En la oración de la tarde, mezclado
entre la numerosa comunidad de hermanas y hermanos que acuden a
Taizé a rezar en busca de paz, paradójicamente ha muerto
desangrado. Parece que esta vez la violencia sólo es imputable a
la fragilidad humana y la cercana indefensión con que vivía, sin
darse importancia, el Hermano Roger.
ATRIO se une al dolor y a la
oración de la gran familia de Taizé, con este artículo que nos
puede ayudar a reflexionar y que ha sido traducido con presteza
para ATRIO por Ximo Adell. Así lo puede leer en español
el que no quiera hacerlo directamente en
francés.
Henri Tincq, extraordinario
periodista y comentarista de LE MONDE, explica las diversas
etapas de esa historia admirable de Taizé de la que Roger fue el
alma, de su amistad con los últimos papas pero también con el
Arzobispo de Carterbury y con el Patriarca de Costantinopla, de
cómo Taizé se ha resistido siempre a las modas --en otros
tiempos a la duda y a la contestación, hoy a la afirmación
identitaria-- y a la tentación de convertirse en un gheto.
EL HERMANO ROGER
Henri Tincq
LE MONDE
17.08.05
15h18
El Hermano Roger, fundador de la comunidad
ecuménica de Taizé (Saône-et-Loire), ha sido asesinado, apuñalado, el
martes 16 de agosto, durante la oración de la tarde.
Tenía 90 años.
Vestido con el alba blanca de los oficios
litúrgicos o con su eterno chandal, lo que cautivaba antes que nada,
era su rostro surcado por las arrugas de una sonrisa permanente. No
se podía rehuir la mirada de sus ojos azules, profunda, dulce como las
colinas de alrededor. La mirada de un hombre obstinado y humilde, a la
vez, místico y realista. ¿Hubo nunca una relación tan estrecha entre
un hombre, un lugar, un proyecto?
Fue el 20 de agosto de 1940 cuando
Roger Schutz, joven pastor protestante de Suiza, llega por primera
vez a la Borgoña, a Taizé, como un solitario buscador de Dios y de un
lugar donde, con algunos “hermanos”, fundar una comunidad de la que
quería hacer signo de unidad entre los cristianos divididos.
Aunque nacido en Suiza, el 12 de
mayo de 1915, en Provence, cerca de Neuchâtel, hijo del pastor Charles
Schutz, una parte de las raíces del Hermano Roger se encuentra en esta
tierra de Borgoña, origen de su madre, Amelia Marsauche, también de
familia protestante. Es el último de siete hijos e hijas. En la casa,
la abuela materna le hace gustar la serenidad de los grandes espacios
y del silencio interior. También se lee en voz alta a Blaise Pascal y
Angélica Arnauld, superiora de Port-Royal. Roger devora los
Pensamientos de Pascal, descubriendo la desgracia de vivir
alejado de Dios y la dicha de encontrarlo.
El adolescente es educado según las
reglas de un protestantismo riguroso, pero respetando a los
“papistas”. Frecuenta, a ves a escondidas, los templos parroquiales
donde le agrada orar y reflexionar. Le fascina la liturgia romana y,
a los 13 años, para poder realizar sus estudios en la ciudad, sus
padres le autorizan a hospedarse en casa de una mujer católica,
madame Biolley. Los intercambios con ella despertarán muy pronto su
vocación ecuménica. Pero, para el joven Roger, la estancia en el
colegio es también el tiempo de sus interrogantes espirituales. El
adolescente corre el riesgo de perder la fe. Y también la vida,
alcanzado por una tuberculosis pulmonar. Más tarde contaría a los
jóvenes de Taizé que su itinerario no tiene nada de excepcional, que
también él ha vivido todos sus tormentos.
Roger Schutz sueña en convertirse
labrador. O poeta. Pero su padre, pastor, le orienta hacia los
estudios de teología que le llevarán a la universidad de Lausanne.
Desde entonces su carisma se ejerce entre los jóvenes y, con gran
sorpresa, es elegido presidente de la asociación de estudiantes
cristianos. Al mismo tiempo prepara su tesis sobre “el ideal de la
vida monástica hasta san Benito y su conformidad con el Evangelio”.
