|
Volver
Ver comentarios (Hay
16)
Enviar comentario
DEBATE ENTRE HABERMAS Y RATZINGER
28-05-2005
LA
VANGUARDIA, 3-5-2005
TEMAS DE
DEBATE. Diálogo entre la razón y la fe
El
entonces cardenal Joseph Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI, y el filósofo
Jürgen Habermas, profesor de la escuela de Frankfurt y padre del
patriotismo constitucional, celebraron el día 19 de enero del 2004 un
diálogo en la Academia Católica de Munich sobre los Fundamentos morales
prepolíticos del Estado liberal, desde las fuentes de la razón y de la fe.
La diversidad de las posiciones de uno y otro respecto a las raíces de la
legitimidad del Estado democrático puso de relieve la oposición entre
revelación y razón. Pero también hubo coincidencias entre ambos, como es la
necesidad de controlar los peligros que religiones y razón suponen para los
derechos del hombre, mediante lo que Habermas califica de aprendizaje
recíproco entre razón y fe. La Vanguardia ofrece los textos completos leídos
por Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, en un diálogo que, a buen seguro, será
referencia básica en el futuro.
JÜRGEN HABERMAS
IR AL TEXTO DE RATZINGER
Ideas principales:
"El liberalismo político se
concibe como una justificación no religiosa y posmetafísica del Estado
democrático"
"En el Estado constitucional no existe ninguna autoridad que se sustente en
una sustancia prejurídica"
"Compartir religión y lengua y recuperar la conciencia nacional sirvieron
para el surgimiento de la solidaridad ciudadana"
"El catolicismo tuvo
dificultades para asumir el humanismo, la ilustración y el liberalismo
político"
"La razón descubre que
tiene su origen en otra cosa y debe aceptar el poder fatal de esta otra
cosa"
"La religión debe abandonar la aspiración de monopolizar la interpretación y
a organizar todos los aspectos de la vida"
"Al
Estado constitucional le conviene ser respetuoso con todas las fuentes
culturales de las que se nutre"
"Los ciudadanos secularizados no deben negarles a las visiones religiosas
del mundo un potencial de verdad"
TEXTO COMPLETO DE LA INTERVENCIÓN:
El tema que
hoy debatimos me hace evocar aquella pregunta que Ernst-Wolfgang Böckenförde
planteó a mediados de los años sesenta en términos claros y concisos: ¿es
posible que el Estado liberal secular se sustente sobre unas premisas
normativas que él mismo no puede garantizar? (1). Lo que se pregunta
Böckenförde es si el Estado democrático constitucional es capaz de renovar sus
presupuestos normativos valiéndose de recursos propios, ya que no es
inconcebible que pueda depender en realidad de tradiciones éticas autóctonas,
ya sean ideológicas o religiosas; en cualquier caso, vinculantes a escala
colectiva. Para el Estado, que debe hacer profesión de neutralidad en el
terreno ideológico, esto representaría un obstáculo ante el "hecho innegable
del pluralismo" (Rawls), aunque esta conclusión no basta para descartar la
mencionada sospecha.
Para empezar, quisiera caracterizar el problema en dos sentidos. En sentido
cognitivo, la duda se circunscribe a la cuestión de si el poder político,
consumada la total positivización del Derecho, sigue admitiendo una
justificación secular, es decir, no religiosa o posmetafísica. Aun en el caso
de que se acepte esa clase de legitimación, desde el punto de vista
motivacional se mantiene la duda de si es posible estabilizar desde un punto
de vista normativo -es decir, más allá de un mero modus vivendi- una
colectividad ideológicamente pluralista sobre la base de un consenso
fundamental que no pasaría de ser en el mejor de los casos meramente formal y
limitado a procedimientos y principios (2). Aun en el caso de que se pueda
despejar esa duda, resulta indiscutible que los ordenamientos liberales
dependen de la solidaridad de sus ciudadanos, cuyas fuentes podrían agotarse
por completo si se produjera una secularización desencaminada de la sociedad.
Este diagnóstico no se puede rechazar de plano, pero eso no significa que los
elementos cultos entre los defensores de la religión puedan extraer de él, por
así decirlo, una plusvalía (3). En lugar de ello, propongo entender la
secularización cultural y social como un doble proceso de aprendizaje que
obligue tanto a las tradiciones de la ilustración como a las doctrinas
religiosas a reflexionar acerca de sus límites (4). Finalmente, en lo que
respecta a las sociedades postseculares, cabe preguntarse, desde el punto de
vista cognitivo y expectativo, qué premisas normativas debe imponer el Estado
liberal a sus ciudadanos creyentes y no creyentes en su relación recíproca
(5).
1. EL LIBERALISMO POLÍTICO -al que me adhiero en su variante específica
del republicanismo kantiano (2)- se concibe a sí mismo como una justificación
no religiosa y posmetafísica de los fundamentos normativos del Estado
democrático constitucional. Esta teoría se encuadra en la tradición de un
derecho racional que renuncia a las hipótesis fuertes cosmológicas o
histórico-teológicas de las doctrinas clásicas y religiosas del derecho
natural. La historia de la teología cristiana en la edad media, en especial la
escolástica española tardía, se encuadra, por supuesto, en la genealogía de
los derechos humanos. Pero los fundamentos de legitimación de la autoridad
estatal ideológicamente neutral proceden en última instancia de las fuentes
profanas de la filosofía de los siglos XVII y XVIII. La teología y la Iglesia
no fueron capaces de afrontar hasta mucho más tarde los desafíos del Estado
constitucional surgido de la revolución burguesa. Sin embargo, a mi entender,
desde el punto de vista católico, que asume sin problemas la existencia del
lumen naturale, nada se opone en lo esencial a una fundamentación autónoma
(es decir, independiente de las verdades reveladas) de la moral y el derecho.
