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LEY DE MATRIMONIOS HOMOSEXUALES

 Y OBJECIÓN DE CONCIENCIA                               11-05-2005

 

Benjamín Forcano

Teólogo y sacerdote

ATRIO, 11-05-2005

 

No seré yo quien niegue el derecho de la conciencia a disentir de una ley, si para ello tiene motivos; pero tampoco voy a caer en el engaño de ensalzar la conciencia como si ella fuera la fuente de la moralidad. Me disgusta  el antagonismo que, a  propósito de este “proyecto de ley”, se establece entre ley y conciencia; conciencia y poder político legislativo. Tal antagonismo está basado en una concepción, a mi modo de ver, inexacta de lo que es la ley y  la conciencia.

Las leyes, para que sean válidas y vinculantes, tienen que contener y promulgar valores que atañen al bien del ser humano, individual o comunitario. Una verdadera ley nunca es vacía o arbitraria,    no nace de la voluntad del que manda. Eso sería establecer como fuente  del bien y del mal  -de los valores-  la voluntad humana, justificando  toda suerte de despotismo. Las leyes no son buenas o malas por el que las manda, sino por lo que  manda: no son buenas  porque  están mandadas, ni malas porque están prohibidas; sino que porque son buenas están mandadas y porque son malas están prohibidas.

La ley tiene como base y contenido la realidad, mayormente humana: ella es portadora de moralidad. Un primer nivel, el más profundo de esa moralidad  es el que llamamos ley natural: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer , y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y debe evitar el mal: haz esto evita aquello” (Gaudium et Spes, 16). 

Esa ley contiene lo más íntimo de uno mismo, todo lo que uno es y vale como persona. El valor de esa ley natural es hondo y universal. Por eso, nos lo podemos exigir unos a otros  y todos a uno mismo: nos hace conscientes y responsables. Esa ley consiste fundamentalmente en  amarnos: reconocer y estimar la dignidad de todos como la de cada uno. La valía de todos es la misma, la de otros yos, que  nos impone la regla de oro: “Lo que no quieras para ti, no lo quieras para los demás”. 

Un  segundo nivel de la moralidad humana viene contenido y  expuesto en la ley positiva: leyes civiles. Un nivel más difuso éste, que requiere, para poder convivir, ser determinado con el máximo de estudio, experiencia, sabiduría y empeño de todos.

Pero ambos niveles se convierten en ley porque son portadores morales de la realidad, -de su bien y valores-, y nadie es libre para hacer lo que le plazca antes esos valores. La ley -toda ley- es obedecible y lo es en la medida en que contenga y promulgue un valor.

Tenemos, por tanto, que la ley es anterior a la conciencia, la informa y es en ella donde se hace consciente, se nos  impone como vinculante según sea el grado de su valor y nos hace responsables cumpliéndola.

 

      La conciencia, lugar consciente y manifestativo de  la ley

 

Precisamente porque la ley, además de originarse en una naturaleza que  es común a todos y singular en  cada uno y  depende en su receptividad, desarrollo y formación de una sociedad y cultura determinadas, puede cobrar  acentos y grados  diversos.

Habrá, ciertamente, coincidencias básicas en valores  los  más importantes y habrá dudas o divergencias en los no tan importantes. Y de unos y otros tendrá que alimentarse  la conciencia  y hacia unos y otros revertirá  para aportar avances y enriquecimientos. En ese trance de receptividad y aportación crítica, es cuando la conciencia puede encontrase en dos situaciones: una, de conocimiento de la realidad objetiva (sus valores)  y en disposición de cumplirla  = conciencia verdadera; y otra, de conocimiento deficiente o parcial de la realidad, y en disposición también de cumplirla = conciencia recta ( sincera, de buena fe),  pero errónea.

En este sentido, la conciencia es la norma inmediata (no la última)  de la moralidad, porque  busca  hacer  el bien de acuerdo con la información, razones y disposiciones que tiene. Al obrar coherentemente,  en tanto no disponga de otras razones que le hagan ver su parcialidad y equivocación,  mantiene su dignidad.

Hay, pues, conciencias verdaderas  y conciencias rectas. Toda conciencia verdadera es recta. Pero no toda conciencia recta es necesariamente verdadera.

Esto quiere decir que toda persona tiene derecho a obrar según su conciencia recta, pero abierta a la ampliación y corrección si llega el caso. Por lo que  tal derecho le puede venir limitado por la ley (expresión de los valores objetivos) y por la autoridad legítima que aprueba, promulga y defiende esa ley.