Ecumenismo, juventud, vida y plegarias reguladas: ahí están las
grandes inspiraciones. La aventura de Taizé queda ya diseñada.
Cuando a los 25 años llega en 1940
al poblado borgoñés, su casa, cerca de la frontera, se convierte
pronto en un refugio. Allí se acoge sin distinción a judíos,
refugiados políticos y miembros de la resistencia (a los alemanes
invasores). El Hermano Roger recordará duramnte mucho tiempo la sopa
de ortigas, el revoltillo de caracoles, los inviernos fríos y
solitarios de los primeros años de guerra y miseria en Taizé. Pero el
11 de noviembre de 1942, a consecuencia de una denuncia, su casa es
registrada a fondo por la Gestapo. Es la primera experiencia cruel de
su vida. Roger Schutz se ve obligado a abandonar Taizé, cruzar la
frontera y madurar su proyecto comunitario en el alejamiento forzado
de Ginebra.
Es allí donde se le unen los
primeros compañeros de ruta, suizos como él: Max, un teólogo, Pierre,
agrónomo, Daniel. Y donde escribe los primeros elementos de la futura
Regla de Taizé: “Mantén
en todo el silencio interior para habitar en Cristo. Llénate del
espíritu de las Bienaventuranzas: alegría, simplicidad, misericordia”.
De vuelta a Borgoña, en octubre de
1944, el ambiente de Cluny o Clairvaux pudo impactarle. Habría podido
soñar en crear o restaurar una orden cristiana. A la vez autoritario y
sencillo, Roger Schuts es de la raza de los fundadores. Sin embargo, a
lo largo de su vida nada le será más extraño que el hecho de
instalarse, de fijar programas, de promover a su alrededor un
movimiento, una estructura, un orden. Al contrario, su proyecto se
inscribe en la dinámica de lo provisional, que será el título
de uno de sus libros.
Los “hermanos” llegan uno a uno.
Hacen los votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia,
consagran su vida a Dios, a la liturgia, al trabajo, al silencio. El
primer hermano francés entra en la comunidad de Taizé en 1948. “No
querríamos ser más de quince”, dice el Hermano Roger. Cincuenta
años después son noventa, originarios de una veintena de países de
diveras tradiciones cristianas. La comunidad de Taizé también se
instala, en pequeñas fraternidades provisionales, en la India,
Bangladesh, Brasil, Áfrique, Corea, Nueva York, etc.
En 1948, el joven prior pide al
obispo de Autun celebrar los oficios cotidianos en el templo
parroquial de Taizé, una joya del románico. Su sospresa es enorme al
recibir una respuesta, calurosamente positiva, no del obispo local
sino del nuncio en persona, el representante del papa en Francia, que
no es otro que monseñor Angelo Roncalli, el futuro Juan XXIII. Fue el
inicio de una larga amistad. Juan XXIII fue una de las personas que
más habrá tenido en cuenta el prior de Taizé. De 1962 a 1965, el
Hermano Roger es uno de los observadores más atentos del concilio
Vaticano II.
LA PASION DE LA
UNIDAD
En 1941, el Hermano Roger recibió
en Taizé al abad Paul Couturier, pionero de la lucha por la unidad de
las Iglesias, que, en aquella época era una causa revolucionaria. Más
tarde, se introducirá en la Regla de Taizé. En 1960 entra en la
comunidad un hermano anglicano. En 1969, es el turno de Ghislain,
joven médico católico belga.
Otros hermanos les seguirán. A
comienzos de los 70 serán una docena.
Taizé no muestra ninguna
pertenencia confesional. La comunidad no posee ni estatuto ni una
constitución jurídica. Es una comunidad ecuménica en sentido estricto,
que pretende ser figura anticipadora de la unidad cristiana.
Este protestante mantendrá las
mejores relaciones posibles con todos los papas. Juan XXIII acoge al
Hermano Roger con estas palabras: “¡Ah, Taizé, la pequeña
primavera!!. Los encuentros con Pablo VI fueron igualmente
positivos. Juan Pablo II en su viaje a Lyon, el 5 de octubre de 1986,
franqueó el dintel de la comunidad: “Fui empujado por una necesidad
interior”, dirá el papa, añadiendo otra frase que se haría
célebre: Se pasa por
Taizé como se pasa cerca de un manantial”.
