resultados; y [segundo]
por qué la democracia y los derechos del hombre son las
dimensiones normativas básicas que nos aparecen siempre
cooriginalmente entrelazadas en lo que
son nuestras constituciones, es decir, en lo que en Occidente ha
venido siendo el establecimiento mismo de una constitución; y la
respuesta es que la institucionalización jurídica del
procedimiento de creación democrática del derecho exige que se
garanticen a la vez tanto los derechos fundamentales de tipo
liberal como los derechos fundamentales de tipo
político-ciudadano.
(3)
El punto de referencia de esta
estrategia de fundamentación (de la
estrategia de fundamentación
posmetafísica que estoy considerando)
es la constitución que se dan a sí mismos ciudadanos asociados, y
no la domesticación de un poder estatal ya existente, pues ese
poder (esto es lo que se está suponiendo en dicha estrategia de
fundamentación
posmetafísica), pues ese poder, digo, ha de empezar
generándose por la vía del establecimiento democrático de una
constitución (es decir, por la misma vía por la que llega a
establecerse una constitución democrática). Un poder estatal
"constituido" (y no sólo constitucionalmente domesticado) es
siempre un poder juridificado hasta en
su núcleo más íntimo, de suerte que el derecho penetra hasta el
fin el poder político, hasta no dejar ni un residuo que no esté
juridificado. Mientras que el
positivismo de la voluntad estatal (muy enraizado él en el imperio
alemán), que sostuvieron los teóricos alemanes del Derecho Público
(desde Laband y
Jellinek hasta Carl
Schmitt) había dejado siempre algún
hueco o algún rincón por el que podía colarse de contrabando algo
así como una sustancia ética de lo "estatal" o de lo "político",
exenta de derecho, en el Estado constitucional no queda ningún
sujeto del poder político, que pudiera suponerse que se nutre o se
está nutriendo de una sustancia prejurídica
o de algún tipo de sustancia prejurídica
(4). De la soberanía preconstitucional de los príncipes no
queda en el Estado constitucional ningún lugar vacío que ahora -
en la forma de
ethos de un
pueblo más o menos homogéneo - hubiera que rellenar con una
soberanía popular igualmente sustancial (es decir, de base
igualmente prejurídica).
A la luz de esta herencia
problemática, la pregunta de Böckenförde
ha podido entenderse en el sentido de si un orden constitucional
totalmente positivizado necesita
todavía de la religión o de algún otro "poder sustentador" para
asegurar cognitivamente los fundamentos que lo legitiman. Conforme
a esta lectura, la pretensión de validez del derecho positivo
dependería de una fundamentación en
convicciones de tipo ético-prepolítico,
de las que serían portadoras las comunidades religiosas o las
comunidades nacionales, porque tal orden jurídico no podría
legitimarse autorreferencialmente a
partir sólo de procedimientos jurídicos generados
democráticamente. Si, por el contrario, el procedimiento
democrático no se entiende, como hacen Kelsen
o Luhmann en términos positivistas,
sino que se lo concibe como un método para generar legitimidad a
partir de la legalidad (es lo que he defendido en "Facticidad
y validez"), no surge ningún déficit de validez que hubiera que
rellenar mediante eticidad (es decir,
que hubiera que rellenar recurriendo a sustancia normativa
pre-jurídica). Así pues, frente a una
comprensión del Estado constitucional, proveniente del
hegelianismo de derechas, está esta otra concepción,
procedimental, inspirada por
Kant, de una
fundamentación de los principios constitucionales,
autónoma, que, tal como ella misma pretende, sería racionalmente
aceptable para todos los ciudadanos.
[3.- La duda en
el aspecto motivacional]
En lo que sigue voy a partir de que
la constitución del Estado liberal puede cubrir su necesidad de
legitimación en términos autosuficientes, es decir, administrando
en lo que a argumentación se refiere, un capital cognitivo y unos
recursos cognitivos que son independientes de las tradiciones
religiosas y metafísicas. Pero incluso dando por sentada esta
premisa, sigue en pie la duda en lo que respecta al aspecto
motivacional. Efectivamente, los
presupuestos normativos en que se asienta el Estado constitucional
democrático son más exigentes en lo que respecta al papel de
ciudadanos que se
entienden como autores del derecho, son más exigentes en ese
aspecto, digo, que en lo que se refiere al papel de
personas
privadas o de miembros
de la sociedad, que son los destinatarios de ese derecho que se
produce en el papel del ciudadano. De los
destinatarios
del
derecho se sólo espera
que en la realización de lo que son sus libertades subjetivas (y
de lo que son sus aspiraciones subjetivas) no
transgredan los límites que la ley les impone. Pero algo
bien distinto a lo que es esta simple obediencia frente a leyes
coercitivas, a las que queda sujeta la libertad, es lo que se
supone en lo que respecta a las motivaciones y actitudes que se
esperan de los ciudadanos
precisamente en el papel de colegisladores democráticos.
Pues se supone, efectivamente, que
éstos han de poner por obra sus derechos de comunicación y sus
derechos de participación, y ello no sólo en función de su propio
interés bien entendido, sino orientándose al bien común, es decir,
al bien de todos. Y esto exige la complicada y frágil puesta en
juego de una motivación, que no es posible imponer por vía legal.
Una obligación legalmente coercitiva de ejercer el derecho a voto,
representaría en un Estado de derecho un cuerpo tan extraño como
una solidaridad que viniese dictada por ley. La disponibilidad a
salir en defensa de ciudadanos extraños y que seguirán siendo
anónimos y a aceptar sacrificios por el interés general es algo
que no se puede mandar, sino sólo suponer, a los ciudadanos de una
comunidad liberal. De ahí que las virtudes políticas, aun cuando
sólo se las recoja o se las implique "en calderilla", sean
esenciales para la existencia de una democracia. Esas virtudes son
un asunto de la socialización, y del acostumbrarse a las prácticas
y a la forma de pensar de una cultura política traspasada por el
ejercicio de la libertad política y de la ciudadanía. Y, por
tanto, el estatus de ciudadano político está en cierto modo
inserto en una "sociedad civil" que se nutre de fuentes
espontáneas, y, si ustedes quieren, "prepolíticas".
Pero de ello no se sigue que el
Estado liberal sea incapaz de reproducir sus propios presupuestos
motivacionales a partir de su propio
potencial secular, no-religioso. Los motivos para una
participación de los ciudadanos en la formación política de la
opinión y de la voluntad colectiva se nutren, ciertamente, de
proyectos éticos de vida (es decir, de ideales de existencia) y de
formas culturales de vida. Pero las prácticas democráticas
desarrollan su propia dinámica política. Sólo un Estado de derecho
sin democracia, al que en Alemania estuvimos acostumbrados durante
mucho tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de
Böckenförde:
"¿Cómo podrían vivir pueblos
estatalmente unidos, cómo podrían vivir, digo, sólo de la garantía
de la libertad de los particulares, sin un vínculo unificador que
anteceda a esa libertad?"
(5) La respuesta es que el Estado de derecho articulado en
términos de constitución democrática garantiza no sólo libertades
negativas para los miembros
de
la
sociedad que, como
tales, de lo que se preocupan es de su propio bienestar, sino que
ese Estado, al desatar las libertades comunicativas, moviliza
también la participación de los
ciudadanos en una
disputa pública acerca de temas que conciernen a todos en común.
El "lazo unificador" que Böckenförde
echa en falta es el proceso democrático mismo, en el que en última
instancia lo que queda a discusión (o lo que siempre está en
discusión) es la comprensión correcta de la propia constitución.