 

      El proyecto de ley  sobre  matrimonios homosexuales

 

El Proyecto de ley sobre matrimonios homosexuales trata de incluir una realidad personal  objetiva  que debe ser reconocida y respetada por la sociedad. La cuestión fundamental está en esto: ¿la homosexualidad es una enfermedad, una  desviación, una perversión o una condición normal de muchas personas, que les hace vivir con el mismo derecho que a otras les hace vivir su heterosexualidad? Todo lo demás vendrá por añadidura. Yo haría esta propuesta: de una lado que se pongan los que sostienen que la homosexualidad es una desviación, un desorden moral y, por lo tanto, una perversión a reprimir. De otra, los que sostienen que es una condición normal y, por lo tanto, una modalidad diversa de la heterosexualidad, pero legítima.  Si lo primero, entiendo que la homosexualidad se la considere moralmente inadmisible, tanto en sí misma como en relación con otros de la misma tendencia.  Si lo segundo, habrá de admitirse con normalidad su existencia, tanto en sí como en relación con los otros.  En el fondo, es ese el problema: ¿la homosexualidad es o no parte de la realidad humana  y, por tanto, portadora de unos valores morales?  Quien diga que sí,  que lo pruebe; y quien no, que lo pruebe también.

Para muchos, la homosexualidad es una variante legítima de la sexualidad humana. Quedan pendientes de estudio y solución qué tipos de homosexualidad pueden ser auténticos o no antropológica y éticamente hablando, como quedan pendientes qué tipos de heterosexualidad lo son también antropológica y éticamente. Ni científicamente, ni ética ni teológicamente puede demostrarse que  el contenido de la sexualidad humana es únicamente el heterosexual. Históricamente la relación y matrimonio heterosexual han podido ser el dominante, pero ello no autoriza a erigirlo en modelo único y  obligatorio para todos.

Como criterio de discernimiento fijaría este:  la sexualidad humana, incluso la heterosexual, no tiene su razón de ser en la procreación, sino en la fusión y complementariedad de la pareja para un proyecto de vida en común,  que conlleva la potencialidad  de ser fecunda como consecuencia de su amor. Pero esa potencialidad puede quedar sin actuar, por diversas razones y, no obstante, la pareja sigue teniendo plena razón de ser: “La comunidad  matrimonial heterosexual, dice el Concilio Vaticano II, es una comunidad íntima de vida y de amor” (GS, 50) No, pues,  un contrato para procrear, como se decía en el código de Derecho Canónico. Del mismo modo, un proyecto de unión homosexual es una comunidad íntima de vida y amor, actuable desde las condiciones básicas de un amor interpersonal, sin posibilidad, obviamente, de paternidad o maternidad biológicas. Pero hay algo que identifica en una misma dignidad a ambos proyectos y es que no se ordenan a la procreación, sino a una vida en común, que en el heterosexual se acompaña generalmente de  fecundidad biológica y en el homosexual de otro tipo de  fecundidad.

El Gobierno actual ha aprobado un proyecto de Ley que equipara a los matrimonios homosexuales con los heterosexuales, sin pretender con ello desestimar,  rebajar o dañar la naturaleza y dignidad del matrimonio heterosexual. El ahora denominado matrimonio homosexual no responde ciertamente a lo que histórica y culturalmente entendíamos por matrimonio. Pero es que, desde los presupuestos y mentalidad anteriores, era impensable esta equiparación bajo ningún aspecto. Simplemente porque se descartaba de raíz la simple posibilidad de plantear como válida la homosexualidad y su relación de pareja. No había lugar, por más que existieran los homosexuales y se relacionaran de hecho.

La realidad se ha impuesto y se impondrá cada vez más porque ya la cultura de hoy hace imposible seguir con los prejuicios, errores y vejaciones acumuladas en el pasado. Las ciencias declaran como normal la condición homosexual, el Consejo de Europa insta  a los Gobiernos a suprimir cualquier tipo de discriminación  en razón de la tendencia sexual y la Constitución Española  declara que “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de sexo” (Art. 14). Es, por tanto, una mejor percepción de la realidad la que nos obliga no a renegar del matrimonio heterosexual sino a reconocer y dar  forma jurídica al hecho objetivo de las parejas homosexuales. Pretender seguir como antes, equivaldría a seguir de espaldas a la realidad y a  seguir tildándola  de nefanda e intolerable social, ética y legalmente.

Necesitamos, pues,  leyes que acojan y defiendan los valores de la realidad, leyes que lo sean de verdad, que no nos compriman a decir que no hay ley que esté sobre la persona o que vaya contra ella, porque esto ha ocurrido en la  historia: leyes  discriminatorias o falsas que se han sobrepuesto a la ley fundamental del respeto a la persona y cuyo bien y dignidad han menoscabado concepciones antropológicas, filosóficas y religiosas, desfasadas o falsas.