Karol Wojtyla estimaba al Hermano
Roger, a quien invitó a predicar en Cracovia ante 200.000 jóvenes.
Pero el prior de Taizé será huésped frecuente del arzobispo anglicano
de Cantorbéry, del patriarca de Constantinopla y de los responsables
del Consejo Ecuménico de las Iglesias.
El acontecimiento-clave es el
“concilio de jóvenes”, que el prior de Taizé convoca en plena borrasca
tras el “mayo francés” (1968). Él comprende que las energías dedicadas
a la juventud occidental no colmarían sus expectativas espirituales y
que las Iglesias, a pesar del aggiornamento del Vaticano II no
estarían equipadas en mucho tiempo para acoger a los jóvenes que huyen
de las instituciones, abanfdonan las parroquias y los movimientos. La
búsqueda de Dios, la sed de amistad y de absoluto, la búsqueda de
sentido para la vida son aspiraciones de todas las generaciones y
sobrepasan todas las crisis.
Antes de 1970, a centenares, los
jóvenes ya celebraban la Pascua en las colinas de Taizé. Esta cifra va
en aumento: en 1970 son 2.500, cuando Roger Schutz anuncia “la
gozosa nueva” de un concilio de estilo inédito. Los años
siguientes son 7.500, después 16.000, 18.000, 20.000 en Pascua de
1974, 50.000 el 30 de agosto siguiente en la apertura del “concilio de
jóvenes”.
BANCO DE ENSAYO PARA LAS JORNADAS
MUNDIALES DE LA
JUVENTUD
De todas partes y por millares, los
jóvenes no cesan de afluir a Taizé: el gozo de encontrarse diferentes,
la voluntad de superar las barreras ideológicas y confesionales,
necesidad de solidaridad y de comunión, gusto por la fiesta, el
silencio, las liturgias sencillas, deseo de formación bíblica que
permita profundizar en la fe. Sobre estas bases van a prosperar estas
formas de encuentros que apasionan a los jóvenes para saciar su sed de
emociones y de experiencias. Taizé prepara las Jornadas Mundiales de
la Juventud (JMJ), cuya 20ª edición tiene lugar ahora en Colonia.
A partir de 1978, entre Navidad y
Año Nuevo, los encuentros internacionales convocan cada año a los
jóvenes de todas las confesiones y del mundo entero. Tienen lugar en
Roma, Colonia, Barcelona, Munich, Wroclaw, Praga, París, incluso
Madras (India), más discretamente, tras el telón de hierro que los
hermanos de Taizé, junto a muchos otros, quieren franquear. El Hermano
Roger compara estos encuentros a “una peregrinación de
reconciliación y confianza en la tierra”. Se desarrollan al ritmo
de las urgencias del momento: la construcción de Europa, la defenza
del medio ambiente, la caída del muro, el poscomunismo.
"Depende de los jóvenes que la gran
familia europea salga de la era de desconfianza »,
proclama el Hermano Roger en la UNESCO, en 1989. Escribe también que
« una de las urgencias del futuro es introducir la reconciliación allí
donde existe la herida del odio”.
Hoy, Taizé continúa siendo hermoso.
Se acude a la colina para rezar, no para empacharse de palabras. Para
leer las Escrituras, encontrar otros jóvenes del último rincón del
mundo, portadores de idénticos valores y de la misma sed de
solidaridad que esta comunidad monástica tan original que ha sabido
resistir a las modas –ayer, la duda y la contestación; hoy, la
afirmación identitaria- y a la tentación de hacer de Taizé un ghetto.
Hubert Beuve-Méry, fundador de Le Monde, era un gran amigo del
Hermano Roger y asiduo visitante de Taizé.
Sesenta años después de la llegada
de Roger Schutz a Taizé, no ha variado la intuición original. Así, el
hombre que acaba de morir siempre estaba obsesionado por la enormidad
de la tarea a cumplir. “¿Habré sabido expresar suficientemente que
Dios no quiere el sufrimiento y que Él no se impone con voluntad
amenazadora, sino que ama a todos los seres humanos sin excepción?”,
escribía el Hermano Roger en uno de sus escritos de profundo porte
espiritual. Y, como reconfortándose a sí mismo, más de una vez
repetía: “Todavía
estamos al principio”.