En el siglo XX, la fundamentación poskantiana de los principios
constitucionales liberales ha adoptado preferentemente la forma de una crítica
historicista y empirista, y ha descuidado el análisis de las consecuencias
negativas del derecho natural objetivo (como por ejemplo la ética material de
valores). Desde mi punto de vista, para defender frente al contextualismo un
concepto de razón no derrotista y frente al positivismo jurídico un concepto
no decisionista de la validez del derecho, basta con formular algunas
hipótesis débiles acerca del contenido normativo de la constitución
comunicativa de formas de vida socioculturales. La tarea fundamental consiste
en explicar: -por qué el proceso democrático es considerado un proceso de
legislación legítima: en la medida en que satisface las condiciones de una
formación de la voluntad colectiva inclusiva y discursiva, justifica la
hipótesis de la aceptabilidad racional de los resultados; y -por qué la
democracia y los derechos hullinek manos se limitan recíprocamente de manera
equiprimordial en el proceso constituyente: la institucionalización jurídica
del proceso de legislación democrática exige la simultánea garantización de
los derechos fundamentales, tanto liberales como políticos (3).
El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación es la constitución
que se otorgan los ciudadanos asociados, y no la domesticación de una
autoridad estatal ya existente, pues ésta todavía ha de ser creada por medio
de un proceso constituyente democrático. Una autoridad estatal constituida
(y no sólo domesticada constitucionalmente) está fundamentada en derecho
hasta lo más íntimo de su esencia, de modo que el derecho impregna por
completo la autoridad política, sin excluir ningún aspecto. Con la concepción
positivista de la voluntad de Estado, la doctrina del derecho público alemana
(de Laband y Je-hasta Carl Schmitt), cuyas raíces se retrotraen a la época del
imperio alemán, dejaba abierta una puerta para una sustancia ética del
Estado o de lo político no sometida a derecho; en cambio, en el
Estado constitucional no existe ninguna autoridad que se sustente en una
sustancia prejurídica (4). La soberanía preconstitucional del monarca no deja
libre ningún hueco que fuera necesario rellenar -en forma del ethos de
un pueblo más o menos homogéneo- por medio de una soberanía popular igualmente
sustancial.
A la luz de este problemático legado, la pregunta de Ernst-Wolfgang
Böckenförde ha sido entendida en el sentido de que un ordenamiento
constitucional completamente positivizado necesitaría la religión o algún otro
poder sustentador como respaldo cognitivo de sus fundamentos de
validez. De acuerdo con esta interpretación, la aspiración de validez del
derecho positivo dependería de su fundamentación en las convicciones éticas-prepolíticas
de las comunidades religiosas o nacionales, ya que tal clase de ordenamiento
jurídico no puede justificarse únicamente de modo autorreferencial a partir de
procesos jurídicos generados democráticamente. En cambio, si se concibe el
proceso democrático no a la manera positivista de Kelsen o Luhmann, sino como
método para la creación de legitimidad a partir de la legalidad, no puede
hablarse de un déficit de validez que deba ser compensado mediante la
eticidad. En contraste con la concepción del Estado constitucional
procedente de la derecha hegeliana, la doctrina procedimentalista de
inspiración kantiana insiste en una fundamentación autónoma de los principios
constitucionales con la pretensión de ser racionalmente aceptable para todos
los ciudadanos.
2. EN LO QUE SIGUE partiré de la base de que la constitución del Estado
liberal puede satisfacer su necesidad de legitimación de forma autosuficiente,
es decir, a partir de los recursos cognitivos de una economía argumentativa
independiente de toda tradición religiosa y metafísica. Sin embargo, aun bajo
esta premisa persiste una duda desde el punto de vista motivacional. En
efecto, las premisas normativos del Estado democrático constitucional exigen
al individuo un mayor compromiso en la medida en que éste asume el papel de
ciudadano del Estado (y por lo tanto autor del derecho), y un compromiso menor
en la medida en que se concibe a sí mismo como miembro de la sociedad (y por
lo tanto mero destinatario del derecho). De los destinatarios del derecho sólo
se espera que no traspasen los límites legales a la hora de materializar sus
libertades (y aspiraciones) subjetivas. Las motivaciones y actitudes que se
esperan de los ciudadanos en su papel de colegisladores democráticos tienen
poco que ver con la obediencia prestada a las leyes coercitivas que regulan la
libertad; se espera de ellos que materialicen sus derechos comunicativos y
participativos de manera activa, y no solo en un legítimo interés propio, sino
en pro del bien común. Esto requiere un mayor esfuerzo motivacional, que no
puede imponerse por vía legal. En un Estado de derecho democrático, la
obligación de votar en las elecciones estaría tan fuera de lugar como la
solidaridad por decreto ley. La disposición a tomar bajo su responsabilidad,
en caso necesario, a conciudadanos desconocidos y anónimos, y a hacer
sacrificios en nombre del interés colectivo, es algo que a los ciudadanos de
una comunidad liberal solo se les puede, como mucho, sugerir. Por eso las
virtudes políticas, aunque solo se recauden en calderilla, son esenciales para
la existencia de una democracia. Forman parte de la socialización y de la
habituación a las prácticas ymaneras de pensar de un cultura política liberal.
