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CABE
OTRO TIPO DE CONDUCTA CATÓLICA
15-11-2005
Benjamín Forcano
EL PAÍS
- Opinión - 15-11-2005
Resulta
paradójico que en una sociedad mayoritariamente católica sea tan
escaso y superficial el conocimiento de lo católico. Cuando se
trata de profundizar en las cuestiones debatidas, suelen abundar
los tópicos y los recursos irónicos a palabras de la jerarquía y
poco más. Encuentro asombrosa la facilidad con que unos y otros
dirimen cuestiones importantes sin la provisión de los elementos
necesarios para un diálogo serio y documentado.
Estamos
en tiempo de enardecidas polémicas. Y los ciudadanos haríamos
bien en no asistir a ellas pasivamente. Quiero referirme al
hecho último de que el PP pretende poner recurso de
inconstitucionalidad contra la ley sobre los matrimonios
homosexuales aprobada en las Cortes, con el consiguiente
aplauso y movilización de los ciudadanos por parte de la
jerarquía católica.
A pesar
de la noticia, que todo el mundo lee, encuentro casi ausente un
pensamiento católico en los medios, un pensamiento serio y
libre, que no sea mero eco de los que mandan. Tal pensamiento
existe, pero no aparece, y si no aparece es como si no
existiera. Lo que parece propalarse a bombo y platillo son
ciertas declaraciones de la jerarquía, sobre todo si desentonan
del contorno cultural dominante. La notoriedad de ese oficial
pensamiento sirve para seguir atizando el clericalismo y, sobre
todo, para encubrir otro pensamiento más serio e interpelante.
Seguimos, creo, propiciando un doble error: primero, el de
pensar que no existe más pensamiento que el de la jerarquía; y
segundo, el de reducir el pensamiento de la Iglesia al de la
jerarquía.
Existe
una Iglesia real, amplia, crítica y comprometida pero, a la hora
de juzgar a la Iglesia y de medir cuanto existe en ella, no se
hace sino por lo que piensa y hace la jerarquía. Aparece así
algo que parecía superado: la Iglesia católica sigue
identificada con el clero en sus diversos estamentos. Es esta
Iglesia clerical la que cuenta: la que está arriba, la que
enseña, interviene y domina. Abajo sigue, como siempre, el
pueblo, pasivo, discente y dominado.
Nos
encontramos, pues, con un error de bulto o, si se quiere, una
clara herejía: la Iglesia vuelve a ser identificada con la
jerarquía, cosa que el Concilio Vaticano II trastocó en su nueva
visión de la Iglesia. La jerarquía, aparte de ser una parte muy
minoritaria, procede de la comunidad, tiene sentido en cuanto su
ministerio es comprendido como servicio y no como
honor, dignidad o poder personal. Lo importante -y lo primero-
en la Iglesia católica no es ser cura, obispo o papa sino
creyente en Jesús de Nazaret, seguidor suyo. Y lo decisivo para
ser un buen cura no es meterse a imponer con escrúpulo el
Derecho Canónico sino a anunciar el Evangelio, el cual requiere
resguardarse del orgullo de creerse saberlo todo y no prescindir
de la voz y sabiduría de los laicos.
Los
laicos tienen derecho a pensar por cuenta propia y a ser libres
expresando valerosamente su opinión dentro de la Iglesia. Sólo
entonces los obispos podrán cumplir bien con su ministerio, que
es animar a todos a vivir en el amor, la libertad y la
pluralidad y a escuchar con respeto su modo de entender y
explicar cantidad de cuestiones humanas. ¿Cuándo, en tantas
cosas de competencia directa de los laicos, se escucha su voz y
se la respeta? ¿Dónde está la aportación de esa pléyade de
antropólogos, científicos y filósofos que no se avergüenzan de
ser cristianos a la hora de esclarecer multitud de temas
humanos?
Un
segundo error, no menos importante, es creer que la Iglesia
católica tiene el monopolio sobre la ley natural. Ha sido ésa
creencia común durante siglos, porque en el fondo no se
reconocía la autonomía y valía del pensar racional desligado del
saber teológico. En el mundo moderno, democrático y
secularizado, nadie niega que la Iglesia tenga competencia para
dar su interpretación sobre cuestiones de la ley natural, pero
sin excluir la competencia de otras personas, sectores e
instituciones. Si el objeto de búsqueda versa sobre lo que es
naturaleza común, común debe ser el esfuerzo para
discutir y poner en común los resultados de esa
búsqueda.
Por eso
me resulta sorprendente que, bajo el título Salto
cualitativo, el constitucionalista y amigo Javier Pérez Royo
diera como válida en EL PAÍS (24 de septiembre de 2005) la
interpretación de que la Iglesia católica sí que podía,
coherentemente, interponer recurso de inconstitucionalidad
contra la ley de matrimonios homosexuales y considerarla
ilegítima, aun después de ser aprobada por las Cortes, en tanto
que el PP no: "La ley natural", escribe, "rectamente
interpretada por quien tiene autoridad para ello, es
decir, por la propia Iglesia católica, está por encima del
legislador estatal y, como consecuencia de ello, en lo que a
regulación del matrimonio afecta, las Cortes Generales carecen
de legitimidad para haber aprobado el matrimonio entre
individuos del mismo sexo". Creo ser éste el caso de la ley que
nos ocupa. Sobre ella hacen luz estas palabras del gran teólogo
Schillebeekx: "En lo que respecta a la homosexualidad no existe
una ética cristiana. Es un problema humano, que debe ser
resuelto de forma humana. No hay normas específicamente
cristianas para juzgar la homosexualidad" (Soy un teólogo
feliz, Madrid, 1994, página 124).
