EL MATRIMONIO GAY
26-6-2005
Mario Vargas Llosa
EL PAÍS - Opinión - 26-06-2005
Luego
de Holanda y Bélgica, España será en estos días el tercer país en el
mundo que habrá legalizado el matrimonio entre personas del mismo
sexo, con todos los deberes y derechos incluidos, entre ellos el de
poder adoptar niños. Es un extraordinario paso adelante en el campo de
los derechos humanos y la cultura de la libertad que muestra, de
manera espectacular, cuánto y qué rápido se ha modernizado esta
sociedad donde, recordemos, hace unos cuantos siglos los homosexuales
eran quemados en las plazas públicas y donde, todavía en los tiempos
de la dictadura de Franco, la homosexualidad era considerada un delito
y reprimida como tal.
Esta medida es un acto de justicia, que reconoce el derecho de los
ciudadanos a elegir su opción sexual en ejercicio de su soberanía, sin
ser discriminados ni disminuidos por ello, y que reconoce a las
parejas homosexuales el mismo derecho de unirse y formar una familia y
tener descendencia que las leyes reconocen a las parejas
heterosexuales. Aunque esta medida constituye un desagravio a una
minoría sexual que a lo largo de la historia ha sido objeto de
persecuciones y marginaciones de todo orden, obligando, a quienes la
conformaban, a vivir poco menos que en la clandestinidad y en el
permanente temor al descrédito y al escándalo, ella no bastará para
cancelar de una vez por todas los prejuicios y falacias que demonizan
al homosexual, pero, sin la menor duda, constituye un gran avance
hacia la lenta, irreversible aceptación por el conjunto de la sociedad
-por la gran mayoría, al menos- de la homosexualidad como una
manifestación perfectamente natural y legítima de la diversidad
humana.
La
ley, como era lógico que ocurriera, ha tenido adversarios encarnizados
y ha generado movilizaciones diversas, entre ellas, en Madrid, una
multitudinaria manifestación, convocada por distintas asociaciones
católicas, respaldada por la jerarquía de la Iglesia, a la que
asistieron dieciocho obispos y a la que dio su respaldo el Partido
Popular, el principal partido de la oposición al Gobierno de Rodríguez
Zapatero. Pero todas las encuestas son inequívocas: casi dos terceras
partes de los españoles aprueban el matrimonio gay, y, aunque esta
aprobación disminuye algo en las adopciones de niños por las parejas
homosexuales, también este aspecto de la ley es convalidada por una
mayoría. Buen indicio de que la democracia ha echado raíces en España
y de que, por más denostada que esté de la boca para afuera, la
cultura liberal va impregnando poco a poco a la sociedad española.
Los
argumentos contra el matrimonio gay no resisten el menor análisis
racional y se deshacen como telarañas cuando se los examina de cerca.
Uno de los más utilizados ha sido el de que, con esta medida, se da un
golpe de muerte a la familia. ¿Por qué? ¿De qué manera? ¿No podrán
seguir casándose y teniendo hijos todas las parejas heterosexuales que
quieran hacerlo? ¿Alguien, con motivo de esta nueva ley, va a forzar a
alguien a no casarse o a casarse de manera distinta a la tradicional?
Por el contrario, la ley, al permitir a las parejas gays contraer
matrimonio y adoptar niños, va a inyectar una nueva vitalidad a una
institución, la familia, que -¿alguien no lo ha advertido todavía?-
padece desde hace ya un buen tiempo una profunda crisis en la sociedad
occidental, al extremo de que, contabilizando el número de divorcios
que crece cada año y la multiplicación de parejas de hecho que rehúsan
resueltamente pasar por el altar o por el registro civil, hay quienes
le auguran una obsolescencia irremediable. La paradoja es que,
probablemente, sólo entre los homosexuales, que, como todas las
minorías perseguidas desean ardientemente salir del gueto en que la
sociedad los ha confinado, despierta la familia esa ilusión y ese
respeto que en un número muy grande de heterosexuales, sobre todo
entre los jóvenes, parece haber perdido. Por eso, no hay ninguna
ironía en decir -yo lo creo firmemente- que es muy posible que, dentro
de veinte o treinta años, las familias más estables las descubran las
estadísticas entre los matrimonios gays.
Un
prejuicio idéntico sostiene que los niños adoptados por parejas
homosexuales sufrirán y tendrán una formación deficiente y anómala, ya
que un niño para ser "normal" necesita un padre y una madre, no dos
padres o dos madres. A esta afirmación dogmática y sin el menor
sustento psicológico, ha respondido Edurne Uriarte de manera
inmejorable: un niño lo que necesita es amor, no abstracciones.
También padecen de una ceguera contumaz quienes no se han enterado de
que, entre las parejas heterosexuales, cada día se descubren casos
atroces de violencias ejercidas contra los niños, y, entre ellas,
sinnúmero de abusos sexuales. Que los padres sean hetero u
homosexuales no presupone de por sí nada; cada pareja es única y puede
ser admirable o tiránica, amorosa o cruel en lo que concierne a la
educación de sus hijos. Y también en este campo cabe suponer que entre
quienes han luchado tanto por poder adoptar niños, ahora que lo han
adquirido, asumirán este derecho con ilusión y responsabilidad.