El estatus de ciudadanodel Estado se halla, en cierto modo, insertado en una
sociedad civil que se nutre de fuentes espontáneas, prepolíticas por así
decirlo. De ello no cabe deducir, sin embargo, que el Estado liberal sea
incapaz de reproducir sus presupuestos motivacionales a partir de recursos
seculares propios. Sin duda, los motivos para la participación de los
ciudadanos en la opinión pública y los procesos de decisión tienen su origen
en proyectos de vida éticos y formas de vida culturales; pero las prácticas
democráticas desarrollan una dinámica política propia. Sólo un Estado de
derecho sin democracia, algo a lo que en Alemania hemos estado acostumbrados
largo tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de Böckenförde:
"¿Pueden los pueblos unificados estatalmente apoyarse sólo en la garantización
de las libertades individuales, sin que exista un vínculo unificador previo a
esas libertades?" (5). En efecto, el Estado de derecho constituido
democráticamente no solo garantiza libertades negativas para los miembros de
la sociedad preocupados por su propio bien, sino que, al ofrecer libertades
comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos del Estado
en el debate público en torno a temas que afectan a toda la colectividad. El
vínculo unificador perdido es un proceso en el que se discute, en
última instancia, la interpretación correcta de la constitución.
Así, por ejemplo, en las discusiones actuales en torno a la reforma de Estado
del bienestar, la política de inmigración, la guerra de Iraq y la abolición
del servicio militar obligatorio, lo que se juzga no son meramente políticas
concretas, sino también, en todos los casos, la interpretación correcta de los
principios constitucionales, y, de modo implícito, el modo en que queremos
entendernos a nosotros mismos como ciudadanos de la República Federal Alemana
y como europeos, a la luz de la multiplicidad de nuestras formas de vida
culturales y del pluralismo de nuestras ideologías y convicciones religiosas.
Ciertamente, al volver la vista atrás debe reconocerse que el hecho de
compartir religión y lengua, y sobre todo la recuperación de la conciencia
nacional, fueron útiles para el surgimiento de una solidaridad ciudadana, por
otra parte sumamente abstracta. Pero entre tanto las convicciones republicanas
se han desprendido en buena parte de esos lastres prepolíticos: el hecho de
que no estemos dispuestos a morir por Niza no representa objeción
alguna contra una constitución europea. Piensen ustedes en los discursos
político-éticos en torno al holocausto y la criminalidad de masas, que han
permitido a los ciudadanos de la República Federal ser conscientes del logro
que representa la Constitución. El ejemplo de una política de la memoria
de carácter autocrítico (algo que hoy en día ya no es excepcional, pues
también está presente en otros países) muestra hasta qué punto la propia
política puede ser un caldo de cultivo para la formación y renovación de los
vínculos del patriotismo constitucional.
Al contrario de lo que sugiere un malentendido muy frecuente, el
patriotismo constitucional significa que los ciudadanos se hagan suyos los
principios de la Constitución no solo en su contenido abstracto, sino en su
significado concreto, desde el contexto histórico de su respectiva historia
nacional.
El proceso cognitivo no basta para que los contenidos morales de los
principios fundamentales se afiancen en las convicciones de los ciudadanos. El
razonamiento moral y la coincidencia mundial en la indignación ante las
violaciones masivas de los derechos humanos solo bastarían para fomentar la
integración de una sociedad constituida de ciudadanos del mundo (si tal cosa
llega a existir algún día). Entre los miembros de una comunidad política, la
solidaridad, tan abstracta como se quiera, y jurídicamente mediada, sólo puede
surgir en el momento en que los principios de justicia encuentran acomodo en
el entramado, más denso, de las orientaciones de valor culturales.
3. DE ACUERDO CON las anteriores consideraciones, la naturaleza secular
del Estado democrático constitucional no muestra ninguna debilidad inherente
al sistema político como tal, es decir, interna, que pueda dificultar su
autoestabilización desde el punto de vista cognitivo o motivacional. Esto no
excluye factores externos. Una modernización desencaminada de la sociedad en
su conjunto podría muy bien debilitar el vínculo democrático del que depende
necesariamente (pero no puede forzar por vía legal) el Estado democrático. En
ese caso nos hallaríamos exactamente ante la situación que describe
Böckenförde: la transformación de los ciudadanos de las sociedades liberales
bienestantes y pacíficas en mónadas aisladas que actuarían sólo por su propio
interés y sólo se dedicarían a usar las unas contra las otras como armas sus
derechos subjetivos. En un contexto más amplio, se aprecian indicios de esa
clase de desmoronamiento de la solidaridad interciudadana en la dinámica, no
controlada políticamente, de la economía y la sociedad globales. Los mercados,
que como es sabido no pueden democratizarse como si se tratara de
instituciones estatales, asumen de manera creciente funciones de control en
sectores de la vida cuya cohesión se había mantenido hasta ahora de modo
normativo, es decir, por vías políticas o mediante formas prepolíticas de
comunicación. Con esto, no sólo las esferas privadas se invierten
transformándose en medida creciente en mecanismos de acción al servicio de las
preferencias propias de cada uno, que persiguen exclusivamente el éxito, sino
que también se reduce el ámbito sometido a las necesidades de legitimación de
la esfera pública.
El privatismo del ciudadano se ve reforzado por la desmoralizante pérdida de
función de un proceso democrático de formación de opinión y voluntad que a
estas alturas ya sólo funciona, y de manera parcial, en los ámbitos
nacionales, y por ello ya no alcanza a los procesos de decisión desplazados a
niveles supranacionales.También la esperanza cada vez más mermada en la
capacidad estructuradora de la comunidad internacional fomenta la tendencia a
la despolitización de los ciudadanos. A la vista de los conflictos y de las
sangrantes desigualdades sociales de una sociedad global fuertemente
fragmentada, crece la decepción con cada nuevo tropiezo en el camino, iniciado
sólo a partir de 1945, hacia la constitucionalización del derecho
internacional.