Si la
homosexualidad es un problema humano, de ley natural, no
considero justo atribuirle a la Iglesia católica una competencia
específica que la pondría por encima de todas las demás. Ésta es
una interpretación antigua de algunos católicos, no de todos, y
es un error atribuirla sin más a la Iglesia católica. No hace
falta ser muy experto para conocer las diferentes tendencias y
escuelas teológicas existentes en la Iglesia, y saber lo que
todas ellas afirmarían concordes: que cuando se trata de
cuestiones del orden natural, no relacionadas directa ni
indirectamente con la verdad revelada, la Iglesia puede
proponer normas pastorales, no dogmáticas, que deben ser
conocidas y respetadas, pero que permiten, a quien tenga razones
para ello, discrepar sin que por ello deje de ser buen católico.
No sólo,
pues, la Iglesia no tiene monopolio sobre la ley natural, sino
que, además, debe contar con la legitimidad de otras
interpretaciones e, incluso, admitir tal pluralidad dentro de
ella misma. En lo que es dudable y discutible no puede exigirse
uniformidad. Ésta es doctrina común y tradicional, que expone
entre otros un clásico como Salaverri en su manual sobre la
Iglesia, citando numerosos autores en pro de esta tesis.
Entendemos entonces perfectamente las palabras que el cardenal
Ratzinger firmara e hiciera públicas el 3 de junio de 2003 a
propósito de las Uniones de matrimonios entre personas
homosexuales: "Las presentes consideraciones
pretenden presentar algunas argumentaciones de carácter
racional. Por ser ésta una materia que atañe a la ley
moral natural las proponemos también a todas las personas
comprometidas en la promoción y la defensa del bien común en la
sociedad".
Ciertamente, la verdad natural del matrimonio heterosexual viene
expresada y confirmada en la Biblia. Pero, es un error
metodológico pretender establecer el significado de la
homosexualidad -su bondad o maldad- en comparación con la
heterosexualidad. Si se parte del presupuesto de que la
heterosexualidad es el camino, el modelo y la norma,
evidentemente la homosexualidad es desviación, contramodelo y
antinorma.
Pero hay
otro modo de proceder. Junto a la realidad de la sexualidad
heterosexual, existe la realidad de la sexualidad homosexual. El
hecho de la homosexualidad no impugna la realidad heterosexual.
Simplemente exige que se la estudie en sí misma, en su propio
significado. Nadie niega los muchos argumentos a favor de la
naturaleza, bondad, características y consecuencias positivas de
la heterosexualidad. Pero esa argumentación no dice nada directo
sobre la homosexualidad, sino que ha derivado construyendo una
imagen negativa sobre la misma por contraposición a la
heterosexualidad.
Se trata
de una realidad, mal percibida y estudiada, sobre la que hemos
erigido cantidad de juicios erróneos, infundamentados. Ni más ni
menos de lo que hemos hecho con otras realidades a lo largo de
la historia. Muchos de los juicios que sobre ellas habíamos
hecho los hemos abandonado por honestidad científica y porque no
se ajustaban a la naturaleza y exigencias de esas realidades.
Eso mismo, creo, es lo que está ocurriendo hoy con la
homosexualidad.
Es en el
campo de lo cultural donde se ha hecho más viva la crisis de la
homosexualidad: la cultura establecida, sobre todo en Occidente,
ha experimentado en las últimas décadas un cambio radical: las
diversas ciencias han ido arrinconando cantidad de prejuicios,
estereotipos e ideas equivocadas. No parece congruente sostener
en nuestros días que la homosexualidad es una enfermedad, una
anormalidad biofísica o psíquica, una degeneración (vicio)
ética: "En razón de ello, el Consejo de Europa ha instado a los
Gobiernos de sus países miembros a suprimir cualquier tipo de
discriminación en razón de su tendencia sexual" (Carlos
Domínguez, La homosexualidad en el sacerdocio y en la vida
consagrada, ST, páginas 133-134).
Como
criterio de discernimiento fijaría éste: la sexualidad humana,
incluso la heterosexual, no tiene su razón de ser en la
procreación, sino en la fusión y complementariedad de la pareja
para un proyecto de vida en común, que conlleva la
potencialidad de ser fecunda como consecuencia de su amor.
Pero esa potencialidad puede quedar sin actuar, por diversas
razones y, no obstante, la pareja sigue teniendo plena razón de
ser: "La comunidad matrimonial heterosexual", dice el Concilio
Vaticano II, "es una comunidad íntima de vida y de amor" (GS,
50). No, pues, un contrato para procrear, como se decía en el
código de Derecho Canónico.
Del
mismo modo, un proyecto de unión homosexual es una comunidad
íntima de vida y amor, actuable desde las condiciones básicas de
un amor interpersonal, sin posibilidad, obviamente, de
paternidad o maternidad biológicas, pero sí de otro tipo de
fecundidades.
Cuestión, pues, de orden natural; y si de orden natural,
investigable racionalmente; y si investigable racionalmente,
propia de todos y sin más consenso que el que provean las buenas
y fundamentadas argumentaciones