Así por ejemplo, en las actuales
discusiones acerca de la reforma del estado de bienestar, acerca
de la política de emigración, acerca de la guerra de Irak, o
acerca de la supresión del servicio militar obligatorio, no
solamente se trata de esta o aquella medida política particular,
sino que siempre se trata también de una controvertida
interpretación de los principios constitucionales, e
implícitamente se trata de cómo queremos entendernos, tanto como
ciudadanos de la República Federal de Alemania, como también como
europeos, a la luz de la pluralidad de nuestras formas de vida
culturales, y del pluralismo de nuestras visiones del mundo y de
nuestras convicciones religiosas. Ciertamente, si miramos
históricamente hacia atrás, vemos que un trasfondo religioso
común, una lengua común, y sobre todo la conciencia nacional
recién despertada, fueron elementos importantes para el
surgimiento de esa solidaridad ciudadana altamente abstracta. Pero
mientras tanto, nuestras mentalidades republicanas se han
disociado profundamente de ese tipo de anclajes
pre-políticos. El que no se está
dispuesto a morir "por Niza", ya no es ninguna objeción contra una
Constitución europea. Piensen ustedes en todas las discusiones de
tipo ético-político acerca del holocausto y la criminalidad de
masas: esas discusiones han vuelto conscientes a los ciudadanos de
la República Federal de Alemania del logro que representa la
Constitución (la
Grundgesetz).
Este ejemplo de una "política de la memoria" de tipo
autocrítico (que mientras tanto ya no
resulta excepcional, sino que se ha extendido también a otros
países) demuestra cómo en el medio que representa la política
pueden formarse y renovarse vinculaciones que tienen que ver con
lo que vengo llamando "patriotismo constitucional"
(6).
Pues frente a un malentendido
ampliamente extendido, "patriotismo constitucional" no significa
que los ciudadanos hagan suyos los principios de la Constitución,
no sólo en el contenido abstracto de éstos, sino que hagan propios
esos principios en el contenido concreto que esos principios
tienen cuando se parte del contexto histórico de su propia
historia nacional. Si los contenidos morales de los derechos
fundamentales han de hacer pie en las mentalidades, no basta con
un proceso cognitivo. Sólo para la integración de una sociedad
mundial de ciudadanos, constitucionalmente articulada, (si es que
alguna vez llegara a haberla), habrían de ser suficientes la
adecuada intelección moral de las cosas y una concordancia mundial
en lo tocante a indignación moral acerca de las violaciones
masivas de los derechos del hombre. Pero entre los miembros de una
comunidad política sólo se produce una solidaridad (por abstracta
que ésta sea y por jurídicamente mediada que esa solidaridad
venga), sólo se produce una solidaridad, digo, si los principios
de justicia logran penetrar en la trama más densa de orientaciones
culturales concretas y logran impregnarla.
[4.- Del
agotamiento de las fuentes de la solidaridad. De cómo ello no
puede convertirse en una especie de plusvalía para el elemento
religioso]
Conforme a las consideraciones que
hemos hecho hasta aquí, la naturaleza secular del Estado
constitucional democrático no presenta, pues, ninguna debilidad
interna, inmanente al proceso político como tal, que en sentido
cognitivo o en sentido motivacional
pusiese en peligro su autoestabilización.
Pero con ello no están excluidas todavía las razones no internas e
inmanentes, sino externas. Una modernización "descarrilada" de la
sociedad en conjunto podría aflojar el lazo democrático y consumir
aquella solidaridad de la que depende el Estado democrático sin
que él pueda imponerla jurídicamente. Y entonces se produciría
precisamente aquella constelación que
Böckenförde tiene a la vista: la transformación de los
miembros de las prósperas y pacíficas sociedades liberales en
mónadas aisladas, que actúan
interesadamente, que no hacen sino lanzar sus derechos subjetivos
como armas los unos contra los otros. Evidencias de tal
desmoronamiento de la solidaridad ciudadana se hacen sobre todo
visibles en esos contextos más amplios que representan la dinámica
de una economía mundial y de una sociedad mundial, que aún carecen
de un marco político adecuado desde el que pudieran ser
controladas. Los mercados, que, ciertamente, no pueden
democratizarse como se democratiza a las administraciones
estatales, asumen crecientemente funciones de regulación en
ámbitos de la existencia, cuya integración se mantenía hasta ahora
normativamente, es decir, cuya integración, o era de tipo
político, o se producía a través de formas
prepolíticas de comunicación. Y con ello, no solamente
esferas de la existencia privada pasan a asentarse en creciente
medida sobre los mecanismos de la acción orientada al propio éxito
particular, es decir, de la acción orientada a las propias
preferencias particulares de uno; sino que también se contrae el
ámbito de lo que queda sometido a la necesidad de legitimarse
públicamente. Se produce un reforzamiento del
privatismo ciudadano a causa de la desmoralizadora pérdida
de función de una formación democrática de la opinión y de la
voluntad colectivas que si acaso sólo funciona ya (y ello sólo a
medias) en los ámbitos nacionales, y que, por tanto, no alcanza ya
a los procesos de decisión desplazados a nivel supranacional. Por
tanto, también la desaparición de la esperanza de que la comunidad
internacional pueda llegar a tener alguna fuerza de configuración
política fomenta la tendencia a una despolitización de los
ciudadanos. En vista de los conflictos y de las sangrantes
injusticias sociales de una sociedad mundial, fragmentada en alta
medida, crece el desengaño con cada fracaso que se produce en el
camino (emprendido desde 1945) de una
constitucionalización del "derecho de gentes".
[Necesidad de
reflexión de las tradiciones religiosas y de las tradiciones de la
Ilustración]
Las teorías posmodernas, situándose
en el plano de una crítica de la razón, entienden estas crisis no
como consecuencia de una utilización selectiva de los potenciales
de razón inherentes a la modernidad occidental, sino que entienden
estas crisis como el resultado lógico del programa de una
racionalización cultural y social, que no tiene más remedio que
resultar autodestructiva. Ese escepticismo radical en lo que toca
a la razón, le es, ciertamente, ajeno a la tradición católica por
las propias raíces de ésta. Pero el catolicismo, por lo menos
hasta los años 60 del siglo pasado, se hizo él solo las cosas muy
difíciles en lo tocante a sus relaciones con el pensamiento
secular del humanismo, la Ilustración y el liberalismo político.
Pero en todo caso el teorema de que a una modernidad casi
descalabrada sólo puede sacarla ya del atolladero la orientación
hacia un punto de referencia transcendente,
es un teorema que hoy vuelve a encontrar resonancia. En Teherán un
colega me preguntaba si desde el punto de vista de una comparación
de las culturas y desde un punto de vista de sociología de la
religión, no era, precisamente, la secularización europea el
camino propiamente equivocado que necesitaba de una corrección de
rumbo. Y esto nos recuerda el estado de ánimo que prevaleció en la
República de Weimar, nos recuerda a
Carl Schmitt,
a Heidegger, a Leo
Strauss. Pero a mí me parece que es
mucho mejor o que es más productivo no exagerar en términos de una
crítica de la razón la cuestión de si una modernidad que se ha
vuelto ambivalente podrá estabilizarse sola a partir de las
fuerzas seculares (es decir, no religiosas) de una razón
comunicativa, sino tratar tal cuestión de forma no dramática como
una cuestión empírica que debe considerarse abierta. Con lo cual
no quiero decir que el fenómeno de la persistencia de la religión
en un entorno ampliamente secularizado haya de traerse a colación
solamente como un mero hecho social. La filosofía tiene que tratar
también de entender ese fenómeno, por así decir, desde dentro, de
tomarlo en serio como un desafío cognitivo. Pero antes de seguir
esta vía de discusión, quiero por lo menos mencionar una posible
ramificación del diálogo en un sentido distinto, que resulta
también obvia. Me refiero a que en el curso de la reciente
radicalización de la crítica de la razón, también la filosofía se
ha dejado mover hacia una reflexión acerca de sus propios orígenes
religioso-metafísicos, dejándose envolver en ocasiones en diálogos
con la teología que, por su parte, buscaba conectar con los
ensayos filosóficos de una autorreflexión
poshegeliana de la razón
(7).
