EL ÍDOLO FÁLICO DEL PATRIARCADO Y LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES

 

Inmaculada Calderón Gutiérrez

Mujeres y Teología de Sevilla

  

 

Mañana es 25 de noviembre. Nos toca salir a recorrer las calles para, un año más, sacudir la conciencia ciudadana ante el terrible drama del terrorismo de género, que en nuestra sociedad tiene su más cruenta y tremenda manifestación en la violencia doméstica, ejercida en la intimidad del hogar y soportada en nombre de un falso concepto de “amor”, de “deber”, de “bienestar” de la familia... Y digo la más cruenta y tremenda por que no es con mucho la única, ya que son, desgraciadamente, múltiples y variadas las situaciones y formas en que las mujeres, por el mero hecho de serlo, hemos sufrido y continuamos padeciendo violencia y maltrato.

En un contexto patriarcal, esas formas diversas de violencia hacia las mujeres han sido tradicionalmente vistas como algo normal, pues normal era el sometimiento de la mujer al varón, un designio divino, un destino fatal que ellas soportaban con resignación ¿cristiana? en la falsa creencia de que ese papel de subordinación y sumisa obediencia era su sitio en el mundo. Han hecho falta muchos siglos y muchos esfuerzos y luchas, a veces ocultas y silenciadas, de las propias mujeres para que este sistema patriarcal y jerárquico comenzara a tambalearse, para que la sociedad empezara a tomar conciencia plena de la radical igualdad de los seres humanos, varones y mujeres, y, por ende, a condenar todas las actitudes y comportamientos violentos derivados de esa visión sexista y discriminatoria.

Sin embargo no deja de sorprender que, lejos de acabar de una vez por todas el maltrato y la violencia, estos continúen siendo una triste realidad cotidiana para muchas mujeres que los padecen en la privacidad de sus domicilios, en sus puestos de trabajo o en cualquier otro contexto, y que la noticia del asesinato de alguna a manos de su pareja se produzca en nuestro país con una frecuencia aterradora. Y es que múltiples son las causas de este fenómeno complejo que tiene profundas raíces en los mitos y arquetipos del patriarcado que todavía están operantes en el inconsciente colectivo.

En el universo simbólico patriarcal “Dios”, la divinidad, la trascendencia queda reducida a un ídolo fálico, el anciano terrible de barbas blancas que castiga o recompensa las acciones humanas, más lo primero que lo segundo; un superhombre, por supuesto varón, todopoderoso y omnisciente.  Es  el Señor de las batallas que sanciona y da carta de legitimidad a las posiciones masculinas de poder opresivo y dominador, pues ha puesto en la cúspide de su creación al hombre, su lugarteniente en la tierra, con poder de dominio sobre todo lo creado, incluidas las mujeres, que de este modo son consideradas seres subordinados cuya razón de existir siempre está en función de los varones de los que deben ser en todo momento sumisas colaboradoras, mantenedoras silentes y acríticas del sistema por ellos establecido, ya que este no responde sino a la voluntad y designios de la sabia providencia del Omnipotente.  

Y todo ello en íntima relación con otro arquetipo mítico de profundo calado en la cultura patriarcal. Me refiero al de “la tentadora”, la Eva soberbia y desobediente que acarrea todas las desgracias a la humanidad, la Pandora que desata todos los males encerrados en las entrañas de un ánfora; el arquetipo de la mujer, en resumen, moralmente débil, proclive a la maldad, capaz de seducir y arrastrar consigo a su compañero, culpable de todas las desdichas a la que, por consiguiente, hay que, no sólo controlar y someter, sino también castigar con dureza.

La combinación en el inconsciente colectivo de estos dos arquetipos míticos, que todavía siguen activos y operantes tanto en varones como en mujeres, hacen que en muchos casos aquellos se sientan dueños de un poder omnímodo sobre sus compañeras, de cuya “maldad” deben siempre desconfiar o cuya rebeldía, cuando se deciden a no aguantar más, deben hacer pagar incluso con la propia vida; y que estas, atenazadas por una ancestral culpabilidad que las paraliza y por el sentimiento inconsciente de inferioridad que el patriarcado ha inoculado en sus genes, soporten con un estoicismo suicida el maltrato y la violencia, situación que se racionaliza bajo un erróneo  concepto del amor o del deber, un equivocado sentimiento de incapacidad o un supuesto bien de la familia o la prole. Es por ello que la violencia hacia las mujeres aparece en cualquier contexto social, económico y cultural y que las víctimas puedan ser en muchas ocasiones mujeres que objetivamente cuentan con los recursos suficientes para no haberlo sido.

Por eso nos urge, si queremos de verdad atajar esta lacra, ir a buscar estas raíces profundas, deconstruir estos arquetipos míticos y hacer una relectura en perspectiva de género de todas las tradiciones religiosas y culturales que los sustentan, pues, si bien son de vital importancia las leyes integrales sobre violencia de género, las ayudas a las mujeres que padecen este tipo de violencia y las denuncias de las situaciones de maltrato, no podemos en ningún momento olvidar que la prevención de estas situaciones pasa por una toma de conciencia del origen de la violencia patriarcal que nos permita de una vez por todas terminar con la transmisión de estos arquetipos culturales y educar a nuestras hijas e hijos en la igualdad, el respeto mutuo y la libertad.