El pasado
domingo, en el
transcurso de una solemne celebración en la basílica de San Pedro,
improvisada a raíz del
Día Mundial contra la Pobreza,
el papa pronunció un
discurso tan breve como asombroso. Los cardenales de la Curia que
ocupaban lugares preferentes no daban crédito. Sus rostros denotaban
sorpresa, desconcierto, estupor... La verdad es que, habida cuenta
de la trayectoria del nuevo pontífice y sus recientes declaraciones,
nada hacía prever semejante desenlace. Dada la suma trascendencia de
sus palabras, extractamos a continuación los párrafos más
significativos.
Hermanos y hermanas,
cristianos del mundo entero -dijo el papa con voz firme desde
el principio-.
Abrid bien vuestros ojos y vuestros oídos. No sea que, como ya nos
advirtiera Jesús, mirando no veis y oyendo no entendáis... Apartad de
vuestra mente todo prejuicio y, como niños, recibid el mensaje
evangélico.
Mirad a
Jesús. De rodillas a los pies de los apóstoles, lavándoles los pies,
antes de comer la cena fraternal, su última cena... Ese gesto es la
afirmación categórica de estar con los hombres, pero ocupando el
último lugar. Ha elegido el lugar que nadie ambiciona; de suerte que
nadie se lo disputará ni se lo arrebatará jamás.
Jesús,
de naturaleza divina, se negó a detentar el rango que le igualaba a
Dios. Al nacer, renunció a su propia condición y tomó la nuestra. Se
hizo nuestro servidor. Dedicó toda su vida a hacer pasar a Dios de la
teocracia más absoluta al servicio más incondicional al Hombre...
Entendedlo bien, cristianos todos. Dios se postra a los pies de los
hombres. Esa es la gran revelación cristiana. Ese es el Dios verdadero
que Jesús nos muestra.
Jesús
ha subvertido el orden y los valores de la religión. En adelante, el
hombre queda constituido en valor supremo; y los discípulos de Jesús,
arrodillados junto a su Maestro, servirán a los hombres... Nadie ha
tomado más en serio al hombre, nadie lo ha amado más que Jesús... Esa
es la verdadera religión de la que nos habla el apóstol Santiago.
Insultaría a la
Iglesia de los Pobres -el papa elevó su voz, recalcando así
la importancia de lo que decía-
si me atreviera a celebrar la Cena del Señor sin compartir con ellos
lo que poseo.
¡Cómo
ser sordo a los gritos aterradores de los niños que mueren de hambre!
¡Cómo esquivar la voluntad expresa de Jesús: "dadles vosotros de
comer"!
Sé que
dando todo el oro que la Iglesia posee, no solucionaríamos el
gravísimo problema planteado. Eso, sin embargo, ni nos excusa ni nos
exime. Quien cierra sus entrañas al que tiene hambre, reniega de Dios,
rechaza a Jesús y él mismo se condena. "¡Apartaos, malditos, al fuego
eterno! Tuve hambre y no me disteis de comer...!
Por
eso, siguiendo las enseñanzas de nuestro Maestro e interpretando el
sentir del apóstol Pedro, que no quiso para sí oro ni plata, en Su
nombre y voluntad hago perpetua e irrevocable donación de todos los
bienes de la Iglesia Romana a los pobres del mundo entero.
Tan
sobrecogidos estaban todos que nadie se atrevió a aplaudir.
A los obispos
católicos -continuó el papa con voz emocionada y llena de
gravedad-, y a
todos los pastores cristianos, yo Pedro, vuestro hermano, os exhorto
desde lo más profundo de mi corazón: "Vendedlo todo y dadlo a los
pobres". Sólo cuando se comparte el pan, Cristo se hace realmente
presente ...