(Excurso.
Punto de conexión o de contacto para un discurso filosófico acerca
de la razón y la revelación, lo ha constituido siempre una figura
de pensamiento que retorna una y otra vez: la razón, al
reflexionar sobre su fundamento más hondo, descubre que tiene su
origen en otro; y el poder de eso otro, que entonces se le
convierte en destino, la razón tiene que reconocerlo si es que no
quiere perder su propia orientación racional en el callejón sin
salida de alguno de esos híbridos intentos de darse alcance por
completo a sí misma. Como modelo sirve aquí la ejercitación de la
razón en una especie de conversión producida por la propia fuerza
de la razón, o por lo menos provocada por la propia fuerza de la
razón, es decir, como modelo sirve aquí el ejercicio de una
conversión de la razón por la razón, ya sea que esa reflexión
parta, como ocurre en Schleiermacher,
de la autoconciencia del sujeto cognoscente y agente, o esa
autorreflexión parta, como ocurre en
Kierkegaard, de la historicidad del
autocercioramiento existencial de sí que el sujeto busca,
ya sea que esa reflexión parta, como ocurre en
Hegel, Feuerbach
y Marx, de la provocación que
representa el desgarramiento de un mundo ético que se escinde. Aun
sin verse movida inicialmente a ello por motivaciones teológicas,
una razón que se vuelve consciente de sus límites se transciende a
sí misma en dirección a otro: ya sea en una fusión mística con una
conciencia cósmica envolvente, ya sea en la desesperada esperanza
de que en la historia había irrumpido ya un mensaje
definitivamente salvador, ya sea en forma de una solidaridad con
los humillados y ofendidos, que trata de dar prisa a la salvación
mesiánica para que ésta comparezca. Estos tres dioses anónimos de
la metafísica poshegeliana (la
conciencia envolvente, el acontecimiento de un mensaje salvador
que se dona a sí mismo sin supuestos previos de pensamiento, y la
idea de una sociedad no alienada), se convierten siempre para la
teología en presa fácil. Pues se diría que son esos dioses mismos
quienes se ofrecen a quedar descifrados como seudónimos de la
Trinidad de ese Dios personal que Él mismo hace donación de sí al
hombre. Fin
del
excurso).
Debo decir que estos intentos de
renovación de una teología filosófica
poshegeliana me parecen, pues, pese a todo, mucho más
simpáticos que ese nietzscheanismo que
toma en préstamo las connotaciones cristianas del oír y el
escuchar, del pensar rememorativo y de la expectativa de la
gracia, de la venida y del acontecimiento
salvífico, que hace suyas, digo, esas connotaciones
cristianas para reducirlas a un pensamiento que, desprovisto de
toda textura y tuétano proposicional,
pretende pasar por detrás de Cristo y de Sócrates para perderse en
la indeterminación de lo arcaico. Pero, aunque los intentos de
renovación poshegeliana de la teología
filosófica resulten más simpáticos que todo esto, una filosofía
que permanezca consciente de su falibilidad, y de su frágil
posición dentro de la diferenciada morada de una sociedad moderna,
tiene que atenerse a una distinción genérica (pero que de ninguna
manera tiene que tener un sentido peyorativo) entre un discurso
secular que, por su propia pretensión, es un discurso de todos y
accesible a todos, y un discurso religioso dependiente de las
verdades religiosas reveladas. Ahora bien, a diferencia de lo que
sucede en Kant y en
Hegel, este trazado gramatical de
límites no lleva asociada la pretensión filosófica de ser él quien
decida qué es lo verdadero y lo falso en el contenido de las
tradiciones religiosas que quedan allende el saber mundano
socialmente institucionalizado. El respeto que va de la mano de
este abstenerse cognitivamente de todo juicio en este terreno, se
funda en el respeto por las personas y formas de vida que
evidentemente extraen su propia integridad y su propia
autenticidad de sus convicciones religiosas. Pero el respeto no es
aquí todo, sino que la filosofía tiene también muy buenas razones
para mostrarse dispuesta a aprender de las tradiciones religiosas.
En contraposición con la abstinencia
ética de un pensamiento posmetafísico
al que necesariamente tiene que escapársele todo concepto de vida
buena y ejemplar que se presente como siendo universalmente
obligatorio para todos, en contraposición, digo, con lo que sucede
en una posición posmetafísica, resulta
que en las Sagradas Escrituras y en las tradiciones religiosas han
quedado articuladas intuiciones acerca de la culpa y la redención,
acerca de lo que puede ser la salida salvadora de una vida que se
ha experimentado como carente de salvación, intuiciones que se han
venido deletreando y subrayando sutilmente durante milenios y que
se han mantenido hermenéuticamente
vivas. Por eso en la vida comunitaria de las comunidades
religiosas, en la medida en que logran evitar el dogmatismo y la
coerción sobre las conciencias, permanece intacto algo que en
otros lugares se ha perdido y que tampoco puede reconstruirse con
sólo el saber profesional de los expertos, me refiero a
posibilidades de expresión suficientemente diferenciadas y a
sensibilidades suficientemente diferenciadas en lo que respecta a
la vida malograda y fracasada, a patologías sociales, al malogro
de proyectos de vida individual y a las deformaciones de contextos
de vida distorsionados. De la asimetría de pretensiones
epistémicas (la filosofía no puede
pretender saber aquello que la religión se presenta sabiendo)
permite fundamentar una disponibilidad de la filosofía a aprender
de la religión, y no por razones funcionales, sino por razones de
contenido, es decir, precisamente recordando el éxito de sus
propios procesos "hegelianos" de aprendizaje. Con esto de
"procesos hegelianos de aprendizaje" quiero decir que la mutua
compenetración de Cristianismo y metafísica griega no sólo dio
lugar a la configuración espiritual y conceptual que cobró la
dogmática teológica, y que esa mutua compenetración no solamente
dio lugar en suma a una helenización del Cristianismo que no en
todos los aspectos fue una bendición. Sino que por el otro lado
fomentó también una apropiación de contenidos genuinamente
cristianos por parte de la filosofía. Ese trabajo de apropiación
cuajó en redes conceptuales de alta carga normativa como fueron
las formadas por los conceptos de responsabilidad, autonomía y
justificación, las formadas por los conceptos de historia,
memoria, nuevo comienzo, innovación y retorno, las formadas por
los conceptos de emancipación y cumplimiento, por los conceptos de
extrañamiento, interiorización y encarnación, o por los conceptos
de individualidad y comunidad. Ese trabajo de apropiación
transformó el sentido religioso original, pero no
deflacionándolo y vaciándolo, ni
tampoco consumiéndolo o despilfarrándolo. La traducción de que el
hombre es imagen de Dios a la idea de una igual dignidad de todos
los hombres que hay que respetar incondicionalmente es una de esas
traducciones salvadoras (que salvan el contenido religioso
traduciéndolo a filosofía). Es una de esas traducciones que,
allende los límites de una determinada comunidad religiosa, abre
el contenido de los conceptos bíblicos al público universal de
quienes profesan otras creencias o de quienes simplemente no son
creyentes. Benjamin fue alguien que
muchas veces consiguió hacer esa clase de traducciones.