Frère Roger
LE MONDE | 17.08.05 | 15h18 • Mis à jour le 17.08.05 | 15h18
Frère Roger, fondateur de la
communauté œcuménique de Taizé (Saône-et-Loire), a été tué à coups de
couteau, mardi 16 août, au cours de la prière du soir. Il était âgé de
90 ans.
Qu'il fût
habillé de l'aube blanche des offices ou de son éternel chandail à
grosses mailles, c'est son visage, d'abord, qui frappait, plissé dans
les rides d'un permanent sourire. On ne pouvait échapper à ce regard
bleu, profond, doux comme le moutonnement des collines alentours. Le
regard d'un homme à la fois obstiné et humble, mystique et réaliste. Y
a-t-il jamais eu correspondance aussi grande entre un homme, un lieu,
un projet ?
C'est le 20 août
1940 que Roger Schutz, un jeune pasteur protestant de Suisse, débarque
pour la première fois en Bourgogne, à Taizé (Saône-et-Loire), quêteur
solitaire de Dieu et d'un lieu où, avec quelques "frères", il aurait
fondé une communauté dont il voulait déjà faire un signe d'unité entre
les chrétiens divisés.
S'il est né en
Suisse, le 12 mai 1915, à Provence, près de Neuchâtel, fils du pasteur
Charles Schutz, une partie des racines de Frère Roger est ancrée dans
cette terre de Bourgogne par sa mère, Amélie Marsauche, elle aussi de
famille protestante. Il est le petit dernier d'une fratrie de sept
frères et sœurs qui lui donneront ce prénom de Roger, auquel il
restera attaché. A la maison, une grand-mère maternelle lui donne le
goût des grands espaces et du silence intérieur. Mais on lit aussi à
haute voix Blaise Pascal et Angélique Arnauld, la supérieure de Port-Royal.
Roger dévore le Pascal des Pensées. Il y découvre le malheur de
vivre éloigné de Dieu et le bonheur de l'approcher.
L'adolescent est
élevé selon les règles d'un protestantisme rigoureux, mais dans le
respect des "papistes". Il fréquente, parfois en cachette, les
églises paroissiales où il aime prier et réfléchir. Il est même
fasciné par la liturgie romaine et, à 13 ans, pour faire ses études en
ville, ses parents l'autorisent à loger chez une catholique, Mme
Biolley. Leurs conversations l'éveilleront très tôt à sa
vocation œcuménique. Mais, pour le jeune Roger, la période du collège
est aussi celle des interrogations spirituelles. L'adolescent manque
de perdre la foi. Et même la vie : il est frappé d'une tuberculose
pulmonaire. Plus tard, il racontera aux jeunes de Taizé que son
itinéraire n'a rien d'exceptionnel, que, lui aussi, a vécu tous leurs
tourments.
Roger Schutz
rêve de devenir paysan. Ou poète. Mais son père pasteur l'oriente vers
des études de théologie qui le conduisent à l'université de Lausanne.
Déjà, son charisme s'exerce dans un milieu de jeunes et il est élu, à
sa grande surprise, président de l'association des étudiants chrétiens.
De même, prépare-t-il sa thèse sur "l'idéal de la vie monastique
jusqu'à saint Benoît et sa conformité à l'Evangile". Œcuménisme,
jeunesse, vie et prières régulières : les grandes inspirations y sont.
L'aventure de Taizé est déjà toute tracée.
Quand il arrive
en 1940, à 25 ans, dans le village bourguignon, proche de la ligne de
démarcation, sa maison devient vite un refuge. Elle accueille sans
distinction juifs, réfugiés politiques et résistants. Frère Roger se
souviendra longtemps de la soupe aux orties, du ramassage des
escargots, des hivers froids et solitaires des premières années de
guerre et de misère à Taizé. Mais le 11 novembre 1942, à la suite
d'une dénonciation, sa maison est fouillée de fond en comble par la
Gestapo. C'est la première expérience cruelle de sa vie. Roger Schutz
est obligé de quitter Taizé, de repasser la frontière et son projet
communautaire va mûrir dans l'éloignement forcé de Genève.
