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Iglesia católica y autonomía espiritual

de la sociedad                                                         14-06-2005

 

Demetrio Velascoo

Profesor de la Universidad de Deusto

EL CORREO Y ATRIO, 14-06-2005

            Quienes nos hicimos  adultos en los años del Vaticano II creíamos que la aceptación por parte de la Iglesia católica  de la “autonomía de lo temporal” era un logro irreversible e irrenunciable, que permitía desterrar, de una vez por todas,  cualquier tentación de  confesionalismo, por considerarlo incompatible con el pluralismo de nuestras sociedades modernas.  Quienes se lamentaban de este decisivo paso de la Iglesia universal hacia la secularización y la laicidad, sanamente entendidas, nos parecían nostálgicos trasnochados y residuales.

 

            Sin embargo, la realidad nos viene a demostrar que, al menos,  una parte significativa de la actual jerarquía eclesiástica  sigue manteniendo una concepción de la Iglesia y de sus relaciones con la sociedad y con el poder político             difícilmente compatibles con un espíritu conciliar dialogante y con su razonable ejercicio en las sociedades modernas.  Los últimos episodios protagonizados por un sector del episcopado  y por algunos de los  movimientos eclesiales más potenciados por la misma jerarquía nos muestran  que, a pesar de que se dice que se acepta la autonomía de lo temporal, no se acepta lo que, en mi opinión, hace de verdad significativa esta aceptación y que  debió explicitarse más en el concilio: el reconocimiento de  la autonomía espiritual de la sociedad.   La Iglesia debe aceptar que no tiene en exclusiva el monopolio de lo espiritual, ya que todo ser humano tiene la libertad, como lo reconoce el mismo concilio, para decidir en cuestiones tan relevantes como la religiosa y la moral, y que la conciencia de cada ser humano concreto es  un santuario que nadie, ni menos la Iglesia, debe violentar y profanar. La mayoría de edad responsable que, en principio, se debe reconocer y potenciar en todo ser humano  exige de la Iglesia el respeto al pluralismo espiritual y a las consecuencias que del mismo se derivan. Aceptar esto no es caer en el relativismo epistemológico o moral,  sino asumir que la verdad que se afirma a costa de la libertad deja de ser una verdad que humaniza  y salva.  Supone estar convencido de que la salvación  que se impone al ser humano y que le sustrae de la decisión de cómo quiere salvarse, al final, le salvará de tener que ser sujeto libre,   pero no le salvará como ser humano. Pensar lo contrario ha sido propio de sociedades desigualitarias y promotoras de la minoría de edad del ser humano.

 

            No abundaré en argumentar sobre una cuestión tan fundamental ya que estoy convencido de que nada cambiará en la actitud de esta parte de la Iglesia respecto a la autonomía espiritual de la sociedad  mientras en ella subsista un imaginario eclesial y sociopolítico que se sustenta en dos graves prejuicios que, en mi opinión,  determinan su autocomprensión como iglesia,  así como su forma de entender las relaciones de la Iglesia con la sociedad. Me refiero, en primer lugar, a una concepción jusnaturalista, premoderna y sacralizada de la ley natural y del derecho natural de los que la Iglesia se sigue considerando la intérprete privilegiada  y a los que, según ella,  debe ajustarse toda ley humana y todo ordenamiento político, jurídico y moral. En segundo lugar, un ultramontanismo eclesial de masas, que le lleva a la Iglesia a entender que su misión consiste en recristianizar la sociedad mediante una forma de entender su presencia pública que, además de minusvalorar los procedimientos democráticos que considera meros instrumentos  a su servicio, puede llegar incluso a deslegitimar a la misma democracia y a sus gobernantes legítimos cuando considere que no se ajustan a lo que ella considera “conforme a derecho”.