Sobre la base de esta experiencia de
la liberalización secularizada de potenciales de significado que,
por de pronto, están encapsulados en las religiones, podemos dar
al teorema de Böckenförde un sentido
que ya no tiene por qué resultar capcioso. He mencionado el
diagnóstico conforme al que el equilibrio que en la modernidad se
produce o tiene que producirse entre los tres grandes medios de
integración social (el dinero, el poder y la solidaridad),
conforme al que ese equilibrio, digo, corre el riesgo de venirse
abajo porque los mercados y el poder administrativo expulsan de
cada vez más ámbitos sociales a la solidaridad, es decir,
prescinden de una coordinación de la acción, producida a través de
valores, normas y un empleo del lenguaje orientado a entenderse. Y
así, resulta también en interés del propio Estado constitucional
el tratar con respeto y cuidado a todas aquellas fuentes
culturales de las que se alimenta la conciencia normativa de
solidaridad de los ciudadanos. Es esta conciencia que se ha vuelto
conservadora, lo que se refleja en la expresión "sociedad
possecular"
(8). Esta expresión no solamente se refiere al hecho de que la
religión se afirma crecientemente en el entorno secular y de que
la sociedad ha de contar indefinidamente con la persistencia de
comunidades religiosas. La expresión "possecular"
tampoco pretende sólo devolver a las comunidades religiosas el
reconocimiento público que se merecen por la contribución
funcional que hacen a los motivos y actitudes deseadas, es decir,
a motivos y actitudes que vienen bien a todos. En la conciencia
pública de una sociedad possecular se
refleja más bien una intuición normativa que tiene consecuencias
para el trato político entre ciudadanos creyentes y ciudadanos no
creyentes. En la "sociedad possecular"
acaba imponiéndose la convicción de que "la modernización de la
conciencia pública" acaba abrazando por igual a las mentalidades
religiosas y a las mentalidades mundanas (pese a las diferencias
de fases que pueden ofrecer entre si) y cambia a ambas
reflexivamente. Pues ambas partes, con tal de que entiendan en
común la secularización de la sociedad como un proceso de
aprendizaje, ambas partes, digo, pueden hacer su contribución a
temas controvertidos en el espacio público, y entonces también
tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas.
[Qué puede
esperar el Estado liberal de creyentes y no creyentes]
Por el lado de la conciencia
religiosa, ésta se ha visto obligada a hacer procesos de
adaptación. Toda religión es originalmente "imagen del mundo" o,
como dice Rawls, una
comprehensive
doctrine (una doctrina
omniabarcante), y ello también en el
sentido de que reclama autoridad para estructurar una forma de
vida en conjunto. A esta pretensión de monopolio interpretativo o
de configuración global de la existencia hubo de renunciar la
religión al producirse la secularización del saber, y al imponerse
la neutralidad religiosa inherente al poder estatal y la libertad
generalizada de religión. Y con la diferenciación funcional de
subsistemas sociales, la vida religiosa de la comunidad se separa
también de su entorno social. El papel de miembro de esa comunidad
religiosa se diferencia del papel de persona privada o de miembro
de la sociedad, en el sentido de que ambos papeles dejan de
solaparse ya exactamente. Y como el Estado liberal depende de una
integración política de los ciudadanos que tiene que ir más allá
de un mero
modus
vivendi
(es decir, que tiene que contener un fuerte contenido normativo
autónomo), esta diferenciación que se produce en el carácter de
miembro de las distintas esferas sociales no puede agotarse y no
puede reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas
impuestas por la sociedad secular, en términos tales que el
ethos
religioso renunciase a toda clase de pretensión. Más bien, el
orden jurídico universalista y la moral social igualitaria han de
quedar conectados desde dentro al
ethos de la
comunidad religiosa de suerte que lo primero pueda también
seguirse consistentemente de lo segundo. Para esta "inserción"
John Rawls ha recurrido a la imagen de
un módulo: este
módulo de la justicia
mundana, pese a que esté construido con ayuda de razones que son
neutrales en lo tocante a cosmovisión, tiene que encajar en los
contextos de fundamentación de la
ortodoxia religiosa de que se trate
(9).
Esta expectativa normativa con la
que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas
concuerda con los propios intereses de éstas en el sentido de que
con ello les queda abierta a éstas la posibilidad de, a través del
espacio público-político ejercer su influencia sobre la sociedad
en conjunto. Ciertamente, las cargas de la tolerancia, como
demuestran las regulaciones más o menos liberales acerca del
aborto, no están distribuidas simétricamente entre creyentes y no
creyentes; pero tampoco para la conciencia secular el gozar de la
libertad negativa que representa la libertad religiosa, tampoco,
digo, para la conciencia secular ese goce se produce sin costes.
Pues de esa conciencia se espera que se ejercite a sí misma en un
trato autorreflexivo con los límites
de la Ilustración. La comprensión de la tolerancia por parte de
las sociedades pluralistas articuladas por una constitución
liberal, no solamente exige de los creyentes que en el trato con
los no creyentes y con los que creen de otra manera se hagan a la
evidencia de que razonablemente habrán de contar con la
persistencia indefinida de un disenso: sino que por el otro lado,
en el marco de una cultura política liberal también se exige de
los no creyentes que se hagan asimismo a esa evidencia en el trato
con los creyentes. Y para un ciudadano religiosamente
amusical esto significa la exigencia,
la exigencia, digo, nada trivial, de determinar también
autocríticamente la relación entre fe
y saber desde la perspectiva del propio saber mundano. Pues la
expectativa de una persistencia de la no-concordancia entre fe y
saber sólo merece el predicado de "racional" (es decir, sólo
merece llamarse una expectativa racional) si, también desde el
punto de vista del saber secular, se admite para las convicciones
religiosas un estatus epistémico que no quede calificado
simplemente de irracional (por ese saber secular). Así pues, en el
espacio público-político las cosmovisiones naturalistas que se
deben a una elaboración especulativa de informaciones científicas
y que son relevantes para la autocomprensión
ética de los ciudadanos
(10), de ninguna manera gozan
prima
facie
de ningún privilegio frente a las concepciones de tipo
cosmovisional o religioso que están en
competencia con ellas. La neutralidad
cosmovisional del poder del Estado que garantiza iguales
libertades éticas para cada ciudadano es incompatible con
cualquier intento de generalizar políticamente una visión
secularista del mundo. Y los
ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel
de ciudadanos, ni pueden negar en principio a las cosmovisiones
religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a
sus conciudadanos creyentes el derecho a hacer contribuciones en
su lenguaje religioso a las discusiones públicas. Una cultura
política liberal puede esperar incluso de los ciudadanos
secularizados que arrimen el hombro a los esfuerzos de traducir
del lenguaje religioso a un lenguaje públicamente accesible
aquellas aportaciones (del lenguaje religioso) que puedan resultar
relevantes.
(11)
(Traducción de Manuel Jiménez
Redondo)
4. JOSEPH
RATZINGER: POSICIONAMIENTO EN LA DISCUSIÓN SOBRE LAS BASES MORALES
DEL ESTADO LIBERAL (Enero 2004)
[Ponencia leída por el Cardenal
Joseph Ratzinger el 19 de enero de
2004 en la "Tarde de discusión" con Jürgen
Habermas y Joseph
Ratzinger, organizada por la Academia Católica de Baviera
en Munich. El tema de esa "Tarde de discusión" fue "Las bases
morales prepolíticas del Estado
liberal". Abrieron la discusión los dos invitados con sendas
ponencias. Primero habló Habermas,
después Ratzinger. Lo que sigue fue la
ponencia o "posicionamiento" de Ratzinger.
En los varios sitios de Internet en que se puede acceder a este
texto, el documento tiene por título "PARTE II: posicionamiento
del Cardenal Joseph Ratzinger"]
En la aceleración del
tempo de las
evoluciones históricas en la que nos encontramos, aparecen, a mi
juicio, sobre todo dos factores como elementos característicos de
una evolución que antes sólo parecía producirse lentamente. Se
trata, por un lado, de la formación de una sociedad mundial en la
que los poderes particulares políticos, económicos y culturales se
ven cada vez más remitidos recíprocamente unos a otros y se tocan
y se complementan mutuamente en sus respectivos ámbitos de vida.