Las teorías posmodernas, ejerciendo una crítica de la razón, entienden las
crisis no como consecuencia de un agotamiento selectivo de los potenciales de
racionalidad acumulados en la modernidad occidental, sino como resultado
lógico de un proyecto de racionalización intelectual y social autodestructivo.
Aunque el escepticismo radical con respecto a la razón es algo intrínsecamente
extraño a la tradición católica, lo cierto es que hasta los años sesenta del
siglo pasado el catolicismo tuvo dificultades para asumir el pensamiento
secular del humanismo, la ilustración y el liberalismo político. Por eso hoy
en día vuelve a encontrar eco el teorema según el cual sólo la orientación
religiosa hacia un punto de referencia transcendente puede sacar del callejón
sin salida a una modernidad que se siente culpable. En Teherán, un compañero
me preguntó si, desde el punto de vista de la comparación entre culturas y la
sociología de la religión, no sería precisamente la secularización europea la
anomalía necesitada de corrección. Eso me hace pensar en la atmósfera
intelectual de la República de Weimar, en Carl Schmitt, Heidegger o Leo
Strauss. Personalmente prefiero no llevar al límite, desde un punto de vista
de la crítica de la razón, la cuestión de si una modernidad ambivalente puede
estabilizarse únicamente por medio de las fuerzas seculares de la razón
comunicativa; lo mejor es huir de todo dramatismo y tratarla como una mera
cuestión empírica no resuelta. Con esto no pretendo contemplar el hecho de la
pervivencia de la religión en un entorno cada vez más secularizado como un
mero fenómeno social. La filosofía debe tomar en serio este dato y
contemplarlo, por así decirlo, desde dentro, como un desafío cognitivo. Sin
embargo, antes de proseguir la discusión por esta línea, quisiera mencionar
una derivación plausible del diálogo en otra dirección. Debido a la creciente
radicalización de la crítica de la razón, la filosofía se ha implicado también
en la autorref lexión acerca de sus propios orígenes religioso-metafísicos, y
ocasionalmente también en el diálogo con una teología que, por su parte, busca
conectar con los intentos filosóficos de autoreflexión poshegeliana de la
razón (6). Excurso. Uno de los posibles puntos de arranque del discurso
filosófico sobre la razón y la revelación es una figura de pensamiento que
reaparece continuamente: la razón, al reflexionar acerca de sus fundamentos
más profundos, descubre que tiene su origen en otra cosa; y si no quiere
perder su orientación racional en el callejón sin salida de la autoapropiación
híbrida, debe aceptar el poder fatal de esa otra cosa.
Como modelo sirve el ejercicio de una mutación llevada a cabo, o por lo menos
puesta en marcha, mediante las propias fuerzas, una conversión de la razón por
medio de la razón; el desencadenante de la reflexión puede ser la
autoconciencia del sujeto cognoscente y actuante (como en Schleiermacher), o
la historicidad de la autoconfirmación existencial del individuo (como en
Kierkegaard), o el desgarro doloroso de los valores éticos imperantes (como en
Hegel, Feuerbach y Marx). A pesar de carecer inicialmente de intención
teológica, la razón que se hace consciente de sus propios límites acaba
convirtiéndose en otra cosa, sea por medio de la amalgama mística con una
conciencia de aspiraciones cósmicas, o la espera desesperada de un
acontecimiento histórico en forma de mensaje redentor, o la solidaridad
anticipatoria con los humillados y ofendidos, que pretende acelerar la
redención mesiánica. Estos dioses anónimos de la metafísica poshegeliana -la
conciencia de alcance cósmico, el acontecimiento inmemorial y la sociedad no
alienada- son presa fácil para la teología, pues se prestan a ser descifrados
como seudónimos de la trinidad del Dios personal que se comunica a sí mismo.
Estos intentos de renovación de una teología filosófica después de Hegel
despiertan, en cualquier caso, más simpatía que ese nietzscheanismo que se
limita a tomar prestados los conceptos, de connotación cristiana, de escuchar
y aprender, devoción y expectación de la gracia, llegada y acontecimiento, a
fin de proyectar un pensamiento vacío de proposiciones hacia una era arcaica
indefinida, más allá de Cristo y Sócrates. Frente a esto, una filosofía
consciente de su falibilidad y de su posición frágil dentro del complejo
edificio de la sociedad moderna, ha de insistir en la diferenciación genérica,
pero de ningún modo peyorativa, entre el discurso secular, que aspira a ser
accesible a todo el mundo, y el discurso religioso, que depende de verdades
reveladas. A diferencia de lo que sucede en Kant yHegel, esta delimitación
gramatical no se vincula con la aspiración filosófica de determinar de modo
autónomo qué hay de verdadero o falso en el contenido de las tradiciones
religiosas, más allá del saber mundano socialmente institucionalizado. El
respeto que va asociado a esa renuncia cognitiva al juicio se fundamenta en la
consideración hacia las personas y modos de vida que claramente extraen su
integridad y autenticidad de sus convicciones religiosas. Pero hay algo más
que respeto: a la filosofía no le faltan motivos para adoptar ante las
tradiciones religiosas una actitud dispuesta al aprendizaje.