 

El prejuicio del jusnaturalismo premoderno y sacralizado se basa en la aceptación acrítica de que hay un  “orden natural verdadero” que solamente la Iglesia, por encargo divino,  puede interpretar adecuadamente, lo que, además,  la faculta para valorar cuándo los ordenamientos humanos se ajustan a dicho orden querido por Dios y para legitimarlos o deslegitimarlos, en consecuencia. Esta Iglesia, que se autodenomina “experta en humanidad”, en ningún momento se cuestiona la validez y  plausibilidad de esta forma de pensar y de obrar, aunque la evidencia histórica haya mostrado, con frecuencia de forma dramática,  que ha servido para impedir que los seres humanos, incluidos los creyentes,  pensaran  con libertad y se comportaran como mayores de edad. La radical desconfianza  ante un sujeto humano moderno emancipado  de sus tutelas se traduce en  la condena de aquellos  comportamientos adultos que  no se ajustan al  plan trazado por la providencia divina, tal como  la jerarquía eclesiástica  lo entiende. La confusión entre lo que ésta última define como “ordenamiento moral” y lo que ella cree exigible a todo el mundo se traduce en una actitud de dogmatismo intransigente que acaba espantando a quien de forma responsable prefiere ejercitar su libertad y correr el riesgo de equivocarse por su propia cuenta.

 

            El ultramontanismo eclesial de masas se basa en el prejuicio de que la misión de la Iglesia  pasa por restaurar un orden cristiano en aquellas sociedades cuya deriva  se considera  cada vez más antagónica del plan de Dios. Los rasgos más alarmantes de este prejuicio son, entre otros, los siguientes: una enorme centralización eclesial en la que el papado romano se convierte en el centro de todo y controla todo; una dogmatización creciente que busca satisfacer la inseguridad de los fieles; una política eclesiástica de talante neoconservador que, además de mantener una actitud polémica ante las ideologías y proyectos de talante secularizador, llama a la movilización  social cuando estos proyectos se pretenden poner en práctica;  una promoción  de movimientos eclesiales de claro carácter conservador que son los vehículos privilegiados no sólo para la movilización de los fieles, sino, sobre todo, para garantizar una  presencia influyente y visible de la Iglesia en la vida pública; una legitimación de esta estrategia eclesial mediante la práctica de un mesianismo lo suficientemente ambigua que le permite,  por un lado, desautorizar como ilusorio e incluso como criminal cualquier proyecto humano que se proponga cambios radicales de lo que para la Iglesia es un orden intocable, como el arriba definido,  y , en segundo lugar, cuando estos cambios cuestionan  sus intereses institucionales y pretenden supeditarlos a los intereses generales de la sociedad, la lleva a blindarse a sí misma,  a utilizar argumentos que solamente deberían utilizarse para la defensa del Reino de Dios y a esgrimir una apologética propia de momentos apocalípticos. En ningún momento, se cuestiona si no está usando el nombre de Dios en vano, al invocarlo para restaurar un orden que, probablemente, no es ni el más humano ni el más cristiano, algo que, en mi opinión, ocurre, también,  con .el ordenamiento que estructura institucionalmente a la propia Iglesia.

 

            Todo lo que acabo de decir no significa que desconozca que, en el panorama político español, también subsiste un laicismo decimonónico, que no se ha sabido secularizar y que sigue sin entender que el pluralismo y la autonomía de lo espiritual sólo se pueden asumir y dinamizar desde una laicidad abierta que entiende que lo contrario de la laico es lo clerical y no lo religioso. Un laicismo que no es sino el correlato premoderno y sacralizado de un imaginario polémico que sigue pensando que a la barbarie del fideísmo se combate con otra barbarie y que, lamentablemente,  sigue creyendo que la rabia se cura mordiendo a todo el mundo.

 

            Estoy convencido de que la forma de atajar este laicismo secularista y antilaico no pasa por campañas y proclamas como las promovidas por esta parte de la Iglesia  a la que me he referido, sino por la creación de un nuevo imaginario eclesiológico  y sociológico, capaz de discernir los signos de los tiempos. Para ello, sería precisa una verdadera mística de ojos abiertos, incompatible con una dogmática eclesiocentrista y obsesionada con  las cuestiones de lo que Ortega seguiría llamando “moral visigótica”. Pero, en ausencia de esta mística,  es imprescindible  prepararse  con esmero para ejercer uno de esos títulos para los que nadie está todavía adecuadamente habilitado, ni siquiera la Iglesia,  como es el de “experta en humanidad”.

 

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