En el nuevo Proyecto se impone el respeto a toda persona, a su opción y programa de vida, individual o en pareja, según ella vea y decida. El poder político se propone asegurar la protección social, económica y jurídica de las personas, cualesquiera que sean sus condiciones de clase, raza, color, sexo, religión  o ideología. Sólo quien siga pensando en la homosexualidad como algo pernicioso y detestable se opondrá.

 

      Los católicos y su objeción de conciencia a la nueva ley

 

La modernidad nos ha traído la posibilidad de vivir en una sociedad laica y democrática. Ningún católico,  que yo sepa,  deja de ser laico y demócrata por el hecho de ser católico. Y acepta gustoso que, en nuestro país,  las  leyes de la convivencia sean elaboradas y aprobadas  por las Cortes Generales. Y, en concreto, participa con todo derecho en el proceso preparatorio de tal o cual ley y se adhiere a aquellas que le parezcan más razonables y convincentes.  Y democráticamente se aprueban, con el consentimiento de la mayoría, aun cuando haya grupos  y planteamientos que puedan sostener puntos de vista  diferentes. Es la norma del quehacer democrático.

Por lo común las leyes, en una sociedad moderna y democrática, son expresión de la voluntad de los ciudadanos, los cuales  en debate público han expuesto sus razones y han logrado asentimiento mayoritario. Y, una vez aprobadas, esas leyes  salen con el aval de corresponder a los anhelos de la realidad que expresan y respaldan. Por lo general los católicos, también ciudadanos, participan en esas leyes y les dan su respaldo.

 Sobre esta ley en concreto, se han disparado alarmas y no dejan de sonar avisos y constricciones de ciertos miembros de la jerarquía católica para que los católicos practiquen la objeción de conciencia  o se hagan notar por la desobediencia civil. Como católico, considero oportuno ofrecer algunas pautas que pueden ayudar a comportarse católicamente.

1. La Iglesia no es la jerarquía y su voz no es la única válida e importante en la Iglesia.

2. Hay cuestiones, y esta es una de ellas, donde  la Iglesia no puede ofrecer una respuesta propia, sacada de la doctrina o revelación del Nuevo Testamento. No encontramos en él ningún código de moral que regule la conducta homosexual de los católicos. Lo escribe taxativamente el gran teólogo Schillebeekx: “En lo que respecta a la homosexualidad no existe una ética cristiana. Es un problema humano, que debe ser resuelto de forma humana. . No hay normas específicamente cristianas  para juzgar la homosexualidad” ( Soy un teólogo feliz, Madrid, 1994,  p. 124).

3. Por tanto, no es ajustado que dirigentes eclesiásticos pretendan ejercer influjo temeroso sobre los fieles recordándoles que sobre este punto existe una doctrina católica particular que están obligados a seguir y, en virtud de la cual, pueden y deben hacer  objeción de conciencia. No es ese el sentir de muchos fieles, científicos, teólogos y moralistas de la Iglesia.

 4. Cualquier católico puede ejercer objeción de conciencia contra esta ley, si así está personalmente  convencido, pero otra cosa es presentar la propia opinión como opinión general de la Iglesia. Y, en este sentido, los dirigentes eclesiásticos  tienen obligación de decir que su opinión personal no es opinión general ni única en la Iglesia, ni vinculante para los católicos: “In dubiis libertas: en las cosas dudosas, libertad”.

5. Creo que, tratándose de una ley democrática, de un Estado de Derecho, es un despropósito afirmar que la conciencia está por encima de esta ley  y que no debe obedecerse bajo riesgo de encaminarnos hacia Auschwitz. Y podríamos exigir, por lo menos, que obispos y cardenales hubieran apelado a ella en otras circunstancias mucho más graves. Me refiero a la guerra de Irak.

 Se trataba de una guerra pactada y compartida  por el Gobierno  de Aznar,  de una guerra popularmente repudiada, internacionalmente condenada como injusta,  inmoral e ilegal y que el Papa Juan Pablo II condenó inequívocamente. La opinión pública hubiera visto con gozo que esos obispos y cardenales hubieran animado entonces a los soldados a hacer objeción de conciencia y negarse a cumplir el servicio militar. No lo hicieron, a pesar de que más  del 90 % de la población española gritaba en las calles su interior objeción de conciencia. Aunque tarde, hubieran expiado su inhibición y silencio si posteriormente hubieran aplaudido la decisión del actual  presidente Zapatero de retirar de inmediato las tropas españolas de aquella guerra.

    Algo, todo esto, que es sintomático y resta credibilidad cuando se reclama la objeción de conciencia para cuestiones no inmorales, sino adecuadas a un contenido de ley justa y defendibles en recta y veraz conciencia.

 

 

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