La otra característica es el desarrollo de posibilidades del
hombre, de posibilidades de hacer y de destruir, que, más allá de
lo que hasta ahora era habitual, plantean la cuestión del control
jurídico y ético del poder. Y así se convierte en una cuestión de
gran urgencia la de cómo las culturas que se encuentran, pueden
hallar fundamentos éticos que puedan conducir su convivencia por
el camino correcto y permitan construir una forma de domar y
ordenar ese poder, de la que puedan responsabilizarse en común.
Que el proyecto presentado por
Hans Küng
de un "ethos universal", se vea
alentado desde tantos lados, demuestra, en todo caso, que la
pregunta está planteada. Y ello es así aunque se acepten las
agudas críticas que Robert
Spaemann ha hecho a ese proyecto (1).
Pues a los dos factores antes señalados se añade un tercero: en el
proceso de encuentro y compenetración de las culturas se han
quebrado y, por cierto, bastante profundamente, certezas éticas
que hasta ahora se consideraban básicas. La pregunta acerca de qué
sea el bien, sobre todo en el contexto dado, y por qué hay que
hacer ese bien, aun en perjuicio propio, esta cuestión básica es
una cuestión para la que en buena parte se carece de respuesta.
Pues bien, a mí me parece evidente que la ciencia como tal no
puede producir ningún
ethos, y que,
por tanto, una renovada conciencia ética no puede producirse como
resultado de debates científicos. Por otra parte, es también
indubitable que el cambio fundamental de visión del mundo y visión
del hombre que se ha producido como resultado de los crecientes
conocimientos científicos, está implicado muy esencialmente en la
ruptura de viejas certezas morales. Por tanto, la ciencia tiene,
ciertamente, una responsabilidad en lo que se refiere al hombre, y
muy en particular la filosofía tiene la responsabilidad de
acompañar el desenvolvimiento de las ciencias particulares, de
iluminar críticamente las conclusiones apresuradas y las certezas
aparentes acerca de qué sea el hombre, de dónde viene, y para qué
existe, o, dicho de otra manera, de separar el elemento no
científico en los resultados científicos con los que ese elemento
no científico viene a veces mezclado, y mantener así abierta la
mirada al todo, es decir, mantener abierta la mirada a ulteriores
dimensiones de realidad del hombre, realidad de la que en las
ciencias sólo pueden mostrarse aspectos parciales.
PODER Y DERECHO
Concretamente es tarea de la
política el poner el poder bajo la medida del derecho y establecer
así el orden de un empleo del poder que tenga sentido y sea
aceptable. Lo que ha de prevalecer no es el derecho del más fuerte
sino la fuerza del derecho. El poder atenido al orden del derecho
y puesto al servicio del derecho es lo contrario de la violencia,
y por violencia entendemos el poder exento de derecho y contrario
al derecho. Por tanto, es importante para toda sociedad superar
las sospechas bajo las que en este sentido puedan estar el derecho
y los órdenes jurídicos, porque sólo así puede desterrarse la
arbitrariedad y sólo así puede vivirse la libertad como libertad
compartida, tenida en común. La libertad exenta de derecho es
anarquía, y, por tanto, destrucción de la libertad. La sospecha
contra el derecho, la revuelta contra el derecho, estallarán
siempre que el derecho mismo no aparezca ya como expresión de una
justicia que está al servicio de todos, sino como producto de la
arbitrariedad, como derecho que se arrogan aquellos que tienen el
poder de hacerlo.
La tarea de poner el poder bajo la
medida del derecho, remite, por tanto, a una cuestión ulterior: a
la de cómo surge el derecho, y cómo tiene que estar hecho el
derecho para convertirse en vehículo de la justicia y no en
privilegio de aquellos que tienen el poder de dictar el derecho.
Se trata, pues, por una parte, de la cuestión de cómo se ha
formado el derecho, pero, por otra parte, se trata también de la
cuestión de su propia medida interna. El problema de que el
derecho no debe ser instrumento de poder de unos pocos, sino que
tiene que ser expresión de un interés común, este problema parece
haber quedado resuelto, al menos por de pronto, con el instrumento
que representa la formación democrática de la voluntad, porque en
esa formación democrática de la voluntad todos cooperan en la
producción de ese derecho, y, por tanto, ese derecho es un derecho
de todos y puede y debe ser respetado por todos como tal. Y,
efectivamente, es la garantía de una cooperación común en la
producción y configuración del derecho y en la administración
justa del poder, es esa garantía, digo, la razón más básica que
habla a favor de la democracia como la forma más adecuada de orden
político.
Sin embargo, queda, a mi juicio,
todavía una cuestión. Como difícilmente puede haber unanimidad
entre los hombres, a la formación democrática de la voluntad sólo
le queda como instrumento imprescindible la delegación, por un
lado, y, por otro, la decisión mayoritaria, exigiéndose mayorías
de distinto tipo según sea la importancia de la cuestión de que se
trate. Pero también las mayorías pueden ser ciegas y pueden ser
injustas. La historia lo demuestra de forma más que clara. Y
cuando una mayoría, por grande que sea, reprime a una minoría, por
ejemplo a una minoría religiosa, a una minoría racial, mediante
leyes opresivas, ¿puede seguirse hablando de justicia, puede
seguirse hablando de derecho? Por tanto, el principio de la
mayoría deja todavía abierta la cuestión acerca de los fundamentos
éticos del derecho, la cuestión de si no hay lo que nunca puede
ser derecho, es decir, de si no hay lo que siempre será en sí una
injusticia, o a la inversa, de si no hay también lo que por su
esencia ha de ser inamoviblemente derecho, algo que precede a toda
decisión mayoritaria y que tiene que ser respetado por ella.
La Edad Moderna ha expresado un
conjunto de tales elementos normativos en las diversas
declaraciones de derechos y los ha sustraído al juego de las
mayorías. Pues bien, es posible que la conciencia actual
simplemente se dé por satisfecha con la interna evidencia de esos
valores. Aunque la verdad es que tal
autolimitación del preguntar tiene también un carácter
filosófico. Hay, pues, valores que se sostienen por sí solos, que
se siguen de la esencia del ser humano y que, por tanto, resultan
intangibles para todos cuantos tienen esa esencia. Sobre el
alcance de esta manera de ver las cosas, habremos de volver
todavía más tarde, sobre todo porque esa evidencia (que no querría
hacerse más preguntas) de ninguna manera es reconocida hoy en
todas las culturas. El Islam ha definido su propio catálogo de
derechos del hombre, que se desliga del catálogo occidental. China
viene hoy determinada, ciertamente, por una forma de cultura
surgida en Occidente, por el marxismo, pero, si no estoy mal
informado, en China se plantea la cuestión de si los derechos del
hombre, no son más bien un invento típicamente occidental, al que
habría que investigarle la trastienda.
NUEVAS FORMAS DE PODER Y NUEVAS
CUESTIONES RELATIVAS A SU CONTROL
Cuando se trata de la relación entre
poder y derecho y de las fuentes del derecho, hay que examinar
también más detenidamente el fenómeno del poder. No voy a tratar
de definir la esencia del poder como tal, sino que voy a bosquejar
los desafíos que resultan de las nuevas formas de poder que se han
desarrollado en el último medio siglo. En el período
inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial era dominante
el terror ante el nuevo medio de destrucción que el hombre había
adquirido con el invento de la bomba atómica. El hombre se vio de
pronto en situación de poder destruirse a sí mismo y de poder
destruir la Tierra. Y entonces hubo que preguntarse: ¿qué
mecanismos políticos son menester para excluir tal destrucción?,
¿podemos encontrar tales mecanismos y hacerlos efectivos?, ¿pueden
movilizarse fuerzas éticas que contribuyan a dar configuración a
tales mecanismos políticos y a prestarles eficacia? Y de hecho
durante un largo período fue la propia competencia entre los
bloques de poder contrapuestos y el miedo a poner en marcha la
propia destrucción mediante la destrucción del otro, lo que nos
mantuvo a resguardo del espanto de la guerra atómica. La mutua
limitación del poder y el temor por la propia supervivencia
resultaron ser las fuerzas salvadoras.