C'est là que le
rejoignent ses premiers compagnons de route, suisses comme lui, Max,
un théologien, Pierre, un agronome, Daniel, et qu'il écrit les
premiers éléments de ce qui deviendra la Règle de Taizé : "Maintiens
en tout le silence intérieur pour demeurer en Christ. Pénètre-toi de
l'esprit des Béatitudes : joie, simplicité, miséricorde."
De retour en
Bourgogne, en octobre 1944, l'air de Cluny ou de Clairvaux aurait pu
lui tourner la tête. Il aurait pu rêver de créer ou restaurer un ordre
chrétien. A la fois autoritaire et doux, Roger Schutz est de la race
des fondateurs. Pourtant, toute sa vie, rien ne lui sera plus étranger
que le fait de "s'installer", de fixer des programmes, de constituer
autour de lui un mouvement, une structure, un ordre. Tout son projet
s'inscrit au contraire dans cette "dynamique du provisoire",
dont il fera le titre d'un de ses livres.
Les "frères"
arrivent un à un. Ils font les vœux monastiques de pauvreté, de
chasteté, d'obéissance, consacrent leur vie à Dieu, à la liturgie, au
travail, au silence. Le premier frère de nationalité française entre
dans la communauté de Taizé en 1948. "Nous ne voulions pas être
plus de quinze", dira souvent Frère Roger. Cinquante ans après,
ils sont quatre-vingt-dix, originaires d'une vingtaine de pays dans la
diversité des traditions chrétiennes. La communauté de Taizé va même
essaimer, en petites fraternités provisoires, en Inde, au Bangladesh,
au Brésil, en Afrique, en Corée, à New York, etc.
En 1948, le
jeune prieur demande à l'évêque d'Autun de pouvoir chanter les offices
quotidiens dans l'église paroissiale de Taizé, un bijou d'art roman.
Mais quelle n'est pas sa surprise de recevoir une réponse,
chaleureusement positive, non pas de l'évêque local, mais du nonce
apostolique en personne, représentant le pape en France, qui n'est
autre que Mgr Angelo Roncalli, le futur Jean XXIII. Ce fut le début
d'une longue amitié. Jean XXIII est l'un des hommes qui auront le plus
compté pour le prieur de Taizé. De 1962 à 1965, Frère Roger est l'un
des observateurs les plus attentifs du concile Vatican II.
LA PASSION DE
L'UNITÉ
Dès 1941, Frère
Roger avait reçu à Taizé l'abbé Paul Couturier, pionnier français de
la lutte pour la réunification des Eglises qui, à l'époque, est une
cause révolutionnaire. Plus tard, elle sera mise au coeur de la Règle
de Taizé : "Aie la passion de l'unité du corps du Christ"
. En 1960, entre dans la communauté un frère anglican. En 1969, c'est
le tour de Ghislain, un jeune médecin belge catholique. D'autres
prêtres suivront. Ils seront une douzaine au début des années 1970.
Taizé n'a aucune appartenance confessionnelle. La communauté ne
possède ni statut ni constitution juridique. C'est une communauté
oecuménique au sens strict, qui se veut figure anticipatrice de
l'unité chrétienne.
Ce protestant aura même les meilleures relations du monde avec tous
les papes. Jean XXIII accueillait Frère Roger par ces termes : "Ah
Taizé, ce petit printemps." Les rencontres avec Paul VI furent
également confiantes. Au cours de son voyage dans la région lyonnaise,
le 5 octobre 1986, Jean Paul II franchit le seuil de la communauté :
"Je me suis senti poussé par une nécessité intérieure" , dira
le pape, ajoutant cette autre formule restée célèbre : "On passe à
Taizé comme on passe près d'une source.
Karol Wojtyla
aimait Frère Roger qu'il avait invité à prêcher, dans son ancien
diocèse de Cracovie, devant 200 000 mineurs. Mais le prieur de Taizé
sera tout autant l'hôte régulier de l'archevêque anglican de
Cantorbéry, du patriarche de Constantinople et des responsables du
Conseil oecuménique des Eglises.
