EL PAÍS, Sábado, 29 de septiembre de 2001
El terrorismo, una enfermedad del género humano
Sari Nusseibeh reflexiona sobre las intrincadas relaciones entre las culturas árabes y las occidentales. Para el catedrático palestino, el problema de la violencia atañe a todo el género humano y no a un sector.
Texto: SARI NUSSEIBEH
Sari Nusseibeh es presidente de la Universidad Al Quds de Jerusalén.
Si es cierto, como dijo una vez Tucídides tratando de explicar las acciones humanas, que el miedo es uno de los instintos primarios que determinan la conducta del Gobierno; y si es cierto, como aseguraba Maquiavelo, que para el gobernante es preferible ser odiado antes que amado, entonces sin duda el terrorismo se puede definir como un medio creado para inspirar miedo y, en consecuencia, para obligar a ejecutar -o abstenerse de ejecutar- una acción determinada. El terrorismo es un intento de "persuasión" por la fuerza; un mecanismo psicológico vacío de todo contenido desde el punto de vista racional, y que los antiguos lógicos latinos describieron, en términos lingüísticos, como la falacia del argumentum ad bacculum. Evidentemente, no es que esté "vacío" en el sentido de que no sea un mecanismo calculado, sino en el de que no resiste la prueba de la razón ni puede sustentar actitudes racionales o morales.
Hay distintas formas de terrorismo, cada una de las cuales emplea sus propios mecanismos de "persuasión". Los Estados pueden practicar el terrorismo contra sus propios ciudadanos, los soberanos y gobernantes contra sus súbditos, los centinelas contra los esclavos, los maridos contra sus mujeres, los padres contra sus hijos y las naciones unas contra otras. Todos estos casos tienen un denominador común: se infunde miedo en la persona, privándole de libre albedrío con objeto de conseguir su sometimiento y su aquiescencia.
De los ejemplos anteriores se desprende que lo típico es que el fuerte ejerza el terrorismo contra el débil con la intención de perpetuar una injusticia. En la mayoría de los casos, cuando el débil recurre al terrorismo, lo hace movido por la desesperación, cuando no ve otra alternativa.
¿Hay mentalidades, culturas o religiones predispuestas genéticamente a la enfermedad del terrorismo, mientras las demás estarían "limpias"? Hace sólo 50 años, Europa atravesó uno de los periodos más vergonzosos de su historia al producirse aquel paradigma de clasificación humana de consecuencias tan terribles (y cuyo precio, entre paréntesis, se han visto obligados a pagar los palestinos). Si es posible extraer alguna lección de lo sucedido entonces, seguramente es la de que dicho paradigma falla por la base al carecer de todo fundamento. Las lacras humanas como el terrorismo no pueden ni deben clasificarse en función del color, la religión o la cultura; y los conflictos transfronterizos no pueden ni deben ser vistos como choques predeterminados dialécticamente entre el bien y el mal, entre vaqueros e indios, entre Oriente y Occidente, o entre el mundo judeocristiano y el Islam.
El Corán dice así: "Ningún árabe excede en méritos a quien no lo es, salvo en la compasión. El baremo coránico lo constituyen los valores humanos universales, no las razas; ni siquiera las pretendidas religiones. En la historia de la humanidad, la guerra no se produce entre naciones, culturas o razas distintas, sino entre quienes padecen la enfermedad y quienes sustentan los valores morales universales; se produce entre el cruzado que en las calles de Jerusalén, en medio de un baño de sangre, arremete a golpe de espada bajo el estandarte de la cristiandad y un san Francisco de Asís para quien unos crímenes tan nefandos como ésos son una violación de los principios morales que defendía como cristiano.
En primer lugar, para bien o para mal, el Islam no es un extraño para el mundo judeocristiano. ¿No deriva el Islam del cristianismo y del judaísmo, no abrazó ambos ampliando el mensaje de Dios? Seguramente nadie cree que exista una cultura "occidental", obtenida rutinariamente de algún proveedor con clase o aristocrático, algo muy distinto al modo en que la cultura se adquiere en el mundo islámico. En el ámbito de cualquier instituto político de Washington DC, en el año 2001, debe de costar mucho esfuerzo imaginar y apreciar como se merece, por ejemplo, una conversación mantenida entre el profesor nestoriano Yahya Ben Adi y su alumno Al Farabi sobre la naturaleza de la relación existente entre el lenguaje y la lógica. O apreciar la trascendencia literaria y cultural de un tratado erudito sobre las características de la Divina comedia de Dante que se encuentran en la poesía de Al Ma'rri. O, para el caso, la influencia de las ideas asiáticas en la filosofía griega, el monoteísmo egipcio en el pensamiento judío, o la relevancia intelectual que pueda tener el hecho de que un estudiante de medicina europeo del siglo XIX consultara la obra médica y farmacológica de Avicena. ¿Dónde acaba Hayy Ben Yaqzan, dónde empiezan Robinson Crusoe y Candide? ¿Tal vez las ideas del empirista británico John Locke derivan de su apreciación de las sutiles distinciones efectuadas por Avicena en De anima? Y en cuanto al filósofo judeomusulmán Al Baghdadi, ¿es judío o musulmán? ¿Y qué hacemos con Maimónides o Descartes y Al Ghazzali, qué hacemos con la arquitectura y el arte? Por encima de todo: ¿qué hacemos con un hecho tan simple como el de ser todos seres humanos? ¿Asumimos que las diferencias culturales y religiosas rebasan -e incluso anulan- la unidad humana subyacente? Los principios morales relacionados con la cultura y la religión, ¿pesan más que los principios humanos universales?
Se podría replicar: todo eso está muy bien, pero, ¿cómo se explica que fuesen musulmanes, abanderados de Alá, los individuos identificados como autores del trágico acto de terrorismo cometido en el World Trade Center? ¿Cómo es que una autoridad gubernamental musulmana ha perpetrado un crimen contra la civilización al ordenar la destrucción de antiguos templos budistas? ¿Y no son kamikazes musulmanes los que cometen atentados suicidas y hacen saltar por los aires restaurantes y clubes nocturnos llenos de civiles israelíes? ¿No significa eso que todos los musulmanes son terroristas, y que por tanto el mundo civilizado debería librar su guerra antiterrorista contra los países y los grupos islámicos?
Seguramente el mundo civilizado deba emprender una guerra contra el terrorismo. Pero si no queremos que esa guerra avive el racismo y la intolerancia, su objetivo debe ser eliminar las causas de esta enfermedad que aflige al género humano. Que sea una guerra para poner en práctica y defender los valores humanos universales; una guerra para proteger al débil y al oprimido; una guerra contra el hambre y la esclavitud infantil; una guerra para liberar territorios ocupados y dar una casa a quien carece de ella; una guerra para educar y acercar a las personas. En última instancia, el terrorismo tal vez no desaparezca, pero habrá sido tratado por un médico, no por otro paciente afectado por la misma enfermedad.
Entretanto, no creo que los musulmanes, ni como individuos ni como comunidades, deban contentarse con la seguridad de que su religión y su cultura están por encima de todo reproche. Por toda una serie de razones, ha estallado una enfermedad que hay que tratar con sabiduría, pero sin piedad. Tal vez los musulmanes tengan que redescubrir el islam, aprender de nuevo sus valores y mensajes. Esta tarea corresponde a los ancianos y líderes musulmanes. Como dijo el presidente Bush en su reciente discurso ante el Congreso, recordando a san Francisco de Asís: no se debe permitir que el islam sea secuestrado por los individuos afectados por la enfermedad del terrorismo.