Mientras tanto, lo que nos angustia
no es el miedo a una gran guerra, sino más bien el terror
omnipresente que puede golpear en cualquier sitio y puede operar
en cualquier sitio. La humanidad, es lo que vemos ahora, no
necesita en absoluto de la gran guerra para convertir el mundo en
un mundo invivible. Los poderes
anónimos del terror que pueden hacerse presentes en todas partes,
son lo suficientemente fuertes como para perseguir a todos incluso
en la propia existencia cotidiana de todos y cada uno,
permaneciendo en pie el fantasma de que los elementos criminales
puedan lograr acceder a los grandes potenciales de destrucción y
así, de forma ajena al orden de la política, entregar el mundo al
caos. Y de esta forma, la pregunta por el derecho y por el
ethos
se nos ha desplazado y se nos ha convertido en esta otra: ¿de qué
fuente se alimenta el terror?, ¿cómo se puede exorcizar desde su
propio interior, esta nueva dolencia de la humanidad? Y lo
tremendo es que el terror, por lo menos en parte, trata de
legitimarse moralmente. Los mensajes de Ben
Laden presentaban el terror como
respuesta de pueblos oprimidos e impotentes al orgullo de los
poderosos como justo castigo por su arrogancia, por su sacrílega
soberbia y por su crueldad. Y a hombres que se encuentran en
determinadas situaciones políticas y sociales, tales motivaciones
les resultan evidentemente convincentes. En parte, el
comportamiento terrorista se presenta como defensa de la tradición
religiosa frente a la impiedad y al ateísmo de la sociedad
occidental.
Y en este punto se plantea una
cuestión sobre la que asimismo tendremos que volver: si el
terrorismo está tan bien alimentado por el fanatismo religioso -y
lo está-, ¿es la religión un poder que levanta y salva, o es más
bien un poder arcaico y peligroso, que construye universalismos
falsos y conduce así a la intolerancia y al terror? ¿No habrá
entonces que poner a la religión bajo la tutela de la razón e
imponerle cuidadosos y estrictos límites? Pero entonces no se
puede evitar la pregunta: ¿y quién podrá hacer tal cosa?, ¿cómo se
hace tal cosa? Pero sigue en pie la pregunta general: la supresión
progresiva de la religión, su superación ¿no habrá que
considerarla un necesario progreso de la humanidad si es que ésta
ha de emprender el camino de la libertad y de la tolerancia
universal?
Mientras tanto ha pasado a primer
plano otra forma de poder, otra forma de capacidad, pero que en
realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza para el
hombre. El hombre está ahora en condiciones de poder hacer
hombres, de producirlos, por así decir, en el tubo de ensayo. El
hombre se convierte entonces en producto, y de este modo se muda
de raíz la relación del hombre consigo mismo. Pues el hombre deja
de ser entonces un don de la naturaleza o del Dios creador, el
hombre se convierte entonces en su propio producto. El hombre ha
logrado descender así a las cisternas del poder, a los lugares
fontanales de su propia existencia. La tentación de ponerse a
construir entonces al hombre adecuado (al hombre que hay que
construir), la tentación de experimentar con el hombre, la
tentación también de considerar quizá al hombre o a hombres como
basura y de dejarlos de lado como basura, ya no es ninguna quimera
de moralistas hostiles al progreso.
Si antes no podíamos eludir la
cuestión de si las religiones propiamente no eran una fuerza moral
positiva, ahora no tiene más remedio que surgirnos la duda acerca
de la fiabilidad de la razón. Pues en definitiva también la bomba
atómica es un producto de la razón; y en definitiva la cría y
selección del hombre es algo que también ha sido la razón quien lo
ha ideado. ¿No es, pues, ahora la razón lo que, a la inversa, hay
que poner bajo vigilancia? Pero, ¿por quién o por medio de qué? ¿O
no deberían quizá religión y razón limitarse mutuamente y
señalarse en cada caso sus propios límites y traerse de esta forma
la una a la otra al camino positivo? En este lugar se plantea de
nuevo la cuestión de cómo en una sociedad mundial con sus
mecanismos de poder y sus fuerzas desatadas, así como con sus muy
distintas visiones acerca de qué es el derecho y la moral, podrá
encontrarse una evidencia ética efectiva que tenga la suficiente
fuerza de motivación y la suficiente capacidad de imponerse, como
para poder responder a los desafíos señalados y ayuden a esa
sociedad mundial a hacerles frente.
PRESUPUESTOS DEL DERECHO: DERECHO -
NATURALEZA - RAZÓN
Por de pronto lo primero que parece
que tenemos que hacer es volver la mirada a situaciones históricas
que son comparables a la nuestra, en cuanto que puede haber tales
cosas comparables. Y así, merece la pena que empecemos recordando,
aunque sea muy brevemente, que Grecia también tuvo su Ilustración,
que el derecho fundado en los dioses perdió su evidencia y que, a
consecuencia de ello, hubo que preguntarse por un derecho de bases
más profundas. Y así surgió la idea de que, frente al derecho
establecido, que puede no ser más que injusticia o falta de
derecho, tiene que haber un derecho que se siga de la naturaleza,
que se siga del ser mismo del hombre. Y éste es el derecho que hay
que encontrar para que pueda servir de correctivo al derecho
positivo.
Pero incluso más natural y obvio que
esta mirada sobre Grecia es que nos fijemos en la doble ruptura
que se produce en la conciencia europea en la Edad Moderna y que
obligó a sentar las bases de una nueva reflexión sobre el
contenido y la fuente del derecho. Se trata, en primer lugar, del
rompimiento de los límites de Europa, del verse llevado el mundo
cristiano mucho más allá de sus propios límites, que se produjo
con el descubrimiento de América. Ello dio lugar a un encuentro
con pueblos que no pertenecían a la trama que formaban el derecho
y aquella fe cristiana que hasta entonces había constituido para
todos la fuente del derecho y había dado al derecho su forma.
Jurídicamente no hay nada común con esos pueblos, no hay ninguna
comunidad jurídica con ellos. Pero, ¿quiere decir eso que entonces
esos pueblos carecen de derecho, como muchos afirmaron, siendo
esto además lo que prevaleció en la práctica, o no será más bien
que hay un derecho que transciende a todos los sistemas de
derecho, y que obliga y gobierna a los hombres como hombres en
todas sus formas de convivencia? Francisco de Vitoria desarrolla
en esta situación su idea de "ius
gentium" (derecho de gentes) a partir
de la noción que desde Roma ya pertenecía a la herencia
intelectual; en el término "gentes" de dicha expresión (la de "ius
gentium") resuena el significado de
paganos, de no cristianos. Se está pensando (Francisco de Vitoria
está pensando), por tanto, en un derecho que antecede a la forma
cristiana del derecho y que tiene por fin articular una
convivencia justa de todos los pueblos.