4. A DIFERENCIA de la austeridad ética del pensamiento posmetafísico,
al que resulta ajeno todo concepto general vinculante de vida buena y
ejemplar, en los libros sagrados y las tradiciones religiosas se articulan
intuiciones de error y salvación, de la redención de una vida que se
experimenta como huera de esperanza, que han sido deletreadas sutilmente
durante milenios y refrescadas continuamente gracias a la hermenéutica. Por
eso en la vida de las comunidades religiosas, en la medida en que eviten el
dogmatismo y las restricciones a la conciencia, puede permanecer intacto algo
que en otros lugares se ha perdido y que no puede recuperarse sólo por medio
del saber profesional de los expertos: me refiero a la sensibilidad y la
capacidad de expresión diferenciada para hablar de la vida carente de objeto,
para las patologías sociales, para el fracaso de proyectos de vida
individuales y la deformación de contextos de vida desfigurados. A partir de
la asimetría de las aspiraciones epistémicas se puede fundamentar la
disposicion de la filosofía al aprendizaje con respecto a la religión, y no
por motivos funcionales, sino -en recuerdo de sus exitosos procesos de
aprendizaje hegelianos-por motivos de contenido. Como es sabido, la influencia
recíproca del cristianismo y la metafísica griega no sólo ha dado lugar a la
concreción intelectual de la dogmática teológica y a una helenización -no
siempre positiva- del cristianismo, sino que, por otro lado, también ha
fomentado la asunción de ideas genuinamente cristianas por parte de la
filosofía. Esa tarea de apropiación se ha plasmado en redes de conceptos
normativos fuertemente connotados, como los de responsabilidad, autonomía y
justificación, historia y recuerdo, recomienzo, innovación y retorno,
emancipación y realización, renuncia, interiorización y encarnación,
individualidad y comunidad. Esa tarea ha transformado el sentido religioso
original de los conceptos, pero sin deflacionarlo y consumirlo hasta dejarlo
vacío. Un ejemplo de ese tipo de transformación salvadora es la traducción de
la idea del ser humano a imagen y semejanza de Dios a la idea de que todos los
hombres poseen la misma dignidad, que debe respetarse incondicionalmente. Así
se expande el contenido de los conceptos bíblicos más allá de las fronteras de
una comunidad religiosa hacia el público general de creyentes y no creyentes.
Por ejemplo, Walter Benjamin logró más de una vez realizar ese tipo de
transformaciones.A partir de esa experiencia de la liberación secularizadora
de potenciales de significado encapsulados en la religión, podemos conferir un
sentido no capcioso al teorema de Böckenförde. Ya he mencionado el diagnóstico
según el cual el equilibrio conseguido en la modernidad entre los tres grandes
medios de integración social está en peligro debido a que los mercados y el
poder administrativo expulsan de cada vez más ámbitos de la vida la
solidaridad social, es decir, la actuación coordinada en lo que afecta a
valores, normas y usos lingüísticos al servicio del entendimiento. Por eso al
Estado constitucional le conviene, por su propio interés, tratar de modo
respetuoso a todas las fuentes culturales de las que se nutre la conciencia
normativa y la solidaridad de los ciudadanos. Esa conciencia que se ha vuelto
conservadora se refleja en el discurso en torno a la sociedad postsecular
(7). Con ello no se alude sólo al hecho constatable de la supervivencia de
la religión en un entorno crecientemente secularizado y la persistencia en el
tiempo de las comunidades religiosas. La expresión postsecular tampoco
se limita a pagar peaje público a las comunidades religiosas por su aportación
funcional a la reproducción de motivaciones y actitudes deseables. No: en la
conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja, ante todo, una
visión normativa que tiene consecuencias para las relaciones políticas entre
ciudadanos no creyentes y ciudadanos creyentes. En la sociedad postsecular se
abre paso la noción de que la modernización de la conciencia pública
abarca y modifica, por medio de la reflexión y de modo asincrónico, todas las
mentalidades, tanto las religiosas como las mundanas. Así, ambos bandos, si
entienden conjuntamente la secularización de la sociedad como un proceso de
aprendizaje complementario, pueden tomar en serio recíprocamente, y por
motivos cognitivos, sus respectivas aportaciones al debate público sobre temas
sujetos a controversia.
5. POR UN LADO, la conciencia religiosa se ha visto forzada a llevar a
cabo procesos de adaptación. Toda religión es originariamente visión del
mundo o doctrina omniabacadora, y también en el sentido de que
reclama la autoridad para estructurar en su conjunto una forma de vida
completa. La religión debería abandonar esa aspiración a erigirse en monopolio
de la interpretación y a organizar la vida en todos sus aspectos, para lo cual
deberían cumplirse condiciones como la secularización del saber, la
neutralización de la autoridad estatal y la generalización de la libertad
religiosa. Con la diferenciación funcional de los sistemas sociales parciales,
la vida de la comunidad religiosa se separa también de sus entornos sociales.
El papel de miembro de la comunidad religiosa se disocia del papel de miembro
de la sociedad. Y como el Estado liberal depende necesariamente de una
integración política de los ciudadanos que vaya más allá de un mero modus
vivendi, esa disociación no debe agotarse en una adaptación, privada de
aspiraciones cognitivas, del ethos religioso a las leyes impuestas de
la sociedad secular. Antes bien, el ordenamiento jurídico universalista y la
moral social igualitaria deben conectarse de modo interno al ethos de
la comunidad religiosa de modo que los primeros se deduzcan de manera
consistente a partir del segundo. Para esa inserción (Einbettung), John
Rawls escogió la imagen de un módulo: a pesar de que ha sido construido sobre
fundamentos ideológicamente neutrales, ese módulo de la justicia mundana debe
poder insertarse en los respectivos contextos de fundamentación ortodoxos (8).
