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¿Manda Dios o manda el César?
18-6-2005
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Luisgé Martín
Escritor.
EL PAÍS - Opinión - 18-06-2005
"Si el proyecto de ley al que nos referimos llegara a
promulgarse tal como está formulado, quedaría seriamente comprometido el
futuro de la familia en España y gravemente dañado el bien común de
nuestra sociedad". Son palabras de los obispos, pero no se refieren a la
ley de los matrimonios homosexuales que el Parlamento español está
tramitando en la actualidad y a la que tan virulentamente están
respondiendo, sino a la Ley del Divorcio que el Gobierno de la UCD
promovió en 1981. El tiempo pasa y las costumbres cambian, pero la
retórica clerical se mantiene inalterable. Desde la muerte de Franco, la
Iglesia católica y la derecha más ultramontana han alzado su voz para
condenar la despenalización del adulterio, la autorización de la
pornografía, la venta de anticonceptivos, el divorcio, el aborto
terapéutico e incluso el matrimonio civil. Es decir, para condenarlo todo.
Y siempre lo han hecho con los mismos argumentos: si esas reformas legales
entraban en vigor, la sociedad en su conjunto comenzaría a descomponerse y
todos los valores morales que compartimos acabarían desapareciendo.
Nuestro país se convertiría en Sodoma y Gomorra.
No parece que la España de hoy sea Sodoma y Gomorra. Nadie
piensa ya, por ejemplo, que haya que obligar a quien no cree en Dios a
casarse delante de un altar. Nadie reivindica hoy la abolición del
divorcio. Y a juzgar por las paupérrimas tasas de natalidad que desde hace
décadas tiene nuestro país, nadie toma tampoco muy en serio la
peligrosidad moral o social de los anticonceptivos. Con los matrimonios
homosexuales pasará dentro de muy poco lo mismo. Nadie entenderá que se
hayan celebrado disputas encarnizadas sobre esa cuestión ni que se haya
invocado al mismísimo Satanás para prevenir de sus consecuencias.
Desde hace 30 años, la Iglesia y sus coristas han
respondido con la misma facundia a cualquier cambio. Todas las reformas
ponen en peligro la familia y, por lo tanto, a la sociedad en su conjunto.
En todos los casos se invoca el derecho natural, el orden moral y la recta
razón, sin que nunca se nos haya explicado por qué el orden que se predica
desde los púlpitos es más moral que el que se promulga desde los
parlamentos y por qué la razón de un obispo es más recta que la de los
demás.
La Iglesia pide respeto para sus opiniones, pero hace
mucho tiempo que se le debería haber negado ese respeto. Llevamos décadas
consintiendo cosas que no deben ser consentidas. En el documento
Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las
uniones entre personas homosexuales, elaborado en junio de 2003 por la
Congregación para la Doctrina de la Fe, que entonces presidía el hoy Papa
Benedicto XVI, se dice textualmente: "Las siguientes Consideraciones se
proponen no solamente a los creyentes, sino también a todas las personas
comprometidas en la promoción y la defensa del bien común de la sociedad".
Y luego se vuelve a hablar ocho veces más del bien común, ese mismo bien
común que quedaba "gravemente dañado" con la Ley del Divorcio. Es decir,
el rechazo al matrimonio homosexual no se fundamenta en la defensa de un
estilo de vida determinado, que puede elegirse o no, ni en el predicamento
de unas determinadas creencias religiosas, que pueden tenerse o no, sino
en algo que está por encima de todo eso, en un Absoluto que nos vincula a
todos: el bien común. ¿Hay una forma de argumentar más tramposa, más falaz
y más ventajista? ¿No se crearon los parlamentos para decidir en ellos, y
no en las iglesias o en los palacios, cuál es el bien común? Y por último,
¿qué instinto suicida es el que domina a una sociedad para que más de sus
dos terceras partes apoyen una medida legislativa que la perjudica
gravemente, que la condena a la catástrofe y a la calamidad?
Las argumentaciones en contra de las reformas del Gobierno
socialista son de tal indigencia intelectual que resulta difícil
rebatirlas. Se ha dicho, por ejemplo, que esta ley pondrá en peligro la
natalidad, como si los gays, ante la imposibilidad de casarse, fueran a
ponerse a procrear como locos. Se ha dicho que al ver que cualquiera puede
casarse ya, los heterosexuales, desencantados, no querrán hacerlo. Se ha
dicho que esta reforma deja el camino abierto a que se exija a
continuación el matrimonio zoofílico, como si hubiera alguna cabra que
reclamara su derecho a heredar. ¿Qué respeto pueden pedir quienes
argumentan así? Esto no ha sido un debate, sino una charlotada.
Hace unas semanas, en una entrevista en EL PAÍS, José
Gabaldón, el presidente del Foro Español de la Familia, organización que
ha convocado la gran manifestación de Madrid en contra de la reforma,
aseguraba que "los estudios que determinan que no hay diferencia en los
niños
[criados en parejas homosexuales] y que la educación puede
ser igual que los demás han sido de encargo y realizados sin base
científica. Hay estudios que demuestran lo contrario". El entrevistador
entonces le preguntaba que cuáles son esos estudios, y Gabaldón respondía:
"En este momento no lo sé, pero se los haré llegar". Es posible, como
decía Sócrates, que no haya hombres malos, sino únicamente ignorantes.
El argumento preferido por el brazo seglar de los
contrarreformistas, dirigido por el Partido Popular, es el de que los
derechos civiles de los homosexuales deberían haberse reconocido mediante
una legislación específica -una ley de Parejas de Hecho- y no mediante su
integración en la institución del matrimonio. No cometamos el error de
creerles. En noviembre de 1999, la Asamblea Nacional francesa aprobó, a
iniciativa del Gobierno socialista de Jospin, la Ley del Pacto Civil de
Solidaridad, ley que daba naturaleza jurídica a las uniones de hecho y que
permitía por primera vez a los homosexuales ver reconocidos toda una serie
de derechos salvo el de la adopción. Una ley, en fin, como la que esos
fariseos de la derecha española defienden ahora. Pero ¿qué ocurrió en
Francia? ¿Aceptaron templadamente la ley los conservadores de allí y los
obispos, la apoyaron incluso? Nada de eso. Organizaron la misma
escandalera que sus iguales están organizando en España, dijeron las
mismas barbaridades y anunciaron el mismo Apocalipsis. La Iglesia católica
aseguró que la ley aprobada convertía la institución del matrimonio en
algo completamente inútil, y un diputado del RPR de Chirac aseguró que se
trataba de "un proyecto de ley estalinista". En España habría ocurrido
igual. Que a nadie le quepa duda.
En el documento del que hablábamos antes, Consideraciones
acerca..., que firmaba Ratzinger y que ha servido de guía a la Conferencia
Episcopal Española y a sus acólitos, se repasa prolijamente la naturaleza
del matrimonio y se analizan desde los cuatro costados las relaciones
homosexuales. Es un documento extenso, de 10 folios de solemne prosa. Se
hacen observaciones jurídicas, antropológicas, espirituales, psicológicas,
biológicas y sociales. En ningún momento, sin embargo, se emplea la
palabra amor ni ninguno de sus derivados semánticos (amante, amar,
etcétera). La Iglesia, que se suele llenar la boca hablando de valores y
lamentando el terrible materialismo que gobierna el mundo moderno, cree
que se puede discursear del matrimonio, de la adopción de niños y de la
homosexualidad sin hablar de amor. Ése es el nudo gordiano de este
conflicto. Que sus valores, como su reino, no son de este mundo.
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