La segunda ruptura en el mundo
cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma a causa de la
escisión de la fe, escisión por la que la comunidad de los
cristianos se desglosó en comunidades que quedaron hostilmente
unas frente a otras. De nuevo se convertía en tarea desarrollar un
derecho común que antecediese al dogma, desarrollar por lo menos
un mínimo jurídico cuyas bases no podían radicar ahora en la fe
sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo
Grocio, Samuel
Pufendorf y otros desarrollaron la idea de un derecho
natural entendido como un derecho racional que, más allá de los
límites de la fe, hace valer la razón como órgano capaz de una
formación y configuración compartidas del derecho.
Sobre todo en la Iglesia Católica,
el derecho natural ha constituido siempre la figura de pensamiento
con la que la Iglesia en su diálogo con la sociedad secular y con
otras comunidades de fe ha apelado a la razón común y ha buscado
las bases para un entendimiento acerca de principios éticos del
derecho en una sociedad secular pluralista. Pero, por desgracia,
este instrumento se ha embotado y, por tanto, en la discusión de
hoy no me voy a apoyar en él. La idea de derecho natural
presuponía un concepto de naturaleza en que naturaleza y razón se
compenetran, en el que la naturaleza misma se vuelve racional. Y
tal visión de la naturaleza se fue a pique con la victoria de la
teoría de la evolución. La naturaleza como tal no sería racional,
aun cuando haya comportamiento racional. Éste es el diagnóstico
que desde la teoría científica se nos hace, y que hoy se nos
antoja casi incontrovertible (2). Y así, de las distintas
dimensiones del concepto de naturaleza que antaño subyacían en el
concepto de derecho natural, sólo ha quedado en pie aquélla que (a
principios del siglo tercero después de Cristo)
Ulpiano articulaba en su famosa frase:
"Ius naturae
est, quod
natura omnia
animalia docet" (el derecho
natural es aquél que la naturaleza enseña a todos los animales)
(3). Pero, precisamente, esto no basta para nuestras preguntas, en
las que precisamente se trata de lo que no concierne a todos los "animalia"
(a todos los animales), sino que se trata de tareas
específicamente humanas que la razón del hombre ha causado y
planteado al hombre, y que no pueden resolverse sin la razón.
Como último elemento del derecho
natural, que en lo más profundo quiso siempre ser un derecho
racional, por lo menos en la Edad Moderna, han quedado los
"derechos del hombre". Esos derechos son difíciles de entender sin
el presupuesto de que el hombre como hombre, simplemente por su
pertenencia a la especie hombre, es sujeto de derechos, sin el
presupuesto de que el ser mismo del hombre es portador de normas y
valores que hay que buscar, pero que no es menester inventar.
Quizá la doctrina de los derechos del hombre deba completarse con
una doctrina de los deberes del hombre y de los límites del
hombre, y esto podría quizá ayudar a replantear la cuestión de si
no podría haber una razón de la naturaleza, y, por tanto, un
derecho racional para el hombre y para el estar del hombre en el
mundo. Tal diálogo debería interpretarse y plantearse
interculturalmente. Para los cristianos ello tendría que ver con
la creación y con el Creador. En el mundo hindú esos conceptos
cristianos se corresponderían con el concepto de "dharma",
con el concepto de la interna legiformidad
del ser, y en la tradición china a ello correspondería la idea de
los ordenes del cielo.
LA INTERCULTURALIDAD Y SUS
CONSECUENCIAS
Antes de intentar llegar a unas
conclusiones, quisiera ampliar un poco más la indicación que acabo
de hacer. La interculturalidad me
parece una dimensión imprescindible de la discusión en torno a los
fundamentos del ser humano, una discusión que hoy ni puede
efectuarse de forma enteramente interna al cristianismo, ni
tampoco puede desarrollarse sólo dentro de las tradiciones de la
razón occidental moderna. En su propia
autocomprensión, ambos (el Cristianismo y la razón moderna)
se presuponen universales, y puede que
de
iure
(de derecho) efectivamente lo sean. Pero
de
facto (de hecho)
tienen que reconocer que sólo han sido aceptados en partes de la
humanidad. El número de culturas en competición es, ciertamente,
mucho más limitado de lo que podría parecer a primera vista. Y
sobre todo es importante que dentro de los distintos ámbitos
culturales tampoco hay unidad, sino que
los espacios culturales se caracterizan por profundas tensiones
dentro de sus propias tradiciones culturales. En Occidente esto es
evidente. Aunque en Occidente la cultura secular de una estricta
racionalidad (y de ello nos ha dado un impresionante ejemplo el
señor Habermas), resulta ampliamente
dominante y se considera lo vinculante, no cabe duda de que en
Occidente la comprensión cristiana de la realidad sigue teniendo
igual que antes una fuerza bien eficaz. Ambos polos guardan entre
sí una cambiante relación de proximidad o de tensión, están uno
frente al otro, o bien en una mutua disponibilidad a aprender el
uno del otro, o bien en la forma de un rechazarse más o menos
decididamente el uno al otro.
También el espacio cultural islámico
viene determinado por tensiones similares; desde el absolutismo
fanático de un Ben
Laden hasta actitudes que están
abiertas a una racionalidad tolerante, se da un amplio arco de
posiciones, pues. Y el tercer gran ámbito cultural, el de la
cultura india, o mejor los espacios culturales del hinduismo y del
budismo, están asimismo determinados por tensiones similares, aun
cuando, en todo caso desde nuestro punto de vista, esas tensiones
ofrecen un aspecto mucho menos dramático. Y esas culturas también
se ven expuestas tanto a las pretensiones de la racionalidad
occidental como a las interpelaciones de la fe cristiana, pues
ambas han hecho acto de presencia en esos ámbitos. De modos
diversos, esas culturas asimilan tanto la una como la otra,
tratando, sin embargo, a la vez de proteger también su propia
identidad. Completan el cuadro las culturas locales de África y
las culturas locales de América, despertadas éstas últimas por
determinadas teologías cristianas. Todas esas culturas se
presentan en buena medida como un cuestionamiento de la
racionalidad occidental, pero también como un cuestionamiento de
la pretensión universalista de la revelación cristiana.
¿Y qué se sigue de todo esto? Pues
bien, lo primero que se sigue es, a mi entender, la no
universalidad fáctica de ambas grandes culturas de Occidente,
tanto de la cultura de la fe cristiana como de la cultura de la
racionalidad secular, por más que ambas culturas, cada una a su
manera, se hayan convertido en
codeterminantes en todo el mundo y en todas las culturas. Y
en este sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el
señor Habermas ha hecho referencia, me
parece que es una pregunta de peso, la pregunta desde si desde el
punto de vista de la comparación cultural y de la sociología de la
religión, la secularización europea no representa quizá un camino
especial que necesitaría de alguna corrección. Y ésta es una
cuestión que yo no reduciría sin más, o por lo menos no creo que
deba reducirse necesariamente, a ese estado de ánimo que
representan un Carl
Schmitt, un
Martin Heidegger o un
Lévi-Strauss,
es decir, al estado de ánimo de una situación europea que, por así
decir, se hubiese cansado de la racionalidad. Es un hecho, en todo
caso, que nuestra racionalidad secular, por más que resulte
trivial y evidente al tipo de
ratio que se ha formado en Occidente, no es algo que
resulte evidente y convincente sin más a toda
ratio, es decir, que
esa racionalidad secular, en su intento de hacerse evidente como
racionalidad, choca con límites. Su evidencia está ligada de hecho
a determinados contextos culturales y tiene que reconocer que,
como tal, no se la puede entender en toda la humanidad, es decir,
no puede encontrar comprensión en toda la humanidad, y que, por
tanto, no puede ser operativa en el conjunto. Con otras palabras:
no existe "fórmula del mundo", racional, o ética, o religiosa, en
la que todos pudieran ponerse de acuerdo y que entonces fuese
capaz de sostener el todo. O en todo caso, tal fórmula es por el
momento inalcanzable. Por eso, incluso los proyectos de un "ethos
universal", a los que hemos empezado haciendo referencia, se
quedan en una abstracción.