Le tournant est
le "concile des jeunes", que le prieur de Taizé convoque en pleine
bourrasque de l'après-68. Il a compris que les énergies alors à
l'œuvre dans la jeunesse occidentale ne combleraient pas, il s'en faut,
ses attentes spirituelles et que les Eglises, malgré l'aggiornamento
de Vatican II, ne seraient pas, avant longtemps, équipées pour
accueillir des jeunes qui fuient les institutions, désertent les
paroisses et les mouvements. L'attente de Dieu, la soif d'amitié et
d'absolu, la recherche d'un sens à donner à la vie sont autant
d'aspirations qui traversent toutes les générations et surmontent
toutes les crises.
Avant 1970, par
centaines, des jeunes venaient déjà passer Pâques sur la colline. Leur
chiffre ne va pas cesser d'augmenter : ils sont 2 500 en 1970, quand
Roger Schutz annonce "la joyeuse nouvelle" de ce concile d'un
genre inédit. Les années suivantes, ils sont 7 500, puis 16 000, 18
000, 20 000 à Pâques 1974, 50 000 le 30 août suivant pour l'ouverture
du "concile des jeunes".
BANC D'ESSAI
POUR LES JMJ
Par milliers
chaque année, et de partout, des jeunes ne vont plus cesser d'affluer
à Taizé : joie de se retrouver différents, volonté de dépasser les
barrières idéologiques et confessionnelles, besoin de solidarité en
actes et de communion, goût de la fête, du silence, des liturgies
dépouillées, souhait d'une formation biblique permettant un meilleur
enracinement de la foi. C'est sur ce terreau que vont prospérer toutes
ces formes de rassemblement de jeunes dont raffolent les jeunes
croyants pour épancher leur soif d'émotion et d'expérience. Taizé
prépare les Journées mondiales de la jeunesse (JMJ), dont la vingtième
édition se tient en ce moment à Cologne.
A partir de
1978, entre Noël et Jour de l'an, des rencontres internationales
attirent chaque année des jeunes, de toute confession et du monde
entier. Elles ont lieu à Rome, à Cologne, à Barcelone, à Munich, à
Wroclaw, à Prague, à Paris (100 000 en 1995), à Madras même, en Inde,
parfois aussi, plus discrètement, derrière le rideau de fer que les
frères de Taizé, avant beaucoup d'autres, vont franchir. Frère Roger
compare ces rencontres de jeunes à "un pèlerinage de la
réconciliation et de la confiance sur la terre". Elles sont
rythmées par les urgences du temps : la construction de l'Europe, la
défense de l'environnement, la chute du mur, l'après-communisme.
"Il dépend des
jeunes que la grande famille européenne sorte de l'ère de la méfiance",
dit Frère Roger à l'Unesco en 1989. Il écrit aussi que "l'une des
urgences des années à venir est de mettre la réconciliation là où il y
a la blessure de la haine".
Aujourd'hui,
Taizé continue de plus belle. On vient sur la colline pour prier, non
pour s'enivrer de paroles. Pour lire les Ecritures, rencontrer
d'autres jeunes du bout du monde, porteurs de mêmes valeurs et d'une
égale soif de solidarité, ainsi qu'une communauté monastique originale
qui a toujours su résister aux modes - hier le doute et la
contestation, aujourd'hui l'affirmation identitaire - et à la
tentation de faire de Taizé un ghetto. Hubert Beuve-Méry, fondateur du
Monde, était un grand ami de Frère Roger et un visiteur assidu
de Taizé.
Soixante ans
après l'arrivée de Roger Schutz à Taizé, l'intuition première n'a pas
varié. Et pourtant, l'homme qui vient de mourir était toujours hanté
par l'ampleur de la tâche à accomplir. "Suis-je parvenu à exprimer
assez que Dieu ne veut pas la souffrance et ne s'impose pas par des
volontés menaçantes, mais qu'il aime tout être humain sans exception ?
La confiance est au début de tout", écrivait Frère Roger dans un
de ses écrits de grande portée spirituelle. Et comme pour se
réconforter, une fois de plus il répétait : "Nous sommes encore au
départ."
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