Esa expectación normativa con la que el Estado liberal confronta a las
comunidades religiosas se da la mano con los intereses propios de dichas
comunidades en la medida en que de este modo se les abre la posibilidad de
ejercer, a través de la opinión pública política, una influencia sobre la
sociedad en su conjunto. Ciertamente, las consecuencias de la tolerancia, como
muestran las distintas regulaciones del aborto más o menos liberales, no
reparten simétricamente entre creyentes y no creyentes; pero también la
conciencia secular tiene que pagar un precio por el ejercicio de la libertad
religiosa negativa. De ella se espera la práctica de una autorreflexión que
permita familiarizarse con los límites de la ilustración.
En las sociedades pluralistas dotadas de una constitución liberal, el concepto
de tolerancia fuerza a los creyentes a comprender, en su trato con los no
creyentes o los creyentes de otras religiones, que deben contar,
razonablemente, con el desacuerdo persistente de aquellos; pero por el otro
lado, en el marco de una cultura política liberal también se fuerza a los no
creyentes a asumir esa misma posibilidad en su trato con los creyentes. Para
el ciudadano carente de oído para la religión, esto significa la nada
trivial exigencia de determinar autocríticamente la relación entre la fe y el
saber desde la perspectiva del saber global. Y es que la expectativa de una
falta de coincidencia persistente entre la fe y el saber sólo merece el
calificativo de racional si, a su vez, a las convicciones religiosas
también se les concede, desde el punto de vista del saber secular, un estado
epistémico no totalmente irracional. Por eso, en la opinión pública política,
las visiones del mundo naturalistas, deudoras de una elaboración especulativa
de informaciones científicas, y relevantes para la autoconciencia ética de los
ciudadanos (9), no tienen ni mucho menos preponderancia prima facie
ante las concepciones ideológicas o religiosas que les hacen la competencia.
La neutralidad ideológica de la autoridad estatal, que garantiza las mismas
libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la
generalización política de una visión del mundo secularista.
Los ciudadanos secularizados, en la medise da en que actúen en su papel de
ciudadanos del Estado, no deben negarles en principio a las visiones del mundo
religiosas un potencial de verdad, ni negarles a sus conciudadanos creyentes
el derecho a hacer aportaciones a los debates públicos utilizando un lenguaje
religioso. Una cultura política liberal puede esperar incluso de los
ciudadanos secularizados que tomen parte en los esfuerzos para traducir las
aportaciones relevantes del lenguaje religioso a un lenguaje más accesible al
público en general (10).
NOTAS:
1. E.-W.
Böckenförde, ´Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation´(1967),
en: varios, Recht, Staat, Freiheit, Frankfurt (1991), página 92 y siguientes,
aquí 112
2. J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt (1996)
3. J. Habermas, Faktizität und Geltung, Frankfurt (1992), capítulo III
4. H. Brunkhorst, Der lange Traducción: Joan Parra Schatten des
taatswillenspositivismus, Leviathan, 31 ,(2003), p. 362-381
5. Böckenförde (1991), pág. 111
6. P. Neuner, G. Wenz (Hg.), Theologen des 20. Jahrhunderts, Darmstadt (2002)
7. K. Eder, ‘Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die postsäkulare
Gesellschaft?’ Berliner Journal für Soziologie, Cuaderno 3 ( 2002), pág.
331-343
8. J. Rawls, Politischer Liberalismus, Frankfurt (1998), página 76 y
siguientes
9. Como ejemplo, W. Singer, ‘Keiner kann anders sein, als er ist.
Verschaltungen legen uns fest: Wir sollten aufhören, von Freiheit zu reden’,
Frankfurter Allgemeine Zeitung , 8 de enero del 2004, página 33
10. J. Habermas, Glauben und Wissen, Frankfurt (2001)
Traducción: Joan Parra
JOSEPH RATZINGER
VOLVER AL TEXTO DE HABERMAS
Ideas principales:
“La decisión mayoritaria no
resuelve la cuestión de las bases éticas del derecho y de cosas
irrevocablemente justas”
“Los derechos humanos son un repertorio de elementos normativos que se han
sustraído al juego de las mayorías”
“La cuestión de la ley y la
ética se ha desplazado para frenar el poder anónimo del terrorismo global"
“La ciencia como tal no puede generar una ética y no se obtiene conciencia
ética mediante debates científicos”
"Si el terrorismo se alimenta también de fanatismo religioso, cabe
preguntarse si superar la religión sería un progreso"
"Pero también cabe preguntarse, que dado que la razón no es un potencia
fiable, si no es necesario ponerle freno"
"Por tanto, es bueno
plantearse la cuestión de si razón y religión no debieran limitarse
recíprocamente"
"Nos hemos de liberar de la falsa idea de que la fe ya no tiene nada que
decir a los hombres de hoy"
TEXTO COMPLETO DE LA INTERVENCIÓN:
En la época
de aceleración del ritmo de la evolución histórica en la que nos encontramos,
hay, a mi entender, ante todo dos factores característicos de un fenómeno que
hasta ahora se había venido desarrollando lentamente: por un lado, la
formación de una sociedad global en la que los distintos poderes políticos,
económicos y culturales se han vuelto cada vez más interdependientes y se
rozan e interpenetran recíprocamente en sus respectivos espacios vitales. El
otro es el desarrollo de las posibilidades humanas, del poder de crear y
destruir, que suscita mucho más allá de lo acostumbrado la cuestión acerca del
control jurídico y ético del poder. Por lo tanto, adquiere especial fuerza la
cuestión de cómo las culturas en contacto pueden encontrar fundamentos éticos
que conduzcan su convergencia por el buen camino y puedan construir una forma
común, jurídicamente legitimada, de delimitación y regulación del poder. El
eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans
Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia
aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto (1),
ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el
proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado en
buena parte una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban
fundamentales. La cuestión de qué es entonces realmente el bien, especialmente
en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio
propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.
Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que
por lo tanto no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de
los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación
fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del
incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la
ruptura de las antiguas certezas morales. Por lo tanto, sí existe una
responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente
una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el
desarrollo de las distintas ciencias, y analizar críticamente las conclusiones
precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser
humano, su origen y el propósito de su existencia, o , dicho de otro modo,
expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que
a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones
más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia solo
permite mostrar aspectos parciales.
PODER Y LEY. En un sentido concreto, es tarea de la política someter el
poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de
él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El
poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la
violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y
quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia
a desconfiar del derecho y sus ordenamientos, pues solo así puede cerrarse el
paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por
toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y por ende destrucción de
la libertad. La desconfianza hacia la ley, la revuelta contra la ley se
producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una justicia al servicio
de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de
los que tienen el poder para hacer las leyes.
La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra
cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea
vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de
legislar? Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero
por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones
internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos
pocos, sino expresión del interés común de todos, parece, al menos en primera
instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática
de la voluntad popular, ya que estos permiten la participación de todos en la
creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe
ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la
participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración
justa del poder es el motivo fundamental para considerar la democracia como la
forma más adecuada de ordenamiento político.
Y, sin embargo, a mi entender queda una pregunta por responder. Dado que
difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los
procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como,
por un lado, la delegación, y por el otro la decisión de la mayoría, esta
última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir. Pero
las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona
sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga
mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo religiosa o racial, ¿puede
hablarse de justicia, o incluso de derecho en sentido estricto? Así, el
principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los
fundamentos éticos del derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca
pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas, o,
inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas
y que por lo tanto estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban
ser respetadas siempre por ésta.
La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los
derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha
sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy
bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa
clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico.
Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en
la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los
poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una
representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa
evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha
definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del
occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el
marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien
informado- si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente
occidental que debe ser cuestionado.
NUEVAS FORMAS DE PODER Y NUEVAS CUESTIONES EN TORNO A SU CONTROL.
Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley y de los orígenes del
derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo.
No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los
desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado
en los últimos cincuenta años. En los primeros años posteriores a la Segunda
Guerra Mundial imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había
adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica. El hombre se
veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y a su planeta. Se imponía la
pregunta: ¿qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa
destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo
pue-den movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas
políticas y dotarlas de efectividad? Pero lo que nos preservó de facto
de los horrores de la guerra nuclear durante un largo periodo fue la
competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su
propia destrucción si provocaban la del otro. La limitación recíproca del
poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas
fuerzas capaces de salvar a la humanidad.
Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran
escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en
cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no
necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta.
Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar,
son lo bastante fuertes para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin
excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales
de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las
estructuras políticas. Así, la cuestión en torno a la ley y la ética se ha
desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo?
¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género
humano?A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga,
aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Bin Laden
presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a
la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de estos y
a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de
motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados
entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también
es presentado como defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío
de la sociedad occidental.
En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos
volver después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo religioso
-y efectivamente, así es-, ¿debemos considerar la religión como un poder
redentor y salvífico o más bien como una fuerza arcaica y peligrosa, que erige
falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No
debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada
severamente?Y en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que
hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo: si la religión se
pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando,
¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino
hacia la libertad y la tolerancia universal o no?
En los últimos tiempos ha pasado a primer plano otra forma de poder que en
principio aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo
aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza
contra el ser humano. Hoy en día, el hombre es capaz de crear hombres, de
fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en
producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano
consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un
producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sanctasanctórum del poder,
ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar
construir ahora por fin el ser humano correcto, de experimentar con seres
humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en consecuencia
quitarlo de en medio, no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos
del progreso.
Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral
positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al
fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y
al cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos
por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a
vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que
la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la
otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino? En este punto se
plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus
mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus
diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar
una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad
para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos.
FUNDAMENTOS DEL DERECHO: LEY-NATURALEZA-RAZÓN. En este punto se impone
ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra,
suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso vale la pena
recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la
validez del derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se
hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así
nació la idea de que frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía
existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y
que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho
positivo.
En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se
produjo en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las
bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del derecho.
En primer lugar está el desbordamiento de las fronteras del mundo
europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese
momento se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el
derecho cristianos, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la
ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno
jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron
-y pusieron en práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia
de un derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos,
vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto diferentes
culturas? Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre una idea que ya
estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente el
derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre
todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del
derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe
regular la correcta relación entre todos los pueblos.
La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad
misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas
comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario
desarrollar una noción del derecho previa al dogma, o por lo menos una base
jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la
naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros
desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que
otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del derecho, más
allá de las fronteras entre confesiones.
El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia católica- la
figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con
la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los
fundamentos para un entendimiento en torno a los principios éticos del derecho
en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia el derecho natural ha
dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a
basarme en él. La idea del derecho natural presuponía un concepto de
naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza misma
era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la
teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no es racional,
aunque existan en ella comportamientos racionales: ese es el diagnóstico
evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible (2). De las
diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó
originariamente el derecho natural, solo permanece, pues, aquella que Ulpiano
(principios del siglo III después de Cristo) resumió en la conocida frase: "Ius
naturae est, quod natura omnia animalia docet" (3). Pero precisamente esa idea
no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta
a todos los animalia, sino de cuestiones que corresponden
específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden
resolverse sin recurrir a la razón.
El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo
pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los
derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente
que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie
humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y
normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizá hoy en día la
doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de
los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizá ayudar a
renovar la pregunta en torno a si puede existir una razón de la naturaleza y
por lo tanto un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el
mundo. Un diálogo de esas características solo sería posible si se llevara a
cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese
concepto tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú
correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la
tradición china a la idea de los órdenes del cielo.
LA INTERCULTURALIDAD Y SUS CONSECUENCIAS. Antes de intentar llegar a
alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda en la que acabo
de adentrarme. A mi entender, hoy en día la interculturalidad es una dimensión
imprescindible de la discusión en torno a cuestiones fundamentales de la
naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro del cristianismo
ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran,
desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son quizá también de
iure; pero de facto tienen que reconocer que solo son aceptados en partes de
la humanidad, y solo para esas partes de la humanidad resultan comprensibles.
Con todo, el número de las culturas en competencia es en realidad mucho más
limitado de lo que podría parecer.
Ante todo es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios
culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas
tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente esto salta
a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el
señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel
predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto
es que la concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa.
A veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más
o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.
También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares;
hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Bin Laden y las
posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio
cultural, la civilización india, o, más exactamente, los espacios culturales
del hinduismo y el budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por
más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos
dramáticas. También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de
la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus
ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin
dejar de mantener pese a todo su propia identidad. Las culturas tribales de
África (y también las de América Latina, que experimentan un resurgimiento
gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el
panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad occidental,
pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación
cristiana.
¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que
las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la
racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una
influencia importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las
demás culturas. En ese sentido, la pregunta del compañero iraní del señor
Habermas me parece de una cierta entidad; se preguntaba si desde el punto de
vista de la sociología de la religión y la comparación entre culturas, no
sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección.
Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave
de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger
y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del
racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad
secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón configurada
a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que en
su intento de hacerse innegable acaba topando con sus límites. Su evidencia
está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe reconocer
que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en
consecuencia, no puede ser operativa a escala global. En otras palabras, no
existe una definición del mundo, ni racional, ni ética ni religiosa con la que
todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas;
o por lo menos actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética
denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción.
CONCLUSIONES. ¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las
consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por
el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al
aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio
punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención.
1. Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente
peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una
especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la
religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia (4). Pero
a lo largo de nuestras reflexiones hemos visto igualmente que también existen
patologías de la razón (de las que la humanidad hoy en día no es consciente,
por lo general), una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso
más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser
humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente,
ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes
tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y
pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve
destructiva.
Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis
no implica un inmediato "retorno a la fe", sino "que nos liberemos de la idea
enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy
en día, porque contradice su concepto humanista de la razón, la ilustración y
la libertad" (5). De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una
relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a
depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben
reconocerlo ante el otro lado.
2. Esta regla básica debe concretizarse luego de modo práctico en el
contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes
de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular
occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado
eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor que
las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas
puedan dejarse de lado como una especie de quantité négligeable. Eso
representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y
que de hecho ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes
componentes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una
relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el
ensayo de una correlación polifónica en el que ellas mismas descubran lo que
razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda
desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los
valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos
puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido
el mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.
NOTAS:
1. R.
Spaemann, ‘Weltethos als Projekt’, en: Merkur 570/571, páginas 893-904
2. La presentación más brillante de esa filosofía de la evolución, todavía
dominante a pesar de algunas correcciones de detalle, se encuentra en J. Monod,
El azar y la necesidad, Tusquets, Barcelona 1993. Para la distinción de los
resultados efectivos de la investigación frente a las filosofía que los
acompaña, véase R. Junker - S. Scherer (Hg.), Evolution. Ein kritisches
Lehrbuch, 4. A., Gießen 1998. Sobre la discusión en torno a la filosofía que
acompaña a la teoría de la evolución: J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia,
Sígueme, Salamanca (2005)
3. Sobre las tres dimensiones del derecho natural medieval (dinámica del ser
en general, finalidad de naturaleza común a seres humanos y animales finalidad
específica de la naturaleza racional del ser humano) véanse las observaciones
formuladas en el artículo de Ph. Delhaye, Naturrecht, en: LThK2 VII 821-825.
Es interesante el concepto de derecho natural que figura al inicio del
Decretum Gratiani: “Humanum genus duobus regitur, naturali videlicit iure, et
moribus”. “Ius naturale est, quod in lege et Evangelio continetur, quo quisque
iubetur, alii facere, quod sibi vult fieri, et prohibetur, alii inferre, quod
sibi nolit fieri”
4. Este asunto he intentado tratarlo con más detalle en mi libro mencionado en
la nota 2 (Fe, verdad y tolerancia); véase también M. Fiedrowicz, Apologie im
frühen Christentum, 2. A., Paderborn (2001) 5. K. Hübner, Das Christentum im
Wettstreit der Religionen, Tübingen (2003), página 148
Traducción: Joan Parra
Volver a Atrio
Ver comentarios
Enviar comentario
|
|