CONCLUSIONES
¿Qué hacer, pues? En lo que respecta
a las consecuencias prácticas estoy en profundo acuerdo con lo que
el señor Habermas ha expuesto acerca
de la sociedad possecular, acerca de
la disponibilidad a aprender y acerca de la
autolimitación por ambos lados. Mi propio punto de vista
voy a resumirlo en dos tesis, con las que voy a concluir.
1. Habíamos visto que hay patologías
en la religión que son altamente peligrosas y que hacen necesario
considerar la luz divina que representa la razón, por así decir,
como un órgano de control, desde el que y por el que la religión
ha de dejarse purificar y ordenar una y otra vez, cosa que era por
lo demás la idea de los Padres de la Iglesia (4). Pero en nuestras
consideraciones hemos obtenido también que (aunque la humanidad no
sea por lo general hoy consciente de ello) hay también patologías
de la razón, hay una hybris de la
razón que no es menos peligrosa, sino que representa una amenaza
aún mayor a causa de su potencial eficiencia: la bomba atómica, el
hombre como producto. Por tanto, y a la inversa, hay también que
amonestar a la razón a reducirse a sus límites y a aprender y a
disponerse a prestar oídos a las grandes tradiciones religiosas de
la humanidad. Si la razón se emancipa por completo y se desprende
de tal disponibilidad a aprender y se sacude tal
correlacionalidad o se desdice de tal
correlacionalidad, la razón se vuelve
destructiva.
Kart Hübner
planteaba no hace mucho una exigencia similar diciendo que en tal
tesis no se trataba inmediatamente de un "retorno a la fe", sino
que de lo que se trataba era de que "nos liberásemos de esa
obcecación de nuestra época, conforme a la que la fe no podría
decir ya nada al hombre actual porque la fe contradiría a la idea
humanista de razón, Ilustración y libertad que ese hombre tiene"
(5). Yo hablaría, por tanto, de una necesaria
correlacionalidad de razón y fe, de razón y religión, pues
razón y fe están llamadas a limpiarse y purificarse mutuamente y
se necesitan mutuamente, y ambas tienen que reconocerse mutuamente
tal cosa.
2. Esta regla fundamental debe
hallar concreción en el contexto intercultural de nuestra
actualidad. Sin duda dos importantes
intervinientes en esa
correlacionalidad son la fe cristiana y la cultura secular
occidental. Y esto puede decirse y debe decirse sin ninguna clase
de eurocentrismo. Pues ambos (cultura
secular occidental y fe cristiana) determinan la actual situación
mundial en una proporción en que no la determinan ninguna de las
demás fuerzas culturales. Pero esto no significa, ni mucho menos,
que se pueda dejar de lado a las otras culturas como una especie
de "quantité
négligeable" (de magnitud despreciable). Para ambos grandes
componentes de la cultura occidental es importante ponerse a
escuchar a esas otras culturas, es decir, entablar una verdadera
correlacionalidad con esas otras
culturas. Es importante implicarlas en la tentativa de una
correlación polifónica, en la que ellas se abran a sí mismas a la
esencial complementariedad de razón y fe, de suerte que pueda
ponerse en marcha un universal proceso de purificaciones en el que
finalmente los valores y normas conocidos de alguna manera o
barruntados por todos los hombres lleguen a recobrar una nueva
capacidad de iluminación de modo que se conviertan en fuerza
eficaz para una humanidad y de esa forma puedan contribuir a
integrar el mundo.
(Traducción de Manuel Jiménez
Redondo)
NOTAS
1) R. Spaemann, „Weltethos
als "Projekt"", en: Merkur,
Heft 570/571, 893-904.
2) La expresión más impresionante
(pese a muchas correcciones de detalle) de esta filosofía de la
evolución, hoy todavía dominante, la representa el libro de J.
Monod,
El Azar y la Necesidad,
Barcelona 1989. En lo que respecta a la distinción entre lo que
son los resultados efectivos de la ciencia y lo que es la
filosofía que acompaña a esos resultados, cfr.
R. Junker, S.
Scherer (eds.),
Evolution.
Ein
Kritischer
Lehrbuch,
Giessen 1998. Para algunas
indicaciones concernientes a la discusión con la filosofía que
acompaña a esa teoría de la evolución, véase J.
Ratzinger,
Glaube
- Wahrheit -
Toleranz
,
Friburgo 2003, 131-147.
3) Acerca de las tres dimensiones
del derecho natural medieval (dinámica del ser en general,
teleología de la naturaleza común a los hombres y a los animales [Ulpiano],
y teología específica de la naturaleza racional del hombre)
cfr. las referencias a ello en el
artículo de Ph.
Delhaye,
Naturrecht, en:
LThK2 VII 821-825. Digno de notarse es
el concepto de derecho natural que aparece al principio del
Decretum
gratiani:
Humanum
genus duobus
regitur, naturali
videlicit iure,
et moribus. Ius
naturale est,
quod in lege
et Evangelio continetur, quo
quisque iubetur,
alii facere,
quod sibi
vult fieri,
et prohibetur,
alii inferre,
quod sibi
nolit fieri
(el género humano se rige por dos cosas, a saber, el
derecho natural y las costumbres. Derecho natural es el que se
contiene en la ley y el Evangelio, por el que se manda a cada cual
no hacer a otro sino lo que quiere que se le haga a él, y se le
prohíbe infligir a otro aquello que no quiere que se le haga a
él).
4) Es lo que he tratado de exponer
en el libro mío que he mencionado en la nota 2:
Glaube
-Wahrheit -Toleranz;
cfr. también M.
Fiedrowicz,
Apologie
im frühen
Christentum, seg.
edición, Paderborn
2002.
5) K. Hübner, Das
Christentum im Wettstreit der
Religiones, Tubinga 2003, 148.
5. POSTDATA DE
MANUEL JIMÉNEZ REDONDO
Al final del texto original, en una
copia que he obtenido de un sitio de Internet, muy próximo a la
institución patrocinadora de la discusión, se añade la siguiente
observación: "En la respuesta del cardenal
Ratzinger se ve claro hasta qué punto la discusión entre
ambos científicos vino marcada por el respeto y la pasión".
1. E.-W. Böckenförde, Die
Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation (1967), en:
Idem, Recht, Staat, Freiheit,
Frankfurt 1991, pp. 92 ss, aquí p. 112.
2. J. Habermas,
Die Einbeziehung des Anderen,
Frankfurt 1996.
3. J. Habermas,
Facticidad y
validez, traducción M. Jiménez Redondo, Madrid 1998.
4. H. Brunkhorst,"Der
lange Schatten des Staatswillenspositivismus",
Leviathan 31, 2003,
362-381.
5. Böckenförde
(1991), p. 111.
6. Cfr.
Jürgen Habermas,
Identidades nacionales y
postnacionales, traducción
de Manuel Jiménez Redondo, Madrid 1989.
7. P. Neuner, G. Wenz
(Ed.), Theologen des 20.
Jahrhunderts, Darmstadt 2002.
8. K. Eder, "Europäische
Säkularisierung - ein Sonderweg in die postsäkulare
Gesellschaft?", BerlinerJourn.
f. Soziologie, vol. 3, 2002, 331-343.
9. J. Rawls,
Political
Liberalism, New York,
1993, 12 s., 145..
10. Véase por ejemplo W.
Singer, "Nadie puede ser de otra
manera que como es. Nuestras conexiones cerebrales nos fijan.
Deberíamos dejar de hablar de libertad",
FAZ de 8 de enero
2004, 33.
11. J. Habermas, Glauben
und Wissen , Frankfurt, 2001. |