En
verdad, detrás de todos estos argumentos no hay razones, sino
prejuicios inveterados, una repugnancia instintiva hacia quienes
practican el amor de una manera que siglos de ignorancia, estupidez,
oscurantismo dogmático y retorcidos fantasmas del inconsciente, han
satanizado llamándolo "anormal". En verdad, la ciencia -la biología,
la antropología, la psicología, la historia, sobre todo- ha puesto las
cosas en su sitio ya hace tiempo y establecido que hablar de
"anormalidad" en el dominio de la vocación sexual de los seres humanos
es riesgoso y alienante. Salvo casos extremos, que entrañan
criminalidad, y que de ninguna manera se pueden identificar con una
opción sexual específica, en el universo del sexo hay variedades, una
constelación de vocaciones y predisposiciones de las que de ninguna
manera da cuenta cabal la demarcación entre heterosexualidad y
homosexualidad, pues se refracta y multiplica en el seno de cada una
de estas grandes opciones, como ocurre en tantos otros campos de la
personalidad individual: las aptitudes, las preferencias, los gustos,
las incompatibilidades, las facultades físicas e intelectuales,
etcétera.
El
Gobierno que ha dado esta ley en España es socialista y hay que
reconocerle todo el mérito que ello tiene. Pero, para evitar
confusiones, conviene re-cordar que se trata de una medida de profunda
entraña democrática y liberal, y nada socialista. El socialismo ha
sido a lo largo de toda su historia, en materia sexual, tan puritano y
prejuicioso como la Iglesia católica. Si de él hubiera dependido, la
gazmoñería y la pudibundez hubieran dictado la norma aceptable en
materia de costumbres sexuales y ésta se hubiera impuesto a la
sociedad por la fuerza. Por eso, en las sociedades comunistas, la
discriminación y persecución del homosexual fue, en ciertos periodos,
tan feroz como en la Alemania nazi, donde en las cámaras de la muerte
de los campos de concentración perecieron muchos millares de
homosexuales. También en el Gulag soviético padecieron y murieron gran
número de seres humanos cuyo único delito era practicar una opción
sexual que la "ciencia comunista" del temible Pavlov consideraba una
perversión "urbano-burguesa". Carlos Franqui cuenta en alguna parte
que, cuando él, como director del diario Revolución, asistía a
los consejos de ministros de Cuba, a principio de los años sesenta,
Fidel y sus lugartenientes preguntaron a los "países hermanos" qué
política aconsejaban para enfrentar "el problema homosexual". La
respuesta de la China Popular de Mao Tse Tung fue la más meridiana:
"Ya no tenemos ese problema. Los fusilamos a todos". Sin llegar a esos
extremos, Fidel creó las UMAP (Unidades Movilizables de Apoyo a la
Producción), es decir, campos de concentración donde eran acarreados
homosexuales de ambos sexos junto con criminales comunes y disidentes
políticos.
Han
sido las sociedades democráticas, impregnadas de cultura liberal, como
los países escandinavos y los Estados Unidos, donde se ganaron las
primeras batallas contra la discriminación de los gays y donde, poco a
poco, se les ha ido reconociendo tal cual son: seres humanos normales
y corrientes cuya opción sexual debe ser aceptada y reconocida como
perfectamente legítima por el conjunto de la sociedad.
Es
difícil, para mí, entender las razones por las que el Partido Popular
ha apoyado la manifestación contra el matrimonio gay. Aunque es verdad
que su dirigente máximo no asistió, y que tampoco estuvieron presentes
sus principales líderes, que el partido la hubiera respaldado sólo
puede haber contribuido a confundir y lastimar no sólo a los
homosexuales que hay en sus filas sino, sobre todo, a su sector
liberal, y a dar argumentos a quienes lo presentan como una formación
política ultraconservadora. El oportunismo político da beneficios muy
pasajeros y superficiales. Hay muchas razones para criticar al
Gobierno de Rodríguez Zapatero. Su desastrosa política internacional,
por ejemplo, que ha abolido a España de la escena mundial, donde llegó
a tener influencia y a figurar entre los países de vanguardia. Sus
ventas de armas al Gobierno demagógico del comandante Chávez, en
Venezuela, que alienta y subvenciona grupos subversivos. Su
acercamiento, que linda con la alcahuetería, a la satrapía de Fidel
Castro, a la que trató de salvar de la condena que ha merecido de la
Comisión de Derechos Humanos de la ONU. O sus concesiones sistemáticas
a los nacionalismos, que rompen una tradición de defensa de la unidad
de España del socialismo democrático de la que el Gobierno de Felipe
González nunca se apartó. Pero no tiene sentido atacar a un Gobierno
por todo lo que hace y, mucho menos, por haber hecho avanzar,
con esta ley, la democratización y modernización de la